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Domingo, 17 de marzo de 2013

AMALITA LA CONSTRUCCIóN DE UNA PLANTA EN EL ALTO, EN CATAMARCA

La selva y la alfombra

El debut industrial de Amalita Lacroze de Fortabat, la mujer del cemento. La de El Alto, en Catamarca, fue la primera fábrica que Amalita impulsó sin Fortabat.

 Por Por Soledad Vallejos y Marina Abiuso *

Le gustaba quedarse en la zona de la trituradora primaria. Era una especie de balcón desde el que disfrutaba la vista privilegiada de la planta que se construía ante sus ojos. Y por su designio. Mientras observaba, recordaba la primera vez que había llegado hasta allí: la dificultad para cruzar aun en camioneta, los márgenes desprolijos del río Guayamba y los caminos que obligaban a trepar y embarrarse. Amalita se animaba y parecía una exploradora con los zapatos especiales que usaba para no patinar y evitar embarrar sus tacos.

La de El Alto, en Catamarca, fue la primera fábrica que Amalita impulsó sin Fortabat. Observaba el domo que emergía donde antes reinaba una pura selva y pedía que la llevaran a recorrer sus dominios. Se hacía acompañar por Miretzky y el ingeniero Jean Pierre Thibaud, su nuevo hombre de confianza en Loma Negra desde 1980. Allí los recibía otro ingeniero, Mateo Gemignani, quien recordaría todo en sus memorias, Los caballeros del cemento. Precisamente él manejaba el Ford Falcon cuando la viuda, sentada a su lado, le apoyó la mano en el brazo derecho y lo obligó a frenar el auto.

–Díganme, hombres, ¿cuándo me van a terminar esta planta?

Gemignani sacó pecho, tragó saliva; la señora esperaba una definición. Unas horas después volvía exultante en su avión privado a Buenos Aires con una promesa: estrenar la fábrica el 15 de agosto de 1981. Era un gran modo de celebrar sus 60 años.

Hubo escollos. Había que prestar mucha atención a los trabajadores que se sumaban a la obra de El Alto y llegaban desde destinos diversos: las provincias del norte y Bolivia. Una noche, el encargado de la seguridad decidió revisar bolsos y encontró que los últimos diez contratados tenían libros del Che Guevara.

“Acá se viene a trabajar, no a hacer política”, les dijeron. Juran que no los echaron. Y juran que ellos tampoco quisieron irse. Amalita tuvo que esperar hasta noviembre para la inauguración oficial, pero no fue culpa de ninguna tensión gremial sino de la onda sísmica de un terremoto que obligó a dilatar los tiempos.

De todas formas, fue un festejo multitudinario: mil personas, entre obreros, familiares, autoridades, profesionales y vecinos de El Alto. La dueña de casa cortó la cinta junto al ministro de Industria y Minería, Livio Kühl. El presidente Roberto Viola se excusó, pero asistieron el general Harguindeguy y José Antonio Romero Feris como asesores de la presidencia, y el gobernador de la provincia, Arnoldo Castillo. Monseñor Manuel Calvimonte dio la bendición y entronizó una imagen de la Virgen del Valle, donada por un artesano en nombre de Catamarca. Amalita había dispuesto que el menú fuese “regional” y sus órdenes se tradujeron en cabrito, tamales y empanadas. Tuvo que hacerse cargo un ingeniero, que planeó con antelación un sistema de carretillas con brasas y zarandas para transportar, bajo un calor agobiante, la comida desde las parrillas hasta el edificio de la administración, doscientos metros más allá. Refugiados en esa sombra comieron Amalita y sus invitados, mientras los obreros disfrutaban de almuerzo propio en los andenes de despacho de cemento. Luego de los discursos de rigor en el salón, la presidenta se acercó a saludar también a los operarios. Ella olía a Jicky, de Guerlain. Brindaron.

