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Domingo, 25 de enero de 2009

EL BAUL DE MANUEL

 Por Manuel Fernández López

Un tal Boisguilbert

Para muchos, el nombre Boisguilbert no es más que el de un personaje en Ivanhoe, la novela de Walter Scott. Para Francia, o al menos para su Instituto de Estudios Demográficos, fue el padre –o la madre o el obstetra– de la Economía Política, como lo declaró en el título de la obra Pierre de Boisguilbert ou la naissance de l’économie politique (Paris: P.U.F., 1966). Pierre Pesant sieur de Boisguilbert (1646-1714) unió con sus obras (además de la citada: Factum de la France; Traité de la nature, culture, commerce et interêt des grains; Essai sur la rareté de l’argent, 1707) dos siglos fundamentales de la ciencia económica: el XVII, en que la Economía, con Petty, cambió de paradigma; y el XVIII, el de las luces, de Cantillon, Quesnay, Adam Smith y Malthus, que echó las bases de la economía clásica. En Le détail de la France (1695) y Factum de la France (1707), Boisguilbert anticipó a otro francés, Quesnay, en la creencia en un orden natural, en su posición frente al campo y en su propuesta de reforma tributaria. Presentaba una visión sombría de la situación del campo y el hombre de campo: “Las tierras, en barbecho o mal cultivadas, expuestas a la vista de todo el mundo; ¡ése es el cadáver de Francia!”. Diagnosticaba decadencia en el campo y, para el conjunto de la economía, disminución de 50 por ciento en el PBI. La causa de tal decadencia era la caída del consumo, provocada por un régimen impositivo confiscatorio. Era, pues, preciso reactivar el campo, por cuanto la tierra es la fuente primordial de la riqueza. Los precios a los que se comerciaban los productos del campo no eran ajenos al grado de actividad del campo. La actividad del comerciante era solidaria con la del agricultor. Para reactivar el campo era necesario que el productor pudiera vender a buenos precios, precios remuneradores, y que por parte de la autoridad pública se renunciase a imponer el mantenimiento de precios bajos para los productos del suelo. Cien años después, nuestro padre de la patria repitió esos diagnósticos en este suelo. Venía de publicar su propia traducción de Quesnay un año antes, y acaso esa tarea le motivó documentarse sobre la Fisiocracia, tarea en la que habría accedido a las ideas de le Pesant a través de la literatura fisiocrática. Acaso usted no acceda a los textos de Boisguilbert, inhallables en el país, pero tiene los de Belgrano, que publicó Página/12 en 1992 y se reproducen en la nota siguiente.

Belgrano y el campo

Manuel Belgrano (1770-1820), aún adolescente, marchó a España en 1786 a estudiar abogacía. En corto lapso, dos hechos modificaron sus planes: la creación (1786) de una Academia en Salamanca y el estallido de la Revolución Francesa (1789), que despertó su vocación por la economía. En Madrid tradujo las Máximas de Quesnay (1794). Designado secretario del Consulado de Buenos Aires, justo a 100 años de Le détail de la France, leyó su primera Memoria (1795). En ella propuso medidas para fomentar la producción. “La agricultura –decía– es el manantial de los verdaderos bienes, de las riquezas que tienen un precio real, y que son independientes de la opinión” (p.13). La tierra labrantía que no se sembraba era pura pérdida: “Jamás se deje la tierra en barbecho; el verdadero descanso de ella es la mutación de producciones, y si es posible, proporcionarse dos o tres cosechas en un año. Es indispensable la mutación de producciones, y es inútil dejar la tierra en barbecho. El pretendido descanso de la tierra no debe existir” (p. 18). La reducción del consumo era causa del quebranto de la agricultura, pues “la agricultura sólo florece con el gran consumo, y éste ¿cómo lo habrá en un país aislado y sin comercio?” (p. 54). La agricultura debía estar unida al comercio, por la solidaridad que tienen sus actividades: “Es tal la dependencia mutua que tienen entre sí la agricultura y el comercio, que uno sin otro no pueden florecer” (p. 52). El comercio de frutos agrícolas –local o de exportación– debía ser libre, y sus precios no depender de un fiel ejecutor que pretendiese mediante controles mantenerlos artificialmente bajos: “La pronta y fácil venta se podrá verificar siempre que las extracciones de sus frutos sea libre. No por tener a precio cómodo los frutos en las ciudades, se ha de sujetar al labrador a que venda a un cierto precio, acaso puesto por un hombre sin inteligencia ni conocimiento en los gastos, cuidados y trabajos a que está sujeto el cultivo. Tampoco se le debe impedir que vaya a vender donde le tenga más cuenta, pues el Labrador debe lograr toda franqueza en su venta y extracciones, que proporcionándole las utilidades que se ha propuesto lo animarán al trabajo; y entonces el cultivo se aumentará. Así esta Junta, cuando esté instruida de los obstáculos que impiden los adelantamientos de los Labradores, deberá hacerlos presentes a S.M. para que se quiten” (p.17).

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