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Domingo, 14 de agosto de 2005

EL BAúL DE MANUEL

 Por Manuel Fernández López

Clases ociosas

La economía, decía Schumpeter, es un gran ómnibus en el que viajan personas muy diferentes. Orwell añadiría: “Algunas más diferentes que otras”. El economista más diferente a los demás, de que se tiene noticia, fue el norteamericano Thorstein Bunde Veblen (1857-1929). Era una de esas personas a las que las autoridades universitarias preferían tener más lejos que cerca, aunque en el curso de pocas décadas fue un motivo de orgullo para las universidades que lo tuvieron en sus aulas. Su obra más conocida es Teoría de la clase ociosa (1899), no referida a quienes no hacen nada con su tiempo, sino a quienes sólo hacen cosas destinadas a marcar su status en la sociedad, sin que ello represente ningún aporte a la creación de bienes útiles. Veblen leyó a los economistas clásicos y a Marx, pero acaso Spencer fue su influencia más visible, con su principio de evolución y su teoría del Estado militar y el Estado industrial. Veblen distinguía una época bárbara, en la que prevalecía la cultura depredatoria, y la época industrial, en que prevalece una cultura pecuniaria o de intercambio. En el estrato social más alto, la riqueza exime de trabajar, de tener que hacer algo para los demás, el far niente de los italianos. Tanto ocio y tantos recursos abonan la regresión de la clase ociosa a la época bárbara, donde la actividad honorable es hacer la guerra y realizar proezas bélicas. Ello toma la forma de la guerra propiamente dicha o de formas veladas de ella, como el gobierno, la práctica de deportes, la caza y la dedicación a profesiones como las de oficiales militares y navales. “De ahí –dice– la facilidad con que se dedican a los deportes las personas recién ingresadas en la clase ociosa.” Pero en la otra punta de la escala social, en el estrato más bajo, dice Veblen, nace otra clase ociosa, la de los delincuentes que “por herencia, educación o ambas cosas, tienen una disposición y unos hábitos depredadores análogos”. En este grupo, en todos los países, hay una obligación social semejante, aunque menos definida, que impele al camorrista a afirmar su hombría mediante un combate no provocado con sus semejantes. Estas ideas no son caprichosas si miramos al país, donde la riqueza se ha concentrado en pocas manos –cuyo consumo suntuario es un lastre en el balance de pagos– y la elevada desocupación y pobreza han originado el nacimiento de delincuentes y grupos cuasi delincuenciales.

¿Dólar alto o dólar bajo?

Cuando se habla de dólar alto o bajo se alude al tipo de cambio. En nuestro país el tipo es la cotización de la divisa extranjera en unidades de la moneda local (otras economías cotizan la propia moneda en unidades de monedas extranjeras). Si tomamos por simplicidad sólo al dólar como representante de las divisas extranjeras, en primer lugar el dólar es algo que se debe adquirir –es un costo– para quienes deben comprar productos o servicios en el exterior del país. Por el contrario, es algo que puede ser vendido –es un ingreso– por parte de quienes venden al exterior productos o servicios. Es obvio que quienes ven al dólar como costo prefieren un dólar bajo, y quienes lo ven como ingreso prefieren un dólar alto. El problema no se puede –o no se debería– resolver poniendo a unos y a otros a tirar de una soga a ver quién tira más fuerte, ni tampoco dejar el mercado de divisas a un completo libre albedrío, pues si hay un mercado en el que se manifiesta la especulación, ése es el de los cambios extranjeros. En nuestro caso actual deben tomarse en cuenta, entre otros factores, la gran desindustrialización ocurrida, que hace que gran parte de los bienes indispensables tenga importante proporción de insumos importados, ya como materia prima o como instrumentos de producción; los muy abultados pagos en dólares a acreedores externos, dólares que se compran al mercado con la consiguiente emisión de dinero local; la crónica propensión de la gente a poner su ahorro en dólares; la propensión de los muy ricos a llevar sus dólares a paraísos financieros. Un dólar más alto encarecería el costo de la vida (con deterioro del salario real), encarecería el costo en pesos de la deuda externa (con emisión monetaria y peligro de inflación), elevaría los (ya altos) ingresos en pesos de los exportadores, reduciría la salida de dólares a paraísos y alentaría su empleo como reserva de valor. Un dólar más bajo permitiría importar más y más barato (con su efecto negativo sobre el empleo interno), abarataría el pago de la deuda externa (y bajaría la presión fiscal), bajaría el ingreso de los exportadores, favorecería la salida de dólares a paraísos externos y desalentaría el ahorro en dólares (al convertirse la divisa en un activo menos valioso). El quid de la política correcta parece estar en permitir los efectos deseables y controlar por otros medios (aranceles, p. ej.) los no tan deseables.

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