SOCIEDAD › CóMO PROBAR QUE HUBO VIOLACIóN

Castigo o impunidad

El caso por el que está siendo investigado penalmente Armando L., el mendocino acusado de haber violado durante más de 20 años a su hija C., la mujer de 35 que –como resultado de las relaciones sexuales forzadas– es ahora madre de siete chicos de su propio padre, tiene potencial para convertirse en un hito. En el futuro mediato, que la causa termine o no con una condena para Armando L. dependerá en gran parte de la interpretación que se realice del Código Penal. Sobre la base de las mismas pruebas, las mismas declaraciones testimoniales, y los mismos antecedentes, el acusado tanto podría ser sobreseído como hallado culpable de los cargos de violaciones reiteradas agravadas por el vínculo.

La delgada línea que, en Argentina, separa a las víctimas de violencia sexual de contar con protección, o de quedar a merced de la desprotección total, de parte del Estado, quedó de manifiesto a fines de la semana pasada, con las primeras declaraciones de los abogados del imputado. Pablo Cazabán (foto), quien junto con Fabián Hathallah asumió su defensa, anticipó públicamente que la estrategia consistirá en demostrar que se trata de una cuestión “moral”, no criminal, por lo cual Armando L. podría ser considerado “un pecador” pero nunca un delincuente. “La situación es fácil de explicar pero difícil de entender –dijo en diálogo con Página/12–. No existe ninguna constancia, ni la va a haber, de que él haya utilizado la violencia, ni física ni moral, ni amenazas, ni que haya habido ningún tipo de coacción para tener esas relaciones sexuales, si las hubieron. Mi cliente rechaza y niega la existencia de violencia.” Armando L. no ha negado, en cambio, la existencia de relaciones sexuales con su propia hija, lo que sí permite presumir la existencia de violencia, por más que sea desmentida en una declaración judicial.

La clave de la interpretación reside en notar la evidente asimetría de poder entre Armando L. y su hija C. “Ante esa asimetría, de ningún modo puede presumirse el consentimiento cuando se trata de padre e hija. En primer lugar, la hija, en realidad, aparece sometida por quien debía ejercer el rol paterno”, explica el abogado Juan Pablo Gallego, quien además es titular de la cátedra de Protección Integral de Derechos del Niño de la UBA, representante del Comité de Seguimiento de la Convención de los Derechos del Niño, autor del libro Niñez maltratada y violencia de género, y querellante en la causa contra Julio César Grassi.

El propio Cazabán especificó a este diario los demás pilares que sustentan su argumentación. Cuando se trata de relaciones sexuales con menores de 13 años, siempre se interpreta como violación porque no es posible el consentimiento pleno; cuando la víctima tiene entre 13 y 15, se considera estupro. El hijo mayor de C. tiene actualmente 19 años, por lo que ella tenía alrededor de 16 cuando lo parió, y posiblemente 15 cuando el hijo fue engendrado. De allí que no sería posible imputar estupro. Aun cuando fuera posible, se trataría de un delito prescripto, habida cuenta de que han transcurrido más de 12 años desde que se cometió, por lo que “se considera extinguida la acción penal”, dijo Cazabán. Otra de las bases es la presunción de violencia: Cazabán dice que su cliente niega que haya existido. Y que, llegado el caso, para demostrar lo contrario es preciso contar con pruebas materiales. Aún más: que haya habido acusaciones previas contra Armando L., y que en muchas de ellas la investigación o la acción judicial se haya detenido porque C. desmintió la violencia, las violaciones y las relaciones sexuales, sólo suma a favor de su defendido.

Distinta es la interpretación que razona Gallego. En los casos de crímenes sexuales, explicó, “la declaración de la víctima requiere un análisis distinto al que se hace ante otros delitos. Existe la posibilidad concreta de que la víctima se encuentre en estado de captación, de necesidad o perturbada por hallarse en medio de una situación traumática. El abuso, en un caso como éste, es perpretado a lo largo del tiempo. El abusador, o su defensa, puede argüir que fue sólo una vez, o que esa situación sucedió durante años y nunca pasó nada. Eso no quiere decir consentir”.

Gallego insiste en recordar que las investigaciones han demostrado que, en casos como el de Mendoza, “existe un proceso psicológico en la víctima que es el que permite al victimario ejercer una dominación durante un tiempo prolongado: la víctima sobrevive tolerando en su físico la violencia, y por otro disociando esa parte de la realidad para continuar viviendo”. Esas tácticas del débil que las víctimas ponen en juego son, precisamente, las que dejan huellas que las pericias psicológicas y psiquiátricas deberían poder leer. De allí que, en realidad, la materialidad de las pruebas no sea un requisito imprescindible en casos como el que tiene imputado a Armando L. “El problema –dice Gallego– es que la Justicia a veces investiga el caso de abuso sexual como si fuera un robo, es absurdo. Muchas veces, ante crímenes sexuales la Justicia no está a la altura, equipara todo. Y ahí, en definitiva, no es neutral, sino que genera la impunidad del victimario. A veces, lamentablemente, el propio sistema judicial toma argumentos como el que está poniendo en juego la defensa de Armando L.”

El tiempo pasa y la posibilidad de acción judicial, de castigo penal va perdiéndose. Pero mientras que la defensa insiste en que los más de 20 años de violencia sexual que Armando L. cometió contra su hija, y los siete nacimientos de hijos-nietos no son más que actos “inmorales” de un “pecador”, la perspectiva de Gallego insiste en que prescripción no equivale a inocencia. “Que esté prescripto no significa que no haya sido cometido, sino que queda impune. Un hecho prescripto no se reduce a la discusión moral. Ante la comprobación del hecho, está claro que existió y que el autor es un delincuente. Que no haya posibilidad de condena no hace que no exista el delito, sino que exista la impunidad.”

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