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Domingo, 12 de octubre de 2003

No les tengo miedo

Por Claudio Zlotnik

Una de las primeras medidas tomadas por los líderes de la Revolución Rusa de 1917 fue dejar de pagar los bonos emitidos por el extinto Estado zarista. Se trató del primer gran default del siglo pasado: los títulos rusos habían sido comprados por miles de ávidos inversores europeos. Durante décadas, esos bonos impagos siguieron negociándose en los mercados a una cotización de entre 6 y 7 por ciento de su valor nominal. A pesar de la negativa de los rusos a saldar ese pasivo, los títulos nunca desaparecieron. La apuesta de los inversores era que, en algún momento, la deuda sería honrada. Seguían la lógica de que “los países nunca quiebran”. Una frase acuñada por el ex presidente del Citibank, Walter Wriston, quien durante los 17 años que presidió el banco (1967-1984) se mostró en la antípoda ideológica del comunismo y demostró ser un experto en los negocios financieros. La historia les dio la razón a los arriesgados y voraces financistas, que habían entablado demandas judiciales contra la URSS: para evitar el remate de los palacios que los zares habían adquirido en Europa, los soviéticos tuvieron que hacer frente a una porción de la deuda. El resto terminó refinanciándose con nuevas emisiones de bonos en 1989 cuando desde el gobierno de Mijail Gorvachov lanzaba la Perestroika.
En estos días, esa historia soviética es relatada con entusiasmo, con obvia intención, por financistas para referirse al Plan Dubai de reestructuración de la deuda presentado por Roberto Lavagna. Ya existe una docena de demandas en tribunales internacionales por parte de inversores que se sienten defraudados por el default, y que ni siquiera quisieron escuchar la oferta del equipo económico. La estimación es que esos reclamos ascienden, por ahora, a unos 740 millones de dólares. Ante el exagerado despliegue mediático de esos juicios, que no guardan relación con la magnitud de la deuda total involucrada, Lavagna salió a contrarrestar esa campaña con el mensaje de que no “hay que asustarse”. Le faltaba imitar al actor y conductor Fabián Gianola y entonar el desafío: “A ustedes, acreedores, no les tenemos miedo”.
El Gobierno aspira a que, al final de las negociaciones, entre 90 y 95 por ciento de los tenedores de bonos en cesación de pagos hagan las paces y acepten la reestructuración. No obstante, en el Palacio de Hacienda descuentan que, al menos, una pequeña porción de los inversores mantendrán los títulos en su poder, reacios a un acuerdo, con la intención de llegar a un acuerdo extrajudicial más beneficioso. Esa es la estrategia de los denominados “fondos buitre”, que consiste en esperar hasta último momento y presionar jugando con el apuro del Gobierno por cerrar la operación. Su objetivo es cobrar los bonos defolteados a valor nominal. Existen varios casos a favor de los “buitres” en tribunales internacionales.
Cerca de Lavagna ya avisaron que “quienes rechacen la reestructuración no van a cobrar nunca”. Una advertencia arriesgada, a juzgar por experiencias de casos anteriores de deudas impagas. Seguro que no va a pasar lo mismo que a comienzos del siglo pasado cuando los países acreedores solían enviar cañoneras a los puertos de sus deudores e intervenían las aduanas para cobrarse. Eso es lo que hizo Estados Unidos con República Dominicana y con México, por ejemplo.
En cambio, y mientras dure el proceso de renegociación, la preocupación de los funcionarios refiere a que algún juez estadounidense o europeo dictamine lo que se conoce como class action (acción de clase), por el cual la sentencia a favor de un acreedor podría generalizarse al resto. Si ocurriese toda la estrategia del Gobierno se desmoronaría, ya que ningún acreedor aceptaría una quita.
Más allá de declaraciones explosivas, por ahora el clima es de tranquilidad, salvo el caso de un fallo de primera instancia en Alemania, por el cual se reclamó el embargo de las cuentas de diplomáticos argentinos, que obligó a una rápida intervención de los abogados del Palacio de Hacienda para que se levante esa medida. Los magistrados que seexpidieron sobre el default prorrogaron una decisión, y Lavagna confía en que esas postergaciones se repitan hasta que finalice la negociación con los acreedores. En ningún caso se hizo lugar a la temida “acción de clase”.
