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Domingo, 22 de mayo de 2011

Reforma...

 Por Alfredo Iñiguez * y Ramiro Manzanal **

La apelación a la necesidad de una reforma tributaria se ha transformado en un recurso sobreutilizado, parte integrante de un discurso basado en la corrección política y recostado en la comodidad que implica la evidente dificultad de sostener lo contrario. A pesar de que pareciera haber tantas concepciones de reforma tributaria como actores que la reclaman, en la mayoría de los casos el convite no logra penetrar su superficie. La exuberancia del discurso y la infaltable combinación con la palabra “progresiva” (aun desde aquellos que no pueden encontrarse más lejos de dicha concepción) son elementos que atraviesan todos los llamamientos. Así se arroja la mágica sensación de que sin más trámite que la sanción de una ley, de manera cientificista, y mediante una receta de precisión matemática, se conducirá a la Argentina, en un breve lapso, a disponer de un sistema tributario comparable con el existente en los países escandinavos.

Pues bien, en primer lugar, una estructura tributaria no puede ni debe pensarse en el vacío. Es necesario plantearse unas cuantas preguntas antes de avanzar. Para qué, cómo, cuándo, son algunos de los interrogantes obligatorios para llevar a cabo cualquier iniciativa, y en especial en esta materia. No es lo mismo definir cuáles deberían ser las características ideales de un sistema tributario, que decidir cuáles son las mejores recomendaciones de política para modificar uno existente. El punto de partida es insoslayable, comenzando por el contexto macroeconómico, la historia reciente, y los intereses que serán afectados por las modificaciones. Todos estos factores obligan a recorrer un camino diferente del pensado desde una especie de big bang tributario, donde todo está por hacerse.

La Argentina es rica en cuanto a las diferentes etapas por las que el sistema ha atravesado, por lo que el camino recorrido es vasto y no sería correcto apelar hoy a una reforma con los mismos clichés que aparecían formando parte del sentido común pocos lustros atrás.

Durante la década del ’90 –y antes, durante la dictadura–, la política tributaria estaba limitada al papel de ayudar a reducir la brecha fiscal, al tiempo que se intentaba arribar a lo que la ortodoxia económica consideraba eficiente en materia tributaria, eliminando ciertos impuestos, denominados distorsivos, porque alteran los precios relativos que determina el sagrado mercado y en consecuencia eran considerados poco menos que sacrílegos. En ese escenario, el IVA se transformó en el “Impuesto Vedette Argentino”, por permitir la consecución de ambos objetivos: su ampliación e incremento fue la contracara de la eliminación o reducción de los impuestos que gravan el capital y la renta financiera, encargados de imprimirle equidad al sistema. Las modificaciones tuvieron como resultado una nueva estructura tributaria, acorde con el modelo de apertura y liberalización financiera instaurado a mediados de los años ’70.

Dos décadas más tarde, en la Argentina, como en otros países de la región, se están produciendo acontecimientos que permiten conjeturar un cambio de época. La reciente crisis a escala global fue la última evidencia del fracaso de las políticas destinadas a redefinir el rol de Estado, que se pueden sintetizar en el decálogo de recomendaciones del Consenso de Washington y terminó por convalidar la orientación de las transformaciones iniciadas en gran parte de Latinoamérica. En consecuencia, una reforma debería dirigirse a acompañar y sostener el cambio iniciado, y reforzar la función de los tributos como instrumento de política fiscal para incentivar la acumulación productiva y la generación de empleo, y morigerar las desigualdades sociales que legó el régimen anterior.

El sistema tributario es una manifestación de la potencia y la voluntad con la que se encara la lucha por el reparto del excedente. Es ahí donde comienza a delinearse el patrón de distribución del ingreso. Es el paraguas del sistema productivo al que habrá de adaptarse obligatoriamente el sistema tributario. No es posible separar uno de otro, no por lo menos sin caer en profundas contradicciones.

Así las cosas, para proponer una reforma en el sistema tributario deberemos primero dar cuenta de cuál es la situación actual, cómo se ha arribado a ella y cuál es el sistema productivo al que deberá adaptarse.

En este sentido, si bien desde 2003 no se produjeron cambios significativos en la política tributaria –aunque se lograron avances en materia de administración–, no parece correcto menoscabar las diferencias existentes entre el sistema impositivo actual y el vigente en la década de los años ’90.

En 2010, la presión tributaria nacional alcanzó el 28,8 por ciento del PBI, que significa un record histórico y supera a la existente en el período 1996-1998 (los años más representativos de la convertibilidad) en 11,9 puntos porcentuales del PBI.

