SOCIEDAD › OPINION

Cómo esquivar prohibiciones

 Por Sergio Kiernan

Hecho el club, hecha la trampa (por suerte). Las prohibiciones generales siempre son sanitarias y siempre son muestras de algún puritanismo, pero desde que las brujas no arden hay alguna manera de evitarlas. Un ejemplo brillante se da en el estado norteamericano de Utah, todavía gobernado por su mayoría mormona, y tan puritano que hace muchos años prohibió tomar bebidas alcohólicas en público.

Entonces, ¿no hay bares en Utah? Claro que los hay, y muchos, sólo que allá se llaman “clubes de bebedores” y técnicamente hablando sólo dejan entrar a sus socios. El que vive en el estado tarde o temprano termina, como todo el mundo, parando en algún bar, del que se hace socio pagando una pequeña cuota y recibiendo hasta su carnet. Este carnet a su vez permite la entrada a “clubes hermanos”, otros bares que extienden la cortesía del acceso libre. El turista, o el residente que se encuentra ante un “club no-hermano”, tiene dos recursos para tomarse una cerveza, dependiendo del tipo de bar. Si el boliche es de barrio, tranquilo y con una mayoría de habitués, basta explicarle al portero que uno está de paso y no va a hacerse socio. Nueve de cada diez veces, el portero se dará vuelta, mirará a la barra y terminará señalando a alguno de los regulares, generalmente el más pasado de rosca. Ahí sigue un diálogo en estas líneas: “Joe, hey, Joe. ¿Te molesta tener un invitado?” El bebedor siempre dice que no hay problema y uno entra al club, legalmente, como invitado de Joe. El portero anota en la planilla el nombre –que puede ser inventado, ya que nadie controla– y listo. Si el boliche es más grande o más paquete, o está en un lugar turístico, el truco es diferente. En esos “clubes” no hay tantos habitués, son esencialmente de gente de pasada, por lo que uno puede hacerse socio “pleno” o “provisorio”, con distintos precios para un día o una semana. El cargo es muy modesto y en rigor sirve para pagar el sueldo del obligatorio portero, la parte de la ley que realmente molesta a los empresarios.

¿Qué pasa cuando uno va a un restaurante? La ley antialcohol de Utah es vieja, de cuando se comía con un jarro de café liviano, pero tuvo que ser modificada a medida que la gente empezó a exigir vino durante la comida y unos martinis antes. El resultado es cómico y de lo más peronista: el estado declaró su monopolio de la venta de alcohol y para tomarse un trago en un restaurante hay que ir a la caja, pagar aparte y recibir botellitas como las de los aviones. La caja es, técnicamente, una agencia estatal (hasta hay un cartelito que así lo declara) y el mozo sólo puede traer el vaso, el hielo y el limón, pero no tocar la botellita. Lo que nadie se dio cuenta es que, al ser un monopolio estatal, un trago termina costando lo mismo en un bodegón y en un cinco estrellas, con lo que los choborras de Utah se dan el gusto de desmayarse en lugares muy bien puestos.

Como el puritanismo, sea moral o sanitario, nunca funciona y siempre termina en el ridículo, la drástica ley de Utah no sirvió para nada: los índices de consumo de alcohol son indistinguibles del resto del país. Eso sí, en ninguno de los “clubes” se puede fumar.

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