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Domingo, 28 de marzo de 2004

EL BAúL DE MANUEL

Baúl I y II

 Por Manuel Fernández López



Góndolas
Han reaparecido en las góndolas de algunos supermercados ciertos productos de importación que hicieron las delicias de la clase media en los tiempos del peso-dólar uno a uno: vinos finos, trufas, fiambres, quesos, etc. No es difícil darse cuenta de que los exclusivos consumidores de tales alimentos pertenecen a la parte “satisfecha” de la sociedad argentina, aquellos que no tendrían problemas en comprar vinos, fiambres o quesos del país, pero, sea por ostentación o mayor refinamiento, eligen gastar más y consumir importado. No habría nada que objetar si esta sociedad hoy mismo estuviera ofreciendo trabajo digno para todo el que quisiera trabajar. Pero hoy la mitad es pobre y una quinta parte es indigente, y a ellos se les niega empleo. Es decir, comen y beben lo que pueden: segundas y terceras marcas, productos sueltos o productos de dudoso control sanitario. Quien bebe vino francés y con ello da empleo a un viñatero de Francia, al mismo tiempo deja sin empleo a un viñatero cuyano. Y además utiliza divisas que podrían permitir compras más productivas. En un estado de colapso como el que atraviesa el país, debiera declararse delito toda acción que incentive el desempleo interno o consuma las divisas necesarias para pagar importaciones esenciales o para salir del drama de la deuda externa. Con buen tino las autoridades de la Facultad de Ciencias Económicas de la UBA han fijado multas por echar a perder un alimento como la harina en los homenajes a recién graduados, cuando hay familias que carecen de ella. No es la primera vez que se presenta el caso en la historia. En 1684, con los turcos a las puertas de Viena, Philip Hörnigk escribió: “Los habitantes del país deberán conformarse en lo posible con los productos nacionales, limitando a éstos sus comodidades y absteniéndose en todo lo posible de productos extranjeros”. Entre nosotros, el gobernador de Corrientes Pedro Ferré expuso en julio de 1830 una posición parecida, al sostener que era más ventajoso comprar manufacturas nacionales, aun de calidad inferior y precio mayor que las importadas; la protección no tenía por qué involucrar a todos los productos, pero una vez resuelta a favor de algunos, la decisión debía llevarse hasta la absoluta prohibición de importarlos. Tampoco tal decisión tiene por qué ser permanente, pero puede aplicarse mientras dure una situación de penuria social como la presente.

¿Crecer?
Si uno quiere pasarla bien, mejor olvidar la economía. No es una disciplina generosa en proporcionar ratos felices. Sus razones tenía el ensayista inglés Thomas Carlyle (1795-1881) para llamarla dismal science”, o ciencia deprimente o desconsoladora. Veamos un caso: .reactivar la economía. Quien objetase tal encauzamiento de la economía, en la situación actual, tal vez sería tildado de orate y encerrado lejos de la gente. Sin embargo, debe reconocerse que producir es reunir y complementar, y “producir más” implica disponer de cantidades nuevas o adicionales de todo aquello que funciona en forma complementaria. La frase con que corrientemente se designa una acción simple y sin obstáculos, “soplar y hacer botellas”, no es tan simple ni tan directa: para hacer botellas se necesita vidrio viejo como materia prima, y puede hallarlo sucio en el país, o lavado y a mejor precio en Brasil; para soplar, necesita personas que dominen ese arte, y el arte que se deja de practicar se va perdiendo, como ocurre con innumerables oficios en el país, y usted sabe que las fábricas de vidrio han cerrado y se mudaron a otros puntos del Mercosur. La vida misma es un proceso metabólico, por el cual determinados recursos se van convirtiendo en bienes para satisfacer distintas necesidades. Un salario se convierte en compras de alimento, indumentaria y otras cosas. Supóngase que por algún milagro –por Semana Santa, o luego de haber vistoLa pasión de Cristo– el decil perceptor de más altos ingresos en el país donase la mitad de su ingreso a los perceptores de ingresos más bajos. Estos, ahora desocupados y con consumos mínimos, comenzarían a demandar, por millones de unidades, vestidos, trajes, calzado, electrodomésticos, etc. La estructura productiva del país, luego de la política de arrasamiento industrial practicado entusiastamente por el Estado argentino en la década de los noventa, ¿está en condiciones de proveer tales bienes? En el pasado, una expansión de la actividad industrial llevaba a importar más maquinaria, equipos y materia prima. Hoy, desaparecidas muchas industrias, sería necesario importar productos terminados. Pronto la importación excedería las exportaciones, y crearía un déficit de divisas, cuando lo necesario sería un superávit. No es un problema insoluble, pero tampoco puede resolverse con las supuestas medidas de “sentido común”.

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