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Domingo, 20 de octubre de 2013

Elites y...

 Por Mariano Kestelboim * y Daniel Schteingart **

“El mundo más conveniente
para los gigantes multinacionales
es un mundo poblado
por Estados enanos o
sin ningún Estado”

Eric Hobsbawm

La ideología neoliberal ha oscurecido el rol del Estado en la constitución de las sociedades capitalistas desarrolladas, considerando al capitalismo como la derivación lógica y necesaria de una determinada naturaleza humana. Sin embargo, la experiencia histórica comprueba que todos los casos exitosos de desarrollo han requerido de una muy activa intervención estatal. Esa acción permitió construir mercados, orientar el accionar de las elites hacia procesos de inversión sostenida e innovación tecnológica, erigir modos de inserción económica con el resto del mundo y lidiar con conflictos sociales, característicos de cualquier sociedad.

Aun en la librecambista Inglaterra, adorada por la ortodoxia como el ejemplo de laissez-faire, el Estado tuvo un rol crucial en la promoción de una burguesía industrial emprendedora.

En el libro ¿Qué fue del buen samaritano?, el investigador coreano Ha Joon Chang señala que, entre los siglos XV y XVIII, Inglaterra se valió de protecciones aduaneras, subsidios, derechos de monopolio y espionaje industrial para desarrollar la industria textil, que luego sería el motor de la Revolución Industrial.

Potencias como Alemania, Japón y Estados Unidos también aplicaron una fortísima intervención pública. Durante largos períodos, impusieron trabas al comercio de mercancías industriales y al flujo de capitales, con el objetivo de volver más sólidas sus capacidades tecnológicas.

Como señala Chang, “no todos los países han tenido éxito mediante protección y subvenciones, pero muy pocos sin ellas”. Una vez desarrollados, advierte el investigador asiático, un excesivo proteccionismo dejó de ser funcional a su sostenimiento, en tanto pasaron a necesitar exportar sus manufacturas a países que no tienen la capacidad de fabricarlas. Así, sus recomendaciones de política hacia naciones subdesarrolladas se basaron en la máxima “haz lo que yo digo, pero no lo que yo hice”.

Además, los Estados de los países desarrollados impulsan innovaciones básicas que luego son aprovechadas por capitalistas para introducir nuevos productos a los mercados. En el libro El Estado emprendedor, la investigadora italiana Mariana Mazzucato desmitifica una idea consolidada que muestra a empresarios innovadores que desarrollan productos “a pesar” de la intervención pública. Las contribuciones de la industria bélica estadounidense han sido fundamentales. Mazzucato cita los casos de Apple y Google, cuyo éxito no habría tenido razón de ser de no haber sido por el complejo militar-estatal norteamericano, que facilitó herramientas como el GPS o Internet.

Como bien reconoce Chang, la protección y los subsidios por sí solos no garantizan el desarrollo. Las experiencias latinoamericanas prueban que éstos pueden promover capturas de rentas por parte de las elites protegidas, alejando así la posibilidad de crear una cultura empresaria proclive a la inversión. La economía soviética también probó que la intervención estatal por sí sola no garantiza nada. El accionar público es necesario, pero además debe ser eficiente y depende en buena medida de su posibilidad de alterar relaciones de poder.

Distribución

El investigador chileno Gabriel Palma, en “Sectores medios homogéneos vs. extremos heterogéneos, y el final de la ‘U invertida’: de lo que se trata es de lo que se apropian los ricos”, muestra que lo que realmente determina el grado de desigualdad de una sociedad es la relación entre lo que obtiene el 10 por ciento más rico y el 40 por ciento más pobre. En otras palabras, la fracción de la torta que captan los sectores de ingresos medios es relativamente similar entre los distintos países, en tanto que las grandes diferencias se encuentran en los extremos de la pirámide social.

El 10 por ciento más rico maneja el grueso de lo que en economía se conoce como “excedente”, es decir, aquella parte del ingreso que sobra una vez cubiertos los gastos de las necesidades básicas de consumo y del mantenimiento de las instalaciones productivas. El excedente puede utilizarse de tres maneras: inversión, consumo suntuario o fuga de capitales. Palma revela que el 10 por ciento más rico en Asia oriental invierte más del 70 por ciento del excedente, mientras que el 10 por ciento de los de mayores recursos en América latina destina apenas alrededor del 30 por ciento a la inversión productiva. Esto quiere decir que de cada 100 dólares que se queda el 10 por ciento más rico en Latinoamérica, 70 se usan para consumo de lujo o fugar capitales. Según el autor, este comportamiento diferencial entre las regiones explica por qué la inversión llega a niveles superiores al 30 por ciento del PBI en el este asiático, y a sólo el 20 por ciento en esta región.

El crecimiento sostenido requiere poder ensanchar constantemente la capacidad productiva, para lo cual es un requisito que la inversión tenga mayor participación en el producto. ¿Por qué, entonces, en ambas regiones el comportamiento de las elites ha sido tan disímil?

La discusión al respecto es enorme y diversas explicaciones pueden complementarse. Varias investigaciones (entre ellas, las de Peter Evans y Alice Amsden, dos de los más reconocidos analistas de las experiencias asiáticas de desarrollo tardío) han probado que el logro de los “tigres asiáticos” se explica por la edificación de un Estado sumamente eficiente, capaz de ejecutar exitosamente una política industrial de transformación de la estructura productiva. Sin embargo, como fue dicho, la calidad del accionar estatal está estrechamente vinculada con el comportamiento de las elites vernáculas. Amsden señala que al momento del despegue coreano (principios de la década de 1960), la distribución del ingreso era mucho más igualitaria que en América latina. En consecuencia, las elites eran significativamente más débiles y pudieron ser disciplinadas desde un Estado que les otorgó subsidios a la producción industrial y protección de mercado a cambio de metas de de-sempeño. En otros términos, el Estado logró redistribuir recursos y que las transferencias de ingresos a la élite derivaran en que ésta se volviera innovadora y eficiente, bajo la amenaza de que, si no lo hacía, se la castigaría. En América latina, en cambio, las protecciones sin contraprestación e interrumpidas agresivamente por políticas liberales implicaron empresas demasiado orientadas a la búsqueda de ganancias fáciles y no basadas en el esfuerzo y la innovación.

