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Domingo, 14 de agosto de 2016

CONSTRUIR UNA CRISIS

Culpables

Como en el 2015 no había crisis hubo que inventarla, y el gobierno macrista la inventó culpando al populismo. El neoliberalismo está acostumbrado a plantear que no hay alternativas a sus políticas regresivas.

 Por Carlos Andújar *

El segundo semestre comenzó y el único derrame del que se tomó conocimiento fue el de más de un millón de personas empujadas por debajo de la línea de la pobreza. Una suba exorbitante de las tarifas, despidos en el sector privado y público y salarios con paritarias a la baja es un combo difícil de explicar para quienes prometieron “pobreza cero”. La caída del consumo derivada de la baja de los salarios reales, provocará menores ventas y reducción de los planes de producción e inversión. Las consecuencias en los niveles de desocupación y pobreza no son difíciles imaginar.

Semejante proceso de transferencia de ingresos de la mayoría de la población hacia los sectores agroexportadores y financieros concentrados (beneficiados con la quita de retenciones, la devaluación y la liberalización del mercado financiero) solo es posible si paralelamente existe un discurso que lo legitime, que lo naturalice, que haga ver como inevitable lo que es decisión política.

El neoliberalismo nos tiene tristemente acostumbrados a hacernos pensar en que no hay alternativas. “Se paga la deuda o nos caemos del mundo”, “se baja del déficit fiscal o el Estado quiebra”, “se privatiza o no podemos avanzar”, fueron discursos que calaron hondo durante los noventa. Para penetrar en las subjetividades primero tenían que debilitarlas, hacerlas permeables, sumisas, y como bien explicó Naomi Klein en su libro La doctrina del shock, para ello primero tenía que existir una situación de crisis que cumpla esa función. El Rodrigazo fue para el proyecto autoritario neoliberal de los setenta lo que la hiperinflación para su profundización en los noventa. Como en el 2015 no había crisis hubo que inventarla… y la inventaron.

Somos el cambio, tenemos el mejor equipo de los últimos treinta años le gusta repetir al presidente Mauricio Macri. La afirmación tiene su verdadero rostro en lo que esconde, en lo que no dice (y por supuesto la prensa hegemónica, privada y estatal, no pregunta): ¿Equipo para qué? ¿Equipo a favor de quiénes? ¿Equipo en contra de quienes?

Nadie, ni propios ni ajenos, pueden desconocer en privado o públicamente las políticas impopulares (en el sentido que dañan a las clases populares) aplicadas por el gobierno macrista. Por eso era necesario buscar un culpable… y lo encontraron: el gobierno populista.

En una nota periodística publicada por Clarín en abril de 2015 el economista liberal chileno Sebastián Edwards lo explica muy claramente. El populismo macroeconómico, dice el autor, es un enfoque de la política económica basado en no respetar los equilibrios fiscales monetarios y cambiarios de un país para obtener beneficios de corto plazo con objetivos electorales. La fase inicial de euforia depende de una serie de circunstancias, incluyendo el precio de las materias primas que el país exporta. Adoptan un programa sin restricciones monetarias, fiscales o cambiarias. Esto produce euforia, porque si uno empieza a gastar fuertemente hay una recuperación de la economía. Pero el gasto es financiado con las escasas reservas internacionales y se acaban. Y cuando se acaban vienen las restricciones, la corrupción, el tipo de cambio negro, la escasez de ciertos productos, de insumos importados para la industria y eso empieza a producir la crisis que es la última fase del populismo. La crisis intenta ser reprimida con controles de precios, con una agudización de la retórica del “ellos” y “nosotros”, de llevar presos o a juicios a “acaparadores” y “especuladores”. Finalmente viene la gran crisis en la que hay devaluar, la inflación o una hiperinflación y el país termina peor que como empezó. Y concluye, el populismo siempre termina mal. Los salarios caen, la inflación sube, hay que hacer igual un ajuste al final.

Con muchas menos palabras pero con la fuerza del sentido común y el poder de los medios para difundirlo, el economista liberal Javier González Fraga se había expresado en igual sentido afirmando que “le hicieron creer al empleado medio que podía comprarse celulares o irse al exterior”.

El discurso es tan fuerte que inclusive gran parte de las y los directamente afectados, que ven y sienten como baja su poder de compra culpabilizan de las políticas implementadas por el gobierno macrista al gobierno kirchnerista.

Tomemos dos de los discursos más difundidos y vamos a pensarlos desde una mirada diferente. Suele decirse que la devaluación era inevitable dado el “atraso cambiario” con el que dejó la anterior gestión el tipo de cambio. Todo atraso implica un tipo de cambio de equilibrio con respecto al cual se atrasa. Presuponer esto es dejar en manos del mercado un tipo de cambio nominal haciendo que, en el mejor de los casos, acompañe la variación de precios (internos y externos) y las modificaciones de los tipos de cambio de los países con los que se comercia manteniendo el tipo cambio real más o menos constante. Lo dicho no es una ley universal de la economía sino una opción de política económica. La pregunta que nos debemos hacer es cuál es el costo de mantener la competitividad cambiaria (la devaluación), quién lo paga (los asalariados) y quién se apropia de los beneficios de la mencionada competitividad (el conglomerado agroexportador). De este modo, aún pudiendo coincidir con la búsqueda de tal competitividad (hay otros modos de ganar competitividad vía tecnología, productividad, transporte) se abren nuevas preguntas: ¿Era necesario eliminar retenciones y los impuestos progresivos o era mejor subirlos? ¿Cómo protegemos a los más débiles de los aumentos de los precios? ¿Alcanza el actual sistema de administración del comercio exterior para captar renta de la actividad con más productividad (agraria) y transferirla a la de menor productividad (industrial)?

La adhesión al segundo discurso es aún más difícil de entender porque el perjuicio es muy visible e inmediato. Las tarifas de los servicios públicos estaban atrasadas (mantenidas artificialmente mediante subsidios) y las mismas debían adecuarse a la evolución de los costos reales que no pararon de crecer. Nuevamente la noción de atraso remite a un supuesto precio de equilibrio al cual todo, en este caso las tarifas, debería acomodarse. Los precios de una economía son terrenos de disputa que implican, en última instancia, una determinada apropiación del excedente económico. Se podría decir que la prestación del “servicio” de educación pública también ha tenido, como la prestación del servicio eléctrico o el de gas, subas en los costos, sin embargo a nadie (por lo menos por ahora) se le ocurriría subir el precio (en este de caso partiendo de cero) de dicho servicio con la excusa de que han subido dichos costos.

Es necesario encuadrar la discusión sobre el precio de los servicios básicos dentro de la misma lógica, no porque deban ser gratuitos, sino sencillamente porque podrían serlo. Pensar de este modo los precios presenta al Estado como un actor social preponderante (a través de los impuestos, las transferencias y el gasto) en la disputa por el excedente económico visibilizando preguntas que estaban ocultadas. Si pretendemos energía barata para la población ¿quién debe pagarla?, ¿con qué recursos el Estado logrará tal objetivo?, ¿es lo mismo importarla que financiar su producción nacional?, ¿debe tener la energía un único precio o varios?

El gobierno tiene razón cuando afirma que hay culpables del ajuste, sólo le resta decir que los conoce bien de cerca.

* Docente UNLZ FCS. Colectivo Educativo Manuel Ugarte (CEMU).

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