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Domingo, 14 de junio de 2009

ENFOQUE

¿Burguesía nacional?

 Por Agustin Wydler *

Liquidada la fase del Estado de Bienestar hacia mediados de los años ‘70, la característica de la nueva etapa fue la libertad de movimiento del capital. Los Estados lucharon incesantemente por “anclarlo”, incluso subsidiándolo. Surgieron así las denominadas “guerras de incentivos”, volcando enormes recursos fiscales para atraer proyectos de inversión de empresas transnacionales. En Argentina, el desmantelamiento del Estado iniciado por la reforma monetarista de Martínez de Hoz y completado durante la década del ‘90 profundizó la centralización del capital y la concentración de los mercados. Se destruyó el tejido industrial local mediante la apertura indiscriminada. En este marco, los grupos económicos locales consolidaron su posición en la cúpula empresarial a partir del sobreprecio en las compras del Estado y la transferencia de recursos fiscales. Así, entre 1981 y 1989 mientras en concepto de intereses de la deuda externa se remitieron al exterior aproximadamente 27.000 millones de dólares, el capital concentrado interno se benefició de transferencias que superaron los 67.000 millones.

Hacia fines de los ‘80, resultaba ya imposible seguir capitalizando la deuda externa en paralelo a las enormes transferencias que suponía la política de “promoción industrial” vigente. Así, el estallido hiperinflacionario de 1989 surge del conflicto entre el capital local y los acreedores externos, representados básicamente por la banca extranjera y el FMI. La prenda de paz fueron las privatizaciones, que dieron lugar a la conformación de una “comunidad de negocios”. Esta expresión es de Eduardo Basualdo y se refiere a la asociación de estos grupos con empresas transnacionales. Entre estos grupos económicos se encontraban: Bunge & Born, Pérez Companc, Macri, Techint, Bridas, Garovaglio y Zorraquin, Soldati, Corcemar, Alpargatas, Celulosa Argentina, Astra, Arcor, Loma Negra, Ledesma, Fate-Aluar-Madanes, Bagley, BGH, entre otros.

A partir de 2003, devaluación mediante, la política económica viró hacia un tipo de cambio alto, el mantenimiento de la estabilidad macroeconómica y el estímulo al crecimiento de la demanda agregada en clara contraposición al modelo macroeconómico de los ‘90. Sin embargo, estos fueron prácticamente los únicos instrumentos de lo que podría considerarse una política industrial. En cuanto a mecanismos más específicos, como afirman los investigadores Fernando Porta y Cecilia Fernández Bugna, no hubo otra cosa más que la administración de los regímenes ya existentes y un nuevo fondeo para promoción de inversiones, vía incentivos fiscales, que benefició mayoritariamente a un limitado número de grandes empresas, muchas de ellas manejadas por los mismos grupos económicos ya mencionados.

Ampliando el foco, durante la posconvertibilidad, la participación de los trabajadores en el PBI disminuyó de 31 por ciento en 2001 a 28 por ciento en 2007. Si bien el salario real es equivalente al vigente previo a la crisis de 2001 y la ocupación un 16 por ciento superior, el PBI aumentó un 31 por ciento mientras que la masa salarial (lo que se apropian los trabajadores) sólo un 16 por ciento. Esto se explica por el incremento en la productividad del trabajo y la reducción del costo salarial (33 por ciento entre 2001 y 2007). Así, el 20 por ciento de la población de mayores recursos se apropió del 50 por ciento de los ingresos generados por el proceso de crecimiento económico, mientras que el 40 por ciento de la población con ingresos más bajos sólo se apropió del 12,8 por ciento. En conclusión, si bien mejoró incuestionablemente la condición de los trabajadores, descendió su participación en la distribución del ingreso. Esto es, el capital se apropió de una porción cada vez mayor del valor generado anualmente.

En este marco, la lógica de intervención parece estar más relacionada a la defensa de ciertas actividades productivas ya existentes, que a la planificación estratégica y la selección de ciertos sectores o eslabones dentro de las cadenas globales de valor pasibles de ser incentivados y promovidos. El núcleo de la especialización productiva argentina, incluida la industria manufacturera, se ha consolidado sobre la producción de commodities y productos basados en recursos naturales. Asimismo, las inversiones registradas tienden a incrementar la oferta exportable y a reproducir el aparato productivo existente.

Lejos del innovador shumpeteriano –del que la teoría económica convencional y una parte de la heterodoxia hacen el sujeto de las políticas públicas–, la “burguesía fallida” local incrementó sus ganancias sin modificar la estructura productiva, que se mantiene en muy bajos niveles de desarrollo tecnológico y de retribución a la fuerza de trabajo. En el contexto de un capitalismo transnacionalizado como el argentino, la idea de “burguesía nacional” parece un sinsentido, pero se transforma en un chiste de mal gusto si se la quiere asociar al grupo Techint, cuya radicación se encuentra en Luxemburgo y menos de un tercio de su fuerza laboral está en Argentina. Sin duda, los temores a un Lenin de las pampas (asociando el modelo tímidamente keynesiano del kirchnerismo al socialismo a la Chávez) son el chivo expiatorio del terror que el retrógrado sentido común de las cámaras industriales y agropecuarias locales percibe frente a la intromisión del Estado en sus intereses materiales.

En suma, la ausencia de un plan nacional de desarrollo, que se oriente a dar un salto cualitativo en la composición de la industria hacia actividades más intensivas en tecnología, que generen mayor valor agregado local, que mejoren su impacto en la balanza comercial, que permitan una mayor articulación y densidad del tejido productivo y que sean capaces de retribuir a la fuerza de trabajo con mayores salarios, deja al Estado con poca capacidad de maniobra frente a esta “burguesía fallida” y al capital transnacional.

* Licenciado en Ciencias Políticas UBA-Conicet.

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