El más relevante es el “Caso Dart”. Se trata de un fondo “buitre” (EM Limited, propiedad del multimillonario papelero Kenneth Dart) que tiene bonos Global 2008 y reclama el pago de 700 millones de dólares en un tribunal de Nueva York. Hace una década, ese fondo demoró durante dos años una operación de canje de deuda en Brasil. Tal como decidió en otras demandas contra la Argentina, el juez Thomas Griesa aplazó su decisión. En el Gobierno confían en que esta actitud conservadora se mantendrá mientras se siga demostrando voluntad de llegar a un acuerdo con los bonistas.
Según los especialistas, los acreedores que hagan juicio a la Argentina tendrán altas chances de ganarlo. El problema para ellos es que esas demandas son muy costosas –los estudios de abogados neoyorquinos cobran entre 300 y 500 dólares por hora de atención– y, por lo tanto, deben reunirse una fuerte cantidad de títulos para que valga la pena emprender una demanda. Alrededor del 40 por ciento de los acreedores son minoristas, y muchos de ellos se sindicalizaron para reclamar con más fuerza.
En la jurisprudencia estadounidense suele considerarse a los países deudores como si fueran particulares. El Estado es tratado como un comerciante más que debe cumplir con sus obligaciones. Las contadas veces que no fue así se debió a que la Casa Blanca consideró que el éxito de las demandas complicaría la situación de la economía mundial y, en especial, a la estadounidense. Algunos especialistas y funcionarios interpretaron que los elogios de George W. Bush hacia Néstor Kirchner por la manera en que negoció con el Fondo y el pedido para que también sea duro con los demás acreedores pudo tratarse de una señal hacia los propios magistrados norteamericanos.
Al contrario de lo sucedido en los Estados Unidos y en Alemania, en distintos tribunales italianos, tanto de Roma como de Milán, hubo fallos a favor de la Argentina. Las sentencias resolvieron que el default es un acto soberano y que la compra de títulos públicos conlleva ese riesgo implícito para los inversores.
Además de los altos costos, un inconveniente adicional para aquellos que ganen en los tribunales pasa por encontrar activos embargables. Las embajadas y los consulados están a salvo, protegidos por convenios internacionales. Los inmuebles que el Banco Nación posee en distintos países, como en Estados Unidos, también lo estarían ya que, legalmente, la entidad es autárquica. Distinto serían los casos de los aviones presidenciales. También podrían embargarse los pagos que, eventualmente, un país deudor –como Cuba, en el caso improbable que gire algún dólar– le transfiera a la Argentina. Lo mismo podría suceder, de acuerdo con algunos abogados, a la proporción de impuestos de la exportación de una compañía argentina. Para evitar una sorpresa con las reservas del Banco Central, esos dólares se encuentran depositados en Basilea (Suiza), donde los fondos no pueden ser embargados.
Para Roberto Lavagna, entonces, uno de los principales desafíos será el diseño de los canales de pago una vez logrado el convenio con los acreedores. Esa estrategia deberá poner a salvo los giros. Al respecto, en el Palacio de Hacienda guardan silencio, pero los funcionarios dan una pista al afirmar que una alternativa podría ser la forma en que se vienen abonando los vencimientos con los organismos: mediante una cuenta en Suiza. Se tratará de esquivar a los “buitres” que estén agazapados para dar el picotazo. Son los inversores que, al igual que pensó Walter Wriston, los países nunca quiebran y vale la pena esperar para cobrarles. El Gobierno ya sabe que además de dar pelea en la mesa de negociaciones tendrá que lidiar en distintos tribunales.

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Juicios / default

Existe una docena de demandas en tribunales internacionales por parte de inversores que se sienten defraudados por el default.

La estimación es que esos reclamos ascienden, por ahora, a unos 740 millones de dólares.

El Gobierno aspira a que, al final de las negociaciones, entre 90 y 95 por ciento de los tenedores de bonos en cesación de pagos acepten la reestructuración.

Una pequeña parte de los inversores mantendrán los títulos en su poder, con la intención de llegar a un pacto extrajudicial más beneficioso.

Ese es el modus operandi de los denominados “fondos buitre”.

Lavagna avisó que “quienes rechacen la reestructuración no van a cobrar nunca”.

El peligro es que algún juez estadounidense o europeo dictamine lo que se conoce como “class action” (acción de clase), por el cual la sentencia a favor de un acreedor se generaliza al resto.

 
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