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Domingo, 24 de marzo de 2002

EL BAúL DE MANUEL

BaúL I y II

I

La banca loca

Por M. Fernandez Lopez
Se sabe por testimonios irrefutables que ciertos individuos, confinados en centros de exterminio, llegan a desarrollar relaciones afectivas con sus captores. Hay declaraciones de sobrevivientes de campos nazis y de centros argentinos de detención durante la última dictadura militar. Recientemente, los atrapados en el corralito enviaron cientos de mails a un programa de TV de alta audiencia, para que cesara de hostigar con revelaciones de maniobras cuasi-delictivas del principal directivo del banco en que tenían (o creían tener) sus depósitos en dólares. El problema es si cabe comparar a un campo de exterminio con el “corralito”. Y sostenemos que sí, tanto por la operatoria sistemática de vaciamiento de los fondos bancarios consumada por los directivos como por el despojo consumado contra el ahorrista y avalado por el propio gobierno nacional. Por un decenio, el gobierno indujo a la población, por los medios de propaganda a su alcance, a endeudarse en dólares y a conservar sus depósitos en dólares. A ese fin produjo leyes que permitían concertar contratos en cualquier moneda y que hacían intangibles los depósitos bancarios, por citar sólo dos. Mucha gente de edad, que había visto desaparecer al peso moneda nacional, al peso argentino y al austral, optó por el ahorro en dólares como seguro para su vejez, no para comprar un auto o un inmueble. Eran fondos en una moneda fuerte, que les permitirían transcurrir sus últimos años sin angustia. El sistema colapsó, luego de permitir a grandes ahorristas enviar sus depósitos al exterior. Al resto, como única opción, elegible sólo hasta el 28/2/2002 –una suerte de extorsión– se les permitió pesificar, a un tipo de cambio (1,40) ya inferior al de mercado y hoy a la mitad de la cotización del dólar. La moneda recibida por sus depósitos, todavía en el corralito, va camino a perder todo su valor. Se le da la opción de retirarlos para comprar un auto o un inmueble, pero el depositante sólo quería vivir, nada menos. El Gobierno, entretanto, sólo atina a defender a los jefes de los campos de concentración, y afirma que esos campos son necesarios. Cuando esto sea pasado, ¿seguirán los mismos campos y los mismos torturadores? ¿Quién financiará el desarrollo económico, si alguna vez aparece? ¿Bancos que no prestan ni reciben depósitos? La única enfermedad buena es aquella sin portadores, como la de la vaca loca.


II

James Tobin

No es necesario abundar en detalles para entender que mucha gente desearía ver lo más lejos posible de sus vidas a algunos economistas. Sobre todo a aquellos que, desde un sillón y sin privarse de nada, reparten, como los antiguos tiranos, prebendas a unos y condenan al desempleo y la miseria a otros. Con Tobin ocurre todo lo contrario. El cine puede haber ayudado a que entrara en nuestros afectos: luego de graduarse en Harvard, al entrar EE.UU. en la guerra, se alistó como oficial naval y participó en el desembarco en el norte de Africa, el sur de Francia y en la campaña de Italia. Uno de sus camaradas, Herman Wouk, escribiría El motín del Caine, protagonizada en el cine por Humphrey Bogart, donde la figura de Tobin es aludida como “capitán Tobit”. Pero, además, Tobin fue amigo de los argentinos: en primer lugar, a través de nuestros becarios en Yale, en particular los eminentes estudiosos Rolf Mantel y Elías Salama, recientemente fallecidos, y también Ana María Martirena, Aldo Arnaudo, Guillermo Calvo y otros. Ellos fueron quienes lograron persuadirlo para visitarnos, años atrás. En segundo lugar, porque fue el único economista en el mundo que propuso algo a favor de los países más necesitados –entre los que nos contamos– con su impuesto a los movimientos de capital, cuyo rechazo por la comunidad financiera mundial revela hasta qué punto ella es inflexible y no dispuesta a ceder ni una fracción de punto en sus ganancias. Tobin recibió su formación universitaria en Harvard en 1935/41 durante el gobierno de Roosevelt, con el que simpatizaba, en el lugar y el momento en que en EE.UU. ocurrió la recepción de la Teoría General de Keynes (1936), obra que marcó sus ideas. Su labor científica tuvo lugar en Yale. Su inclinación hacia políticas de pleno empleo le llevó a asesorar a Kennedy. Como Keynes, no creía en la separación entre lo real y lo financiero en la economía. Sus trabajos avanzaron el análisis de los mercados financieros y sus relaciones con las decisiones de gasto, empleo, producción y precios. Uno de ellos, “La preferencia de liquidez como conducta hacia el riesgo” (1958), generó toda una corriente de investigaciones. Otro, “Dinero y crecimiento económico” (1965), fue uno de los antecedentes que llevó a nuestro compatriota Miguel Sidrauski a producir una contribución memorable sobre el tema. En 1981 le fue otorgado el Premio Nobel en Ciencias Económicas.

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