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Domingo, 23 de marzo de 2014

Anteojeras

 Por Pablo J. Mira *

The Economist ha tenido la gentileza de ilustrar, en apenas cinco páginas, acerca de las causas y consecuencias de los avatares sufridos por la economía argentina en los últimos cien años. A su modo de ver, se trata de una tragedia porque sufrimos un siglo de declinación. No perderemos tiempo criticando la adjetivación, ya que todos entendemos que se trata de una metáfora, y reconoceremos que esa declinación se mide en relación con los países más desarrollados. Pero este formato comparativo es engañoso. Con una vara similar, por ejemplo, se podría hablar del medio siglo perdido de Estados Unidos, o de Europa, siempre y cuando se lo mida contra el fantástico desarrollo reciente de Japón, de Corea del Sur o incluso de China.

En todo caso, se puede preguntar por qué se usa esta metáfora tan dramática en la portada de la revista de economía quizá más influyente del mundo. Al leer el texto se observa que se trata de una nueva reivindicación de la Argentina como “granero del mundo”. Todo este asunto del granero resulta extraño, porque nadie con criterio racional reclama que Estados Unidos, siendo uno de los mayores productores agrícolas del mundo, debiera haber evitado la industrialización y haber fomentado su sector agropecuario para tener mejores resultados como nación. Pero, en el caso de Argentina, reclaman que vuelva a ser insumo del mundo, y en el camino se dedican a criticar su proceso de industrialización.

“Epoca dorada”

El dato de que Argentina creció a una tasa anual de 6,0 por ciento entre 1870 y 1914 es discutible. La investigadora Villarroya (2007) indica que el país experimentó un crecimiento anual promedio de 3,4 por ciento durante el período 1875-1913, casi la mitad. De acuerdo con cifras de Cortés Conde (1994), el PIB creció a una tasa de 5,5 por ciento entre 1875 y 1900 y del 4,4 por ciento entre 1900 y 1930. Si bien todos los datos existentes son imprecisos y tienen extrapolaciones dudosas, se podría reconocer que, en relación con otros países, las condiciones de vida en Argentina en 1914 eran favorables. Lo que omite la nota es decir para quién: la Argentina agroganadera tenía una distribución del ingreso calamitosa. Una estimación del investigador Williamson presente en un trabajo de Beccaria (2006) documenta una reducción considerable en la relación entre salario y renta de la tierra en Argentina entre 1885 y 1929 de 4,1 a 0,6, que el autor asocia a un incremento sustantivo de la desigualdad. El autor muestra además un ratio salarios/PIB per cápita que entre 1870 y 1929 cae un 26 por ciento. Prados de la Escosura (2005, 2007) recalcula posibles coeficientes de Gini para la época y obtiene 0,436 para 1890 y 0,618 en 1913 (una cifra más alta es igual a más desigualdad). Como comparación, actualmente el Gini es de 0,429. Alvaredo (2007) concluye que la concentración del ingreso era más alta durante la década del ’30 y la primera mitad de la del ’40 de lo que es hoy.

Más allá de tratarse de estimaciones, la tendencia parece clara y no es descabellado concluir que buena parte de lo que aconteció en el siglo siguiente fue una reacción a las enormes injusticias y arbitrariedades del modelo agroexportador.

“Nuestra desgracia”

Las causas que se esgrimen para explicar la “decadencia argentina” son básicamente dos. Una tiene que ver con el comercio: Argentina se cerró desde 1930 y Perón profundizó la autarquía. Sin sorpresas hasta aquí: The Economist culpa en esencia a nuestro insuficiente liberalismo. El liberalismo que reclaman incluye pedidos “históricos”, como la reducción de aranceles a la importación o la menor intervención del Estado en la economía, pero modernamente la exigencia toma una forma muy concreta, puramente agropecuaria: deben bajarse las retenciones para estimular la producción. Sin embargo, la evidencia indica contundentemente que no hay relación entre ambas, y con buenas razones teóricas. En presencia de retenciones, en los últimos diez años se han quebrado sistemáticamente records de cosecha y, cuando esto no ocurrió, fue exclusivamente por un clima adverso.

De modo que el diagnóstico de The Economist es en realidad que la industrialización y sus consecuencias fueron responsables del siglo perdido. Una posición que podría respetarse si no fuera porque la nota remarca que Australia se adelantó a Argentina gracias a que expandió su base productiva y desarrolló su industria.