Una proporción muy importante de esta expansión se explica en decisiones de política trascendentales aplicadas en este período: el 27,1 por ciento del aumento (3,2 por ciento del PBI) lo sostienen los Aportes y Contribuciones a la Seguridad Social, a partir de la recuperación de los recursos que se desviaban a las AFJP y el aumento del empleo formal. Y el 26,5 por ciento del crecimiento (3,1 por ciento del PBI) se origina en la recaudación por Derechos de Exportación (conocidos como retenciones).

También fueron relevantes los aportes del impuesto a las Ganancias y a la propiedad, con el 20,8 y el 16,8 por ciento de los recursos adicionales (2,5 y 2 por ciento del PBI), respectivamente. El otro dato destacado es que los impuestos al consumo, básicamente el IVA, estuvieron entre los que registraron menores aumentos y sólo contribuyeron el 7,9 por ciento del alza (0,9 por ciento del PBI).

Con estas variaciones, la composición de la estructura tributaria es muy distinta de la de los ’90. En aquellos años, de cada 100 pesos de recaudación, 53,2 pesos lo aportaban los impuestos al consumo, mientras que en 2010 aportaron 34,5 pesos. Los gravámenes al Comercio Exterior en los ’90 aportaban apenas 5,5 pesos y con el nuevo modelo lo hacen con 13,8 pesos. Los impuestos sobre la propiedad contribuían con 1,6 peso y ahora con 7,9 pesos. En los impuestos a los ingresos (básicamente Ganancias) y en las contribuciones sociales, las diferencias no son tan manifiestas, pero en la actual estructura aportan casi 2 pesos más cada uno.

En consecuencia, para avanzar con la reforma se requiere una revisión integral del sistema tributario que contemple los avances logrados y un análisis profundo de las resistencias al cambio de quienes se sentirán perjudicados. Se deben construir los consensos indispensables y esperar a que se den todas las condiciones para poder implementarla. Las modificaciones deben concentrarse en los problemas manifiestos y de indispensable resolución para la consolidación del modelo productivo con inclusión social. La política económica dispone de diversos instrumentos para actuar contra la desigualdad, en algunos casos para procurar mejorar la distribución del ingreso, como lograr mejores condiciones laborales (aumento del salario real, disminución del trabajo no registrado) y mejores condiciones de vida (vivienda, educación, salud, previsión social) y en otros actuando sobre sus consecuencias, sin resolver el problema, mediante la asistencia social en general.

Pero si de promover una estructura productiva dinámica se trata, son pocos los instrumentos disponibles, y por esta razón resaltan los impuestos para intervenir en este aspecto. Uno de los problemas sobre los cuales es necesario avanzar es la tendencia marcada a no reinvertir las ganancias en activos productivos, bloqueando el proceso de desarrollo iniciado en 2003. Salvo algunas excepciones en el debate económico, durante muchos años se había instalado un fuerte consenso en contra de la capacidad del sistema impositivo para orientar el desarrollo productivo y morigerar las desigualdades de ingreso y de riqueza. Y no es casualidad. En todo ese período (desde mediados de los años ’70), el régimen de acumulación, además de ser decididamente desigual, se basó en la valorización financiera y no en la inversión productiva.

Así, algunos de los pasos posibles y necesarios para transitar hacia un sistema tributario más igualitario serían los siguientes:

- La ampliación de la base del impuesto a las Ganancias, principalmente mediante la eliminación de las exenciones a las rentas por colocaciones financieras y bursátiles.

- Desandar el camino de la involución producida durante la dictadura y el menemismo en los impuestos sobre los patrimonios.

- La utilización de los impuestos selectivos para gravar el consumo suntuario o superfluo.

- Extender la reducción de la alícuota del IVA a más bienes de primera necesidad, previo acuerdo de precios sectoriales y la implementación de adecuados sistemas de seguimiento.

- Mejorar la articulación entre la AFIP y las administraciones tributarias subnacionales.

- Un acuerdo para una nueva ley de Coparticipación Federal.

Estas modificaciones afectarán intereses de quienes ostentan el poder real. Entonces, la reforma tributaria requiere elaborar un plan global estructurado por etapas, contrapesar con poder político para sostenerla ante sus potenciales detractores, y encontrar el momento oportuno para implementarla

* Economista de la UNLP, investigador del Ciepyc y miembro de AEDA.

** Economista de la UBA y miembro de AEDA.

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Imagen: Bernardino Avila

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-“Una reforma tributaria debería dirigirse a acompañar y sostener el cambio iniciado en materia económica.”

-“Reforzar la función de los tributos como instrumento de política fiscal para incentivar la acumulación productiva y la generación de empleo.”

-“Además debería morigerar las desigualdades sociales que legó el régimen anterior.”

-“No parece correcto menoscabar las diferencias existentes entre el sistema impositivo actual y el vigente en la década de los años ’90.”

-“Para avanzar con la reforma se requiere una revisión integral del sistema tributario que contemple los avances logrados.”

 
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