Entre las batallas que dio Gabriela Mansilla, la primera fue entender qué le pasaba a su hijo Manuel. “Mi impresión era que tenía mellizos, pero los dos tenían gustos opuestos”, contó a este diario en la entrevista exclusiva que dio a mediados de 2013, cuando dio a conocer el reclamo por el DNI –que le denegaba la provincia de Buenos Aires– a su hija. “A los 18 meses, cuando empezó a hablar, me decía: ‘Yo nena, yo princesa’. Quería tener el cabello largo y para simularlo se ponía trapos en la cabeza, pedía que le compraran muñecas. Me pedía mis polleras, mi ropa, y se las quería poner”, recordaba. “Yo pensé que era un juego”, dice. Peregrinó por pediatras, neurólogos, psicólogos, buscando una respuesta. “Un psicólogo me dijo que le faltaba presencia paterna, que le tenía que decir que era un nene, que le sacara la ropa de mujer. Fue un desastre. Mi hija vivía destrozada. Se escondía debajo de la cama, se ponía el cubre cestos del baño que tenía puntillas como pollera y pasaba horas encerrada en el baño. Cuando le sacaba la ropa femenina, yo sentía que le arrancaba la piel. No se imagina cómo lloraba. Podía llorar horas. El papá no lo podía tolerar. Decía: ‘Yo no voy a tener un hijo puto’. Y lo escondía cuando venían sus amigos. ¿Sabe con qué jugaba? Con un lápiz rosa”, contaba la mamá de Luana. Hasta que vio un documental de National Geographics de una nena transgénero de Estados Unidos. “Fue como si me pasara una topadora por encima. Era la historia de mi hijo. Ahí entendí que era una nena trans, que su identidad era la de una nena. Lloré veinte días. Y reaccioné. Me dije: si quiere ser princesa, yo la voy a ayudar”, apuntaba. El papá terminó abandonando a la familia: un día se fue y nunca más supieron de él. Gabriela se gana la vida cocinando empanadas y pizzas y vendiéndolas en bicicleta en su barrio. 
 Otra batalla que tuvo que dar fue en el jardín de infantes al que mandó a los dos chicos cuando cumplieron tres años, una institución privada. Manuel siempre estaba con las nenas. “Las otras mamás me decían: ‘Tu hijo es un donjuán, siempre rodeado de nenas’. Les acariciaba el pelo, porque deseaba tenerlo como ellas, largo, con hebillitas. Me decía que quería tener vagina, que no quería tener pito. Yo no sabía cómo explicarle que era una nena transexual. Un día me dijo: ‘Yo no soy un nene. Soy una nena y me llamo Luana. Tenía cuatro años recién cumplidos. Fue la segunda topadora que me pasó por encima. Ella solita se había elegido el nombre. ¿Sabe lo que es eso? Tenía pelo cortito, ropa de varón. La psicóloga que la atendía en ese momento le imponía una terapia correctiva de reafirmación del género masculino. Yo tenía miedo de que se quisiera lastimar el pene. Se lo hundía hasta hacerlo desaparecer. Ni la maestra ni la directora entendían. Yo no soportaba más verlo sufrir y cuando se iba el papá, lo dejaba jugar con lo que quería”, contó la madre.
Ante ese cuadro de “tanto dolor”, la mamá le regaló un traje de princesa y una peluca de cotillón, que con el correr del tiempo quedó gastado de tanto uso. Fue hace cinco años, cuando Luana tenía cuatro años. En ese momento, una tía suya llegó al Programa de Atención Integral para Personas Trans del Hospital Durand y allí ubicó a la psicóloga Valeria Paván, terapeuta de la CHA. Inmediatamente la contactó y la especialista recibió a la mamá. En su consultorio, y luego de varias sesiones, primero con los padres y luego con la niña, el equipo terapéutico descartó que Luana tuviera una “formación delirante” o una “personalidad psicótica”. Ahí se abrió la puerta para que pudiera adoptar su identidad autopercibida femenina.