La comparación con Australia es interesante y válida. Como bien se indica, ese país oceánico aventajó al nuestro entre 1929 y 1975 gracias a que su PIB per cápita creció 0,3 de punto porcentual por año más que el de Argentina. Pero curiosamente, The Economist detiene la comparación justo cuando se inician las experiencias neoliberales que tanto añora. Entre 1975 y 2002 Australia aventajó en crecimiento per cápita a la Argentina en 3 puntos porcentuales, es decir, ¡una diferencia diez veces mayor! Efectivamente, en ese período Australia creció a un promedio anual de casi 2,5 por ciento y Argentina en realidad redujo su PIB en 0,3 por ciento por año.

Semejante brecha parece ameritar la separación del análisis en dos procesos históricos para explicar mejor la “tragedia” argentina. Por un lado tenemos el crecimiento en las etapas “populistas” (1945-1975 si incluimos las “dictaduras intervencionistas”, y 2003-2013), y por el otro contamos con las dos experiencias neoliberales de 1976-1983 y 1990-2001. Las etapas populistas, tan criticadas por el semanario, mostraron un crecimiento anual promedio de 4,5 por ciento, y las liberales de 2,2 por ciento. Semejante contundencia de los datos no parece disuadir a la revista, que como es su estilo avanza con anécdotas menores y citas poco iluminadas, entre las que contamos la de Fernando de la Rúa y la del presidente de la Sociedad Rural Argentina.

La otra razón de nuestra tragedia parecen ser las mentadas instituciones. Aquí es donde el argumento se vuelve oscuro, ya que por “instituciones” se puede entender casi cualquier cosa. Por un lado, es evidente que las instituciones democráticas sufrieron en Argentina mucho más que en países comparables como Australia y Canadá. Pero The Economist no encuentra el problema tanto en los regímenes de facto como en los democráticos, y no duda a la hora de elegir entre dictaduras liberales y “democracias populistas”. Por eso el semanario se encuentra más a gusto cuando habla de las instituciones económicas que defienden el statu quo: los derechos de propiedad, por los que en realidad entiende los derechos (inalienables, esenciales, prioritarios) del gran capital. Es en las dictaduras liberales donde estos derechos fueron sistemáticamente defendidos.

El país de Messi

Las presuntas elucidaciones históricas de The Economist sobre nuestro derrotero terminan como esperábamos: mostrando al gobierno actual como la imagen viva de los desaciertos del último siglo. Se acusa de cortoplacismo a un gobierno que tuvo errores, pero que desenredó la madeja de la deuda externa, recuperó la evaporada inversión pública e institucionalizó varias conquistas sociales. The Economist no reconoce estos avances porque las políticas institucionales de largo plazo que reclama son las que favorecen únicamente a un grupo, no al conjunto.

Ya es hora de abandonar el cliché de que The Economist es un semanario libertario en sentido amplio. Lo será cuando habla de su propio país, o de la Europa continental, o de Estados Unidos. Pero cuando se trata de países no desarrollados, The Economist transmite, sea por ignorancia o mala fe, los reclamos de lo peor de la aristocracia conservadora de esos países.

Finalmente, la portada mostrando a Messi pretende advertir que tenemos más de lo que nos merecemos. Puede ser. Que pese a nuestros errores, estamos sobrerrepresentados en el mundo gracias a Messi, a Maradona y al Papa. Puede ser. Que Messi jamás jugó ni jugará en Argentina por nuestro fracaso. Puede ser. Pero las políticas liberales de The Economist, de haber continuado, ni siquiera le hubiesen permitido a la mayoría de los argentinos disfrutar de ver al diez por televisión jugando para la Selección Argentina. Por suerte alguien se acordó de nosotros y empezó por lo menos a cambiar algo.

* Docente de la UBA.

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Al leer el texto se observa que se trata de una nueva reivindicación de la Argentina como “granero del mundo”, observa Pablo J. Mira.
Imagen: Rafael Yohai

Ideología

Liberalismo

-Ya es hora de abandonar el cliché de que The Economist es un semanario libertario en sentido amplio.

-Lo será cuando habla de su propio país, o de la Europa continental, o de Estados Unidos.

-Pero cuando se trata de países no desarrollados, The Economist transmite, sea por ignorancia o mala fe, los reclamos de lo peor de la aristocracia conservadora de esos países.

-En una edición reciente nos ilustra de las causas y consecuencias de los avatares sufridos por la economía argentina en los últimos cien años.

-Para The Economist se trata de una tragedia porque sufrimos un siglo de declinación.

 
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