SOCIEDAD › LAS LEYES QUE MUEVEN EL CARTONEO

Pasado y futuro

Por A. D.

“¿Por qué te va a parar la policía si lo que hacés no es ilegal?” Esas fueron algunas de las pocas recomendaciones de Claudio antes de prestar su carro cartonero. Hace dos semanas la Legislatura porteña aprobó el proyecto de ley que incluye a los cartoneros en la red de trabajadores formales al menos durante los próximos doce meses. Esta nueva reglamentación no es definitiva. Fue aprobada en el marco de un plan de emergencia urbana y ambiental. Si bien la actividad de los cartoneros ha alcanzado el status de actividad económicamente productiva, la expansión, viabilidad y desarrollo quedará subordinado a distintas variables, entre ellas el tipo de contrato que el año próximo la ciudad establezca con las empresas recolectoras de residuos. En tanto, y por ahora, quienes recorren las calles cuentan con garantías jurídicas para recoger la basura, pero esa legalidad llega con una herencia demasiado larga, de veinticinco años de vida clandestina donde se han forjado negocios, capitalistas y redes que en ocasiones aparecen montadas por organizaciones de tipo mafiosas.
El 8 de junio de 1977 en la ciudad de Buenos Aires entró en vigencia la ordenanza municipal 33.531 conocida años más tarde como la ley Cacciatore. En plena dictadura, aquella ley intentaba hacer desaparecer de las calles a los pobres que recorrían las veredas revisando la basura. “Se prohíbe seleccionar, recoger o vender los residuos domiciliarios depositados en recipientes sobre las veredas”, ordenaba uno de los artículos sancionados aquel año en el que además comenzó a proyectarse lo que más tarde sería la Coordinación Ecológica Area Metropolitana Sociedad del Estado, ahora conocido como el Ceamse. Con el diseño del Ceamse, el gobierno militar iba a ir eliminando de a poco las quemas a cielo abierto que todavía funcionaban en la ciudad y alrededor de las cuales se asentaban los grupos de familias que convertían a los basurales en una de sus fuentes de trabajo.
Con esas dos leyes algo iba a empezar a cambiar. La ordenanza Cacciatore corría a los cirujas de la ciudad estableciendo la prohibición. El proyecto del Ceamse, por su lado, los corría a partir de la eliminación de las quemas. En unos cuantos meses, los pobres más pobres de Buenos Aires abandonarían las calles de la ciudad porque ya no había garantías para dedicarse al cirujeo. Con los edictos todavía vigentes quienes continuaron trabajando con la basura eran perseguidos, obligados a abandonar sus carros, las mercaderías e incluso sancionados con aquel famoso artículo 1 inciso C, que penalizaba la vagancia: “Los conocidos como profesionales del delito –decía– que se hallaren merodeando por sitios o lugares públicos, muelles, estaciones de trenes sin causa justificada”.
Bajo esa lógica quienes continuaron levantando cartones o apelando a la basura como alternativa de inclusión al sistema de trabajo quedaron entrampados. La precarización que años más tarde se extendió hasta alcanzar ahora a buena parte del país les impidió contar con los derechos y garantías de los trabajadores formales. No sólo les faltaron ingresos regulares, en blanco, aportes, obras social o aguinaldo. También faltó el reconocimiento de un nombre para acceder a algún tipo de crédito para incorporarse al sistema de acopio y de venta, los canales que desde entonces quedaron en manos de los que en este rubro ocupan el papel de los capitalistas del juego.
Como ocurre con los circuitos de venta callejera ambulante, el juego clandestino o la prostitución, también los cartoneros durante estos años sobrevivieron haciendo aportes a la oscura caja de la policía. La Federal en la ciudad de Buenos Aires y la Bonaerense, cuando necesitaron trabajar en la provincia o conseguir los pases para cruzar en camiones hacia la Capital. En este momento buena parte de esta otra trama sigue existiendo. Quienes atraviesan a la noche, aquellas zonas del microcentro donde durante el día sólo existen casas de cambio, suelen encontrarse con otra ciudad, aquella Buenos Aires convertida en una enorme acopiadora a cielo abierto. El cúmulo de camiones estacionados sobre la calle San Martín, sobre Balcarce, en Roque Sáenz Peña, en Tacuarí, sobre Piedras o en Hipólito Yrigoyen, sólo por mencionar unos cuantos, llegan desde el Conurbano con pasajeros abordo o con balanzas que quedan en la calle detenidas durante horas para comprar papeles. Muchos de esos camioneros ponen a disposición sus vehículos para trasladar por dos, tres o cuatro pesos a los que después van a cirujear. Los otros son subsidiarios de quienes en este mundo se llaman depositeros, los galpones donde se acopian cartones durante días para venderlos a mejor precio en las papeleras. Unos y otros pagan una suerte de cuota a las brigadas de las comisarías de las zonas para conseguir espacio para trabajar. El monto varía de acuerdo a las jurisdicciones, a los barrios y al volumen de papel generado en cada una de las zonas. Los pagos en algunos barrios se pasan a cobrar con la regularidad de una renta.
Buena parte de esta estructura aún no cambió como tampoco cambió para muchos cartoneros esa suerte de persecución que sienten en los ojos cuando andan por las calles metiéndose entre la basura. Tampoco cambiaron las bolsas ni en general encuentran diferenciada la basura. Allí no hacen falta leyes sino hábitos.

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