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Domingo, 15 de junio de 2008

EL BAUL DE MANUEL

 Por Manuel Fernández López

Todo va muy bien...

¿Cuántas veces no decimos, o escuchamos, la frase “es como un chico”, que alude a un venerable anciano? Por cierto uno es niño durante un tiempo y luego deja de serlo. ¿Deja de serlo? ¿O va dejando de serlo paulatinamente, sin abandonar nunca del todo la condición infantil, hasta retomarla en alguna medida durante la edad avanzada? Y se es infante por el modo de manifestarse y asimismo por el modo de procesar las impresiones externas. El niño es crédulo. ¿Alguien recuerda un rechazo infantil a alguna mentira del adulto? Son los espectadores ideales de espectáculos de ilusionismo. Vean sus ojos, deslumbrados, cuando el mago saca de la galera una ristra de pañuelos de colores. Y se agrandan más aún cuando lo que extrae no es inerte, sino viviente, como una paloma, o más aún cuando de la galera saca un conejo, expresión máxima de la vida y su reproducción. De grandes se apaga nuestra admiración por los magos, sobre todo al percibir que no hay nada de sobrenatural y que todo se reduce a una prestidigitación. Pero aparecen otros objetos mágicos y uno cree en ellos, por eso de “en algo hay que creer, ¿viste?”. Objetos como el nivel general de precios o el ingreso nacional son creaciones artificiales, salidas de las mentes –a veces no del todo sanas o equilibradas– de esta suerte de modernos brujos que son los economistas. En ninguna parte existe un bien cuyo precio sea “nivel general de precios”, como no sea el bien llamado “mercancía compuesta”, formado por un pedazo de bola de lomo, unos gramos de pan, un vasito de aceite, algunos boletos de colectivo, un trozo de repollo, etc., donde el tamaño de los componentes está fijado por la proporción en que se gasta el ingreso de todas las familias de cierta localidad. ¿Y cómo se conocen esas proporciones? Por encuestas a las familias, cuya exactitud es relativa: depende de la veracidad de las declaraciones de los encuestados y de la seriedad de los encuestadores. Esas proporciones se llaman ponderaciones y deben ser intocables para el que calcula el índice. Luego todo se reduce a sumar, multiplicar y dividir, sin que intervenga la magia. Claro que si lo que se busca es demostrar que “todo va muy bien, señora marquesa”, como decía Trenet, no queda otro camino que hacer variables las ponderaciones y calcular, entre cuatro paredes, qué conjunto de números que suman uno hacen que el valor del índice sea lo más cercano a un valor deseado.

Ese oscuro objeto del manoseo

En julio de 1918 el mundo ya iba por el cuarto año de guerra. La Argentina llevaba otros tantos de escasez de manufacturas que, por su especialización agropecuaria, debía importar de Europa, con la que estaban cortadas las comunicaciones. La sociedad acusaba, en su víscera más sensible, el bolsillo, los efectos del alza de los artículos imprescindibles. El costo de vivir en esta parte del mundo se había encarecido, en tanto el salario en dinero se había mantenido estable. El mismo dinero compraba menos bienes. ¿En cuánto había subido el costo de la vida o en cuánto había descendido el poder de compra del dinero? Esta última frase remitía directamente a un profesor de la Universidad de Yale, Irving Fisher, que pocos años antes, en 1911, había publicado una obra titulada El poder de compra del dinero. Nadie conocía la magnitud del aumento de precios o de la baja del salario real. Salvo uno, el director nacional de Estadística, ingeniero Alejandro Bunge. Tomando como guía el libro de Fisher y la riqueza de datos sociales surgida del censo general de 1914, midió por primera vez en el país el costo de la vida en la Argentina, entre los años 1910 y 1918. Como si fuera un discípulo de Platón, consideró como ítem principales de las necesidades familiares: la alimentación, el alquiler y el vestido. Tomando como año base 1910 y cada ítem con un costo igual a 100, éstos alcanzaban en 1918 costos de 145, 117 y 294, respectivamente. El encarecimiento de la indumentaria y otras manufacturas superaba de lejos al de la alimentación, lo que se explica por ser país productor de alimentos; y a la vez explica el fuerte impulso que recibió la industria textil durante la guerra. El pequeño aumento del alojamiento, por su parte, tenía que ver con el hecho de no ser los inmuebles bienes transables internacionalmente y con el estancamiento de la demanda al detenerse el flujo inmigratorio. Estas estadísticas, publicadas en el Nº 1 (julio de 1918) de la Revista de Economía Argentina, dirigida por Bunge, entusiasmaron tanto al decano de la Facultad de Ciencias Económicas, Eleodoro Lobos, que a su pedido Bunge dio en 1919 un seminario sobre esos temas en la facultad, el cual debió repetir en 1920. A esta repetición se anotó Raúl Prebisch, quien durante 1920 pasó de ser simple estudiante a colaborador cercano de Alejandro Bunge, iniciando así su notabilísima carrera como economista.

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