Capitalismo chino

El caso taiwanés es aleccionador. Entre 1912 y 1949, China había experimentado un fallido desarrollo capitalista comandado por el Partido Nacionalista (el Kuomintang). Predominaba un capitalismo de tipo predatorio, en el cual las elites –básicamente, terratenientes– tenían un gran control sobre la economía y gastaban el excedente de forma improductiva. Tras la revolución de 1949, el Kuomintang fue perseguido y muchos de sus cuadros técnicos y políticos se exiliaron en la isla de Taiwan, que fue ocupada por alrededor de dos millones de chinos del continente.

De este modo, en la migración a la isla de Taiwan, el Kuomintang se preocupó por deshacerse de dicho lastre. Sobre estas bases, y con una distribución del ingreso al momento inicial del desarrollo similar a la coreana, Taiwan también construyó un Estado con elevadas capacidades administrativas y tuvo éxito en su planificación económica.

La ubicación geográfica, tanto en Corea como en Taiwan, en el contexto de Guerra Fría, los ayudó significativamente: Estados Unidos, ante la amenaza de la expansión del comunismo, facilitó sus procesos de desarrollo, por ejemplo, por medio de la apertura de su mercado a las manufacturas de estos países y aportando divisas y tecnología.

En el artículo “¿Qué capitalismo es el chino?”, el historiador Maurice Meisner también remarca que el boom de la locomotora asiática está estrechamente asociado a lo que ocurrió con sus elites. Según el autor, la revolución del ‘49 logró desarticularlas, canalizando, a partir de políticas públicas, el excedente agrario hacia distintos fines estratégicos. Entre ellos, se destacaron su programa de industrialización y la notable mejora de los servicios de salud y educación. Esto sentó las bases para el virtuoso devenir económico de China de las últimas décadas. Su nueva elite poco y nada tiene que ver con aquella parasitaria que había dominado la economía durante la primera mitad del siglo XX.

La relación de poder entre los Estados y las elites es mucho menos favorable para emprender un proceso de desarrollo en América latina. Las corporaciones en Latinoamérica cuentan con un poder de veto mucho mayor que en Asia. Muchas no son controladas por residentes locales y responden a estrategias globales que pueden no coincidir con los propósitos y necesidades nacionales de desarrollo. El otro gran contraste es que aquí, a diferencia de las experiencias de China, Corea y Taiwan, los regímenes políticos son democráticos, lo cual supone una dinámica de relación de fuerza Estado-elites que requiere niveles de consenso más amplios para la aplicación de determinadas políticas.

Plan integral

En el caso argentino en particular, el balance de la década kirchnerista es, en líneas generales, positivo. Hoy el Estado tiene una autonomía considerablemente mayor respecto de las presiones corporativas que sufría hace diez años. Esta mayor capacidad fue lograda fundamentalmente a través de la superación de la crisis de 2001, la inclusión social, el desendeudamiento y la recuperación de la plataforma productiva. Sin embargo, la intervención estatal ha tenido fallas importantes, como en la política energética y de transportes, en la pérdida de credibilidad del sistema estadístico, o en la administración cambiaria, que pueden atentar contra la necesidad de fortalecer los grados de autonomía recuperados y requeridos en un proceso de desarrollo.

El desafío debe consistir en seguir mejorando la calidad de la intervención estatal, de modo que las elites deban acoplarse a un plan integral de desarrollo. Ello sólo puede darse a partir del apoyo de una amplia base social que incluya tanto a sectores populares como a empresariales y logre contrapesar los intereses centrífugos de la las elites. Este proceso debería sortear un escenario mucho más complejo por la enorme liberalización económica global, la mayor independencia de los grupos de poder económico y la degradación de las instituciones públicas sufrida en las últimas dos décadas y media del siglo pasado. Sin embargo, la unión política a nivel regional, las nuevas tecnologías de la información y de la comunicación que contribuyen a una gestión pública más eficiente, los mejores precios de exportación de los recursos naturales y la recuperación de facultades de regulación estatal de la última década son factores que pueden contribuir positivamente en esta misión.

* Economista (UBA), miembro de SIDbaires. @marianokestel

** Sociólogo (UBA), miembro de SIDbaires, maestrando en Sociología Económica en IdaesUnsam. @danyscht

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“Hoy el Estado tiene una autonomía considerablemente mayor respecto de las presiones corporativas que sufría hace diez años”.
Imagen: Télam

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-La experiencia histórica comprueba que todos los casos exitosos de desarrollo han requerido de una muy activa intervención estatal.

-Esa acción permitió construir mercados, orientar el accionar de las elites hacia procesos de inversión sostenida e innovación tecnológica.

-También logró erigir modos de inserción económica con el resto del mundo y lidiar con conflictos sociales, característicos de cualquier sociedad.

-Como señala Chang, “no todos los países han tenido éxito mediante protección y subvenciones, pero muy pocos sin ellas”.

-El accionar público es necesario, pero además debe ser eficiente y depende en buena medida de su posibilidad de alterar relaciones de poder.

 
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