SOCIEDAD › OPINIóN

Increíble pero Real

 Por Liliana Viola

Con una cobertura tan costosa, multitudinaria y sin dudas mucho más sesuda que la que mereció el tsunami en Japón o el bombardeo aéreo contra Khadafi, y gracias a una cadena internacional con réplica local que suspendió relatos de odio, competencias internas así como noticias de interés general y de paso también sentido común, ayer todos experimentamos un fenómeno sobrenatural y, esperemos que hasta la próxima boda del siglo, irrepetible: por un día nos convirtieron a todos en súbditos, convidados de piedra de una boda ¿real? entre dos muñequitos de una de las tortas más millonarias y derrochonas del planeta. Difícil discernir –por el tono y el análisis profundo que mereció un anillo que se trababa en el dedo del novio o el desplante moderno de la princesa de quitar la palabra “obligatorio” de la promesa nupcial, por la cantidad infinita de detalles precisos que incluyeron una lectura de labios para inferir lo que el príncipe le decía a su suegro– que esto no era otra cosa que una nota de chimentos más. Lo cierto es que estaban hablando sobre un matrimonio más o menos armado entre dos protagonistas de una vetusta monarquía que, afortunadamente en parte, mantiene de ese nombre la cantidad de privilegios para todos sus miembros, que según cuentan algunos ingleses enfurecidos, son muchos más de los que conocemos y que salen cada tanto a escena para darle a su pueblo “el gusto de ser inglés”. Como souvenir de la boda, nos queda la sospecha de que con la misma cara de seriedad y con el mismo tono de sabelotodo, el periodismo del moderno espectáculo que se parece tanto al del siglo pasado está dispuesto a encarar una reunión social como una muerte en masa. Y también una extraña paradoja: mientras el mundo decidió internarse por un día en el cuento de hadas que siempre falla (si no pregúntenle al papá del novio), la realeza británica se mandó un fiestón en el marco de una de las crisis económicas más violentas de su historia que ha llevado a su gobierno a ejecutar uno de los recortes más sanguinarios y que ya tiene sus buenos piquetes y levantamientos estudiantiles como respuesta. Pero atención, algo huele bien en el Palacio de Buckingham. Se dice que la atención que suscitó la boda, y aquí los convidados de piedra tenemos mucho de nuestra parte, significó un alza nada despreciable en el producto bruto interno en lo que va del año. Gracias a la ociosa monarquía que, de paso, aprovecha para vendernos una película aburrida sobre el rey tartamudo, eludir el pasado nazi del otro rey y saltear al triste y aburrido Carlos imponiendo al heredero de la sangre de lady Diana, las cosas vuelven a su lugar y todos allá contentos. Turismo, proliferación de merchandising que no porque sea un cuento de hadas excluye los preservativos con la cara de los consortes. Hasta los adictos al juego se vieron favorecidos: en pubes, en programas de televisión, e incluso en las embajadas británicas del mundo se subieron las apuestas sobre quién lloraba primero, quién daba el beso, etcétera. Pero que la resaca no nos haga hablar mal de la cobertura de la torta y tampoco de la realeza británica que, después de todo y por suerte, no es nuestra. La pregunta es justamente, ¿por qué razón, una vez que como resto del mundo podíamos librarnos del bochorno de cargar con una familia papelonera, anticuada y vividora, nos metimos sin comerla ni beberla en el medio de la boda?

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