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Domingo, 9 de enero de 2005

BUENA MONEDA

Seguro contra incendios

 Por Alfredo Zaiat

La contratación de un seguro tiene como objetivo minimizar las consecuencias dinerarias de un accidente. Depende del monto de la póliza cuanto más o menos es la cobertura ante un acontecimiento desafortunado. La decisión de constituir un seguro es un síntoma de responsabilidad. Qué monto se quiere asegurar ante un siniestro refleja la mayor o menor aversión al riesgo o cuán peligrosa es la tarea que necesita de protección. En los hechos, dada la experiencia reciente de la economía argentina, las reservas del Banco Central son un seguro indispensable. La cantidad de dólares en las arcas de la entidad monetaria determina la mayor o menor fortaleza para enfrentar inciertos escenarios económicos. Surgen entonces los siguientes interrogantes: ¿cuál es el monto adecuado de reservas?; ¿para qué se requiere contar con muchos dólares en el BCRA?
Néstor Kirchner no pudo terminar el año cumpliendo su deseo de contar con 20 mil millones de dólares de reservas. En realidad, ese monto podría haber alcanzado los 30 mil millones si no se hubiesen girado unos 10 mil millones a los organismos financieros internacionales desde la salida de la convertibilidad. La propia lógica de funcionamiento de esas instituciones apunta a salir en apoyo de los países en crisis, brindando asistencia crediticia o refinanciando vencimientos para evitar una dañina sangría de divisas. Pero Argentina fue la excepción a esa política, puesto que realizaron lo contrario y la castigaron con dureza. Fueron corresponsables de la debacle, se erigieron en el principal garrote para golpear al país, se constituyeron en acreedores privilegiados y, además, lograron reducir su exposición crediticia recibiendo reservas del BCRA en forma de pago. Parece así, a simple vista, una relación bastante injusta –para Argentina– la entablada con los organismos financieros. Y como ese vínculo perverso no se alterará de acuerdo a lo que se desprende de la política enunciada por el Gobierno, resulta oportuno plantear cuántas reservas es necesario poseer en las arcas del BCRA.
La teoría económica dice que un país con un tipo de cambio flotante no necesita acumular reservas en cantidad. La volatilidad del tipo de cambio va siendo determinada por el mercado. Además esos dólares no se necesita venderlos en la plaza cambiaria doméstica para buscar una paridad determinada, puesto que ésta se mueve por el accionar de diferentes agentes económicos. En la práctica, en cambio, en Argentina, que tiene una economía con un elevado grado de dolarización, la suma de reservas tiene mucho que ver con el valor en que se ubica el billete verde. Con pocas reservas, en un país que repudió varias veces su moneda y con operadores que no tuvieran certeza de que podrán canjear pesos por dólares, el tipo de cambio sería inmanejable.
De esa forma contabilizar un monto considerable de reservas sirve para estabilizar el precio del dólar, lo que implica que esas divisas en el BCRA son una condición necesaria para tener también estabilidad de precios. Esa línea de pensamiento remite a la misma lógica de la convertibilidad: las reservas tienen su razón de ser en el respaldo a los pesos en circulación.
La cantidad de reservas también está vinculada a la posición financiera neta del Gobierno. Cuando un país tiene poca deuda pública no está urgido en recolectar dólares para su banca central. La situación es a la inversa cuando la deuda es asfixiante, se postula que no se pretende acceder al mercado voluntario de crédito y que no se aspira a un acuerdo con el Fondo Monetario. En ese esquema, con el elevado nivel de la deuda argentina, las actuales reservas son insuficientes.
La cuestión con las reservas pasa, entonces, por si se está en condiciones de romper con esa dinámica viciosa que se arrastra de la convertibilidad, que dice que los tenedores de pesos son los dueños de las reservas, como si en las fugas todos tuvieran las mismas posibilidades de apropiarse de esas divisas. O del razonamiento que postula que los propietarios de esos dólares son los acreedores, entre ellos los organismos internacionales.
El debate, que aún no se ha abierto con intensidad, es por qué una porción de esas reservas, un pequeño porcentaje de esa riqueza que pertenece a toda la sociedad, no puede ser aplicado al mercado interno. Si se avanzara en esa dirección, la discusión tomaría el rumbo apuntando a si esos recursos deberían ser destinados a financiar proyectos industriales vinculados a incrementos de productividad que, en el mediano plazo, brindarían las bases para un crecimiento sostenido de la economía. O, para los que se animan a una cuota de heterodoxia pero sin sobredosis, si ese dinero se podría utilizar para proyectos de exportación, que asegurarían así la recuperación de divisas aplicadas a esa iniciativa. Algunos herejes postularían también que se podrían emplear en planes sociales y acelerar el lento proceso de disminución de la pobreza.
De esas u otras alternativas posibles, la que ni a corto ni a largo plazo favorece el aumento de la productividad de la economía es la de pagar con reservas al Fondo Monetario. Esa estrategia implica un giro de divisas sin efectos positivos; y más bien resulta una dilapidación de parte de una fortuna que costó mucho recomponer. Si la salida del default es para normalizar las relaciones internacionales, que sea el propio mercado de capitales –colocando nueva deuda– el que financie la comprensible obsesión de sacarse de encima la bota en la cabeza del desprestigiado FMI.
Reservas elevadas son un seguro contra incendios ante eventuales golpes de mercado, teniendo en cuenta que se ha resignado la posibilidad de instrumentar rígidos mecanismos de regulación del flujo de movimientos de capitales. Inmovilizar el 12,5 por ciento del PIB en reservas revela que el país tiene un serio problema –de credibilidad, de solvencia–. Destinar parte de esa cobertura para cancelar deuda con el FMI, como si esa tecnoburocracia fuera un damnificado, no es buscar una solución a ese problema, sino que terminará agudizándolo.

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