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Domingo, 25 de julio de 2010

ORGANISMOS DE REGULACIóN DEL MERCADO BURSáTIL

La opción Roosevelt

 Por Carlos Weitz

Un marco normativo adecuado constituye siempre una condición necesaria para llevar adelante una regulación eficaz. Sin embargo, si no existe la suficiente vocación, idoneidad e independencia por parte de los supervisores, las mejores normas terminan transformándose en letra muerta. Las instituciones son tan importantes como las personas que las encarnan. La historia, la personalidad y los intereses a los que aspira representar cada funcionario pueden predecir sin mucho margen de error hasta dónde estará dispuesto a llegar a la hora de garantizar el efectivo cumplimiento de las normas vigentes.

Un tema no suficientemente debatido por la sociedad es cuáles deben ser los criterios que deben considerarse para seleccionar a aquellas personas que tienen la responsabilidad de presidir organismos de regulación donde está en juego el ahorro del público. Cualquier antecedente que tengan estos reguladores en su mochila suele ser estigmatizado en un sentido o en otro. Aquellos funcionarios de carrera que son promovidos a altos cargos políticos suelen ser “acusados” por los regulados de “burócratas”, que sólo saben asfixiar a los mercados por desconocer cómo funcionan en la vida real sistemas financieros caracterizados por su sofisticación y su elevado dinamismo. Por el otro lado, cuando ejecutivos que han trabajado en el sector privado son nominados para supervisar a sus ex colegas, las críticas apuntan a los conflictos de interés y a la falta de independencia necesaria para llevar a cabo esa tarea.

Un ejemplo extremo de este último caso se dio al crearse el organismo encargado de regular los mercados de capitales en los Estados Unidos. La comisión de valores de Estados Unidos (SEC) fue creada en 1934 por el Congreso, bajo la presidencia de Franklin Delano Roosevelt, luego del crac bursátil del ‘29. Roosevelt meditó largamente sobre cuál era el perfil del funcionario que debía ocupar ese cargo, llegando a la discutible conclusión de que nadie mejor que un profesional que conociera las opacidades del mundo financiero bien de adentro (por haberse aprovechado de las mismas) podía poner límites a los abusos característicos de los mercados bursátiles en la década del ‘20.

Por ello eligió para encabezar el flamante organismo regulatorio a Joseph Kennedy, un joven extremadamente ambicioso que se había hecho millonario en el mercado financiero norteamericano, sacando provecho de la ausencia de un mínimo marco normativo. Al presidente Roosevelt se le adjudicaba una frase poco feliz referida a las cualidades de su postulante para el puesto: “Nada mejor que un ladrón para capturar a otro ladrón”.

Sin embargo, Kennedy tenía otras preocupaciones. Encabezar un organismo público de alta visibilidad constituía un trampolín necesario para avanzar en sus ambiciones políticas, lo que lo obligaría a tomar decisiones difíciles. Iba a tener que enfrentarse con sus ex socios y amigos de Wall Street acostumbrados a aprovechar un marco regulatorio inexistente para lograr fáciles ganancias. También debería olvidarse por un tiempo de su papel como empresario de Hollywood (lugar que le había permitido intimar con estrellas como Gloria Swanson). Debería cuidarse también en público de emitir sus conocidas opiniones antisemitas y anticomunistas que años más tarde lo llevarían a simpatizar con Hitler, propugnando una política aislacionista para los Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial, y a desarrollar una estrecha amistad y cercanía política con el senador Joseph McCarthy, tristemente célebre por armar listas negras y dedicarse a encarcelar y perseguir a ciudadanos acusados del terrible delito de ser comunistas.

Más allá de su fugaz paso como regulador, finalmente Kennedy lograría su objetivo de transformarse en una de las personalidades políticas más influyentes de los Estados Unidos, convirtiéndose en el jefe de un clan signado por la fama, el poder y la tragedia

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