PSICOLOGíA › LA “VICTIMIZACION EN CASCADA” QUE OPERA EL PODER

Sobre la “pobre madre pobre”

Por María Eva Rearte*

El caso de Arminda Martínez, quien en enero pasado, en Mendoza, fue condenada a siete años de cárcel por “abandono de persona seguido de muerte” porque su hijo había muerto de desnutrición, ejemplifica cómo y para qué se construye una representación de “pobre madre pobre”.
Producida la condena judicial, el gobernador mendocino anunció que iba a “ayudar” a Arminda inscribiéndola en un programa social, y pretendió que su justificación era que “tuvo dos maridos golpeadores”. De este modo, la mujer es dos veces pobre: porque no tiene recursos –pero esto sería resuelto por el “programa social”– y porque ha padecido a los golpeadores: queda así oculto el hecho de que quien la victimizó fue, en realidad, la sociedad que la condena y que, a la vez, la exculpa y promete ayudarla.
Porque las causas y responsabilidades no se limitan a la historia individual; muchas mujeres han tenido maridos maltratantes y no por eso sus hijos mueren de hambre. En el caso de Arminda Martínez, desde su nacimiento en la provincia de Salta había padecido la falta de contención social, la falta de trabajo, la marginación.
El modelo ecológico de interacción de sistemas describe el “efecto cascada” que vale para la victimización: desde un lugar jerárquico, donde la autoridad se transforma en autoritarismo, la victimización va cayendo, en forma vertical, hacia los sujetos más vulnerables: el hombre victimizado golpea a su mujer, quien a su vez castiga a los hijos, quienes a su vez reproducen esto en el trato con sus compañeros, y a menudo el conflicto se manifiesta en problemas escolares de los chicos.
En cambio, la figura de la “pobre madre pobre”, a través de la conmiseración, borra la verdad del proceso de victimización, la “perdona” y la exculpa, la virginiza, digamos, porque es una pobre mujer que, encima, es pobre; la sociedad la enaltece, la idealiza y se lava las manos, mientras, paralelamente, el juez le ha quitado la guarda de sus otros seis hijos. Esa figura estigmatiza y discrimina, procurando encerrar el problema en los términos de un suceso dramático y no como el efecto cascada que se ha descripto en las configuraciones violentas. Por medio de la conmiseración, insensibiliza.
Si la miseria es un síntoma social, tiene también una especie de beneficio secundario para quienes prometen neutralizar ese síntoma mediante “programas sociales”, políticas que, sin modificar las causas de la miseria, promoverán el control social de las “pobres mujeres pobres”.
Así, los programas sociales vienen a sustituir la autonomía de las personas. Se establecen nuevas pautas, costumbres, valores y modos de accesibilidad por sector. Se veda a los sujetos la participación en la toma de decisiones: la autoridad se impone; se ejerce por jerarquía y en forma descendente, y la arbitrariedad es la modalidad comunicativa que intenta el control de las necesidades comunes. Como en las familias violentas, los sujetos toman lo que se les ofrece sabiéndose excluidos en sus propias demandas.
Así, la imposibilidad de elegir qué comer, dónde y cómo asistirse, qué y cómo estudiar, genera mayor dependencia en los sectores pauperizados. Las familias disfuncionadas quedan expuestas al deterioro y la posibilidad de muerte. El registro de esto, la impotencia que despierta, va doblegando el deseo, aumenta la vulnerabilidad de la víctima y fortalece el lugar del victimario.

* Responsable del área de adultos de violencia familiar y maltrato infantil en el Hospital Penna.

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