A pesar del calor, del lugar, del polvillo, la empresaria que ese día se recibía de industrial estuvo siempre impecable, retocando sus labios con un lápiz rosa fuego de Christian Dior. Recorría la fábrica complacida: 300 hectáreas, 350 obreros. Era inmensa y era bella. Hasta habían hecho a tiempo para plantar algunas flores y un arquitecto había viajado especialmente semanas antes para atender detalles estéticos, en los que sin duda pondría el ojo la señora. Amalita se calzó el casco sobre la melena perfecta y encendió con una antorcha la llama del horno principal. Hubo aplausos y ella dejó que las lágrimas le humedecieran los ojos. Autoridades y subordinados se movían a su alrededor, como si ella fuera el sol, lo único necesario para que todo sucediera. Era un ballet. Un poco alejado, observaba divertido el geólogo que había evaluado la perspectiva de la cantera a explotar, sin saber que iba a volver a cruzarse con esa mujer en distintas circunstancias.

Alberto Kohan, que sería secretario general de la Presidencia de Carlos Menem, trabajaba entonces para Amalita. Ella era la más fuerte, pero volvería a llorar más tarde, en la inauguración de la escuela nº 333 que Loma Negra donó a la provincia de Catamarca y de la que hizo entrega su hija Inés. “Esta fábrica es el hijo que no tuve”, repetía Amalita. Se refería al hijo varón.

Estaba orgullosa del trabajo en Catamarca y quiso tener un recuerdo siempre cerca: se decidió por una alfombra. La encargó al grupo Manos Catamarqueñas, que reunía a artesanas del telar especializadas en anudar a mano las fibras. El encargo de Amalita se hizo en 1979, costó 4000 dólares y midió cinco metros por diez. El trabajo era todo menos sencillo. La empresaria había elegido en persona los colores, pero, quizá por lo descomunal de la extensión a obtener, la tonalidad cambiaba a medida que se tejía. Las flores, que debían ser blancas, empezaban a virar al beige, uno de los colores que desagradaban a la señora. Cuando vio que en los primeros centímetros de tejido se veían también notas celestes, se indignó. Dijo que ésos no eran los colores que había pedido. Las artesanas temieron.

El ingeniero Thibaud encargó la responsabilidad de la supervisión al ingeniero Gemignani, que se trasladó desde El Alto especialmente hasta la capital provincial para ver el trabajo y hablar con las cinco mujeres abocadas de manera exclusiva y full time a un telar fabricado a medida para el pedido de la empresaria.

Resolvieron destejer y volver a empezar. Tardaron cuatro años en cumplir la misión. Cada mes, la alfombra crecía unos diez centímetros y, en su oficina de Buenos Aires, Amalita recibía una fotografía con los avances.

Cuando la alfombra logró los dos metros, vieron entrar en el taller a un ingeniero con una filmadora. Amalita vio el video y aprobó sin entusiasmo ni objeciones. Era un trabajo de tres mil nudos: artesanal pero a la vez uniforme, con dimensiones que Catamarca no había visto nunca.

Cuando estuvo terminada, las artesanas llamaron a Gemignani: “Venga que tiene que decidir algo”. El trabajo debía secarse, porque se trabajaba con las manos húmedas, y al menos donde trabajaban ellas no existía horno capaz de albergarlo. Sólo fue posible una solución: algunos obreros de la fábrica de El Alto recibieron la orden de apartarse de sus tareas para construir un horno refractario de diez metros de largo, exclusivamente realizado para secar la alfombra de la señora. Sirvió.

El traslado a Buenos Aires siguió alimentando esa épica: el seguro costó una fortuna, hubo que usar una grúa y diez riendas para que subiera pareja, sin doblarse, sin golpear paredes, sin dañarse, hasta el piso 12 del dúplex de avenida del Libertador.

Triunfal, una mañana la alfombra entró por la ventana, envuelta en papel de estraza y nylon. Pesaba más de dos mil kilos

* Autoras del libro Amalita.

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