SOCIEDAD

En primera persona

Una víctima de la violencia machista, que preserva su identidad por sus hijos, cuenta cómo es, y qué cuesta, romper el silencio.

Tengo 43 años. Soy profesional. Me casé enamorada en el año 2000, previos dos años de noviazgo, con un contador público nacional, de buena posición económica. En ese momento creía en el amor para toda la vida y en formar mi propia familia, bastante tradicional, como la que me crió.

Durante 14 años fui víctima de violencia de género. De todo tipo. Hoy puedo ponerlo en palabras. Antes no, no hablaba del tema, nadie lo sabía. Me dolía. Me daba vergüenza. A pesar de tener amigos y familia incondicionales. Durante esos años callé, acepté, esperé cambios, intenté todo lo que pude. Y más. Tuve dos hijos, a quienes amo profundamente. Ellos también sufrieron. Yo sentía culpa y responsabilidad por “salvarlos”. Estoy viva.

No denuncié a mi ex marido durante mi matrimonio, ni se lo comenté a nadie, a pesar de tener el cuerpo, el corazón y el alma en pedazos. Aún recuerdo los golpes, cachetazos, moretones, cortes, en mi cuerpo entero, débil frente a un “hombre desfigurado” que luego lloraba, pedía perdón y juraba no volver a hacerlo. Hasta que volvía a volcar su furia sobre mí. Amenazas, gritos, insultos, desprecios constantes, y más. Mucho más. Se tornó casi cotidiano. Incluso luego de divorciados.

Un día mi cuerpo fue el que habló lo que yo tanto tiempo callé. Estuve años con ataques de pánico (algunos días todavía aparecen esas horribles sensaciones de ahogo y muerte). No fue fácil tomar la decisión, pero lo logré. Me divorcié hace tres años con la esperanza de que toda esa tortura termine y vivir “en paz”. Lamentablemente no ocurrió. Luego de un año y medio de estar separados, no tuve más opción que hacer una denuncia en la Oficina de Violencia Doméstica de la Corte Suprema de Justicia de la Nación. Tenía miedo. De morir y de denunciar. Pero más de morir. Ese día, cuyos detalles guardaré en mi memoria para siempre, sentía una mezcla de profunda angustia, dolor, alivio y esperanza. Creía que alguien nos iba a ayudar. Que esa decisión que tanto me costó tomar marcaría un antes y un después en mi vida y la de mis hijos. Y así fue. Pero no como imaginé.

A partir del 30 de marzo de 2014, día en que hice la denuncia, me revictimizaron una y otra vez. Fui cuestionada por muchos de los que me citaron a declarar. Hablé y hablé. Y seguía llorando y sufriendo ante cada relato incomprendido, ante cada pregunta dolorosa de personas que no miden sus palabras. Que no entienden. Siempre dije lo mismo. Siempre conté la verdad. La verdad de una mujer que aún sufría, desilusionada, y cada vez más sorprendida por el proceso que se vive después de denunciar. No es fácil vivir maltratada, no es fácil tomar la decisión de salir, no es fácil denunciar y tampoco es fácil lo que se vive después.

Escuché frases dolorosas e inexplicables de parte de “profesionales” que se supone que “saben del tema”. En la Asesoría Tutelar Penal Contravencional y de Faltas Nº 2, me llegaron a decir “el denunciado tiene más derechos que usted”, en relación con que mi ex marido solicitó que nuestros hijos sean “sus testigos”. La persona que me lo dijo no tiene idea lo que se siente al escuchar eso. Aún hoy no entiendo cómo se pretende poner a menores de edad en esa situación, solicitado por el padre, y avalado por esta institución.

Producto de mi denuncia en la OVD, se abrió un juicio civil (por violencia) y uno penal (por amenazas). El Juzgado Nº 86, a cargo de la doctora María del Carmen Bacigalupo de Girard (Expediente N° 17.290/2014), recibió mi denuncia y a pesar de ser considerada por la OVD como con alto riesgo psico-físico para mis hijos y para mí, decidió tras larga demora que “los cuatro vayamos al Cuerpo interdisciplinario”, sin dictar ninguna medida de protección, lo que me dejó sentimientos de indefensión y un nuevo ataque de pánico. Mi ex marido, quien me amenazaba y maltrataba aun separados, se iba a enterar de que lo había denunciado y yo no tenía ninguna protección por parte de quienes, se suponía, me tenían que proteger. O por lo menos eso esperaba yo. Recién seis meses más tarde (luego de entrevistas con el Cuerpo Interdisciplinario y la intervención del Defensor de Menores) nos dictaron una medida de protección por dos meses. La jueza llegó a citarme dos veces a una “mediación” con mi ex. ¿Qué pretendía que “acuerde” con el hombre que me maltrató durante tantos años? Para sorpresa de todos, en diciembre del año pasado, la misma jueza archivó la causa y nos solicitó “no insistir en presentaciones conforme a las pautas de la ley de violencia familiar”. Una abogada especializada en Derecho de Familia y Violencia Familiar es la patrocinante de mi ex marido.

En sede penal el trato fue otro. Me escucharon, me llamaron, me contuvieron, evaluaron los hechos, dictaron una medida de protección “mientras dure el proceso”. Ambos organismos leyeron la misma declaración e interpretaron todo lo contrario. ¿Mi vida y la de mis hijos dependía de quien la leyera? La fiscal Gabriela Morelli, de la Unidad Fiscal Norte de la Policía Metropolitana (Causa N° 4576), sigue adelante la investigación y se encamina a un juicio oral en el cual se determinará el grado de delito de lo que viví. Hasta el día de hoy me pregunto si tomé la mejor decisión, porque el camino es y fue muy duro. Sigo sufriendo ante cada postergación, ante cada silencio. La Justicia es lenta, pero la vida continúa y el día a día se hace cuesta arriba. Duele cada llanto de tus hijos. Duele cada cuestionamiento recibido. El corazón y el alma aún no encuentran consuelo. Duelen los recuerdos. Hace casi un año y medio tomé una decisión dolorosa con la esperanza de encontrar paz y por ahora sólo encontré frustración e impunidad para el agresor, que refuerza la brutal asimetría de poder entre él y sus víctimas. La pregunta es: ¿hay que denunciar o silenciar? Sigo esperando que sea justicia.

La autora prefiere preservar su identidad para proteger la intimidad de sus hijos.

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Imagen: Guadalupe Lombardo
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