PSICOLOGíA › VARONES Y SUS MUJERES

Horrible idea de Karenin

 Por Gabriel Lombardi *

Los autores que consideramos clásicos lo son porque describen hábitos y aspectos salientes o sutiles de nuestros precursores que volvemos a encontrar en la vida cotidiana. A veces los clásicos nos ayudan a darnos cuenta de lo evidente que no vemos porque lo hemos incorporado, de lo extraño que habita nuestra intimidad. Son clásicos porque son actuales. En la historia de la literatura llama la atención la permanencia de la forma característica de los celos en el hombre, por oposición a los celos en las mujeres. Incluso cuando se presentan en casos tan diferentes como en Otelo –el guerrero virtuoso y apasionado por Desdémona– o en Alexei Alexandrovich Karenin –el distante, burocrático y desapegado marido de Ana Karenina–, la mujer es concebida aristotélicamente, como posesión: ella es mi mujer, la que coincide con mi concepto de la mujer, es la dama de mis pensamientos. En principio no habría por qué desconfiar de ella, sólo por la oscura seducción, el veneno para los oídos vertido por el malvado Yago, o por la presión social en el caso de Alexei, el varón se revela celoso. Pero, una vez que los celos se revelan, se transforman en obsesión. Los celos, en el varón, han sido reprimidos, y sólo aparecen indirectamente, a través de la influencia de otros que, mediante el veneno en los oídos, algunas palabras, lo despiertan a una realidad reprimida, la del deseo en tanto deseo del Otro.

Otelo mira por la ventana la amable charla de su mujercita con Casio, y es solamente porque Yago le habla alusivamente de la fidelidad a toda prueba de su mujer, que en él se enciende la sospecha, que luego se transforma en esa pasión que el mismo Yago describe como the green eyed monster, el monstruo de ojos verdes que insulta al objeto que devora. Esta expresión, green eyed monster, ha devenido célebre en el mundo anglófono. En el caso de Alexei Alexandrovich, sólo la mirada social, la posibilidad de ser visto como cornudo, lo lleva a preocuparse por su mujer, Ana Karenina. Alexei no había visto nada de particular en el hecho de que su mujer estuviese sentada con el conde Vronsky en una mesa aparte y sostuviera una conversación inusualmente animada con él durante la fiesta vespertina. Sin embargo, Alexei notó que a los demás invitados les parecía una inconveniencia y una falta de corrección, y por eso él mismo comienza a considerarlo como una falta, y decide decírselo a Ana. Está celoso, por así decir, indirectamente. Sus celos le parecen una cosa despreciable y humillante para su esposa, y entra en la duda típica, la duda de Otelo, hasta que se le ocurre una idea extraña y horrible: que Ana debía de tener sus propios pensamientos, sus deseos personales, su manera de vivir.

Esa idea lo aterró de tal modo que Alexei Karenin se apresuró a apartarla de su mente. Tolstoi, maestro en pintar lo extraño que habita lo cotidiano, escribe: “Alexei jamás se atrevería a sondear un abismo semejante. Penetrar en el pensamiento y en el alma de otra persona era algo que chocaba con su manera de ser. Lo consideraba como una cosa nociva, como una fantasía peligrosa”. Luego de cavilar un buen tiempo en el estilo obsesivo (debo tomar alguna resolución), encuentra la solución:

“Lo que ella pueda tener sobre su conciencia no me incumbe a mí, sino a la religión”. Y siente un gran alivio por haber encontrado la fórmula que resuelve su problema. Sólo quedaba reconvenir a Ana no por su deseo, sino por su conducta improcedente: los celos de él eran humillantes para ella y para su hijo, por lo tanto ella debía comportarse.

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