cash

Domingo, 21 de octubre de 2007

EL BAúL DE MANUEL

 Por Manuel Fernández López

El malevaje extrañao

Consternada, oyó la sociedad el ultimátum a los bancos enviado desde la cúspide del poder, para bajar la tasa de interés activa. Más allá del tono malevo, impresiona que, de accederse a ello, no cabe esperar tiempos mejores: en la tasa de interés están involucrados el ahorro familiar y el poder adquisitivo del salario. La tasa activa fija la pasiva (la que cobra el ahorrista por su ahorro). Si baja una, debe bajar la otra, y puede caer a menos que la tasa de inflación, convirtiéndose la tasa real de interés en una cifra negativa. A esa tasa no hay aliciente para ahorrar: el dinero en el colchón pierde menos valor que en el banco. No es un caso imaginario: ocurrió en el primer gobierno de Perón, al fijar el Estado un interés bajo, menor que la inflación, se aniquiló el mercado de títulos públicos. Y si el público no lleva su ahorro al banco, ¿qué dinero prestará éste? Además, hace siglos se reconoce que el interés bajo va de la mano con la abundancia de dinero (“El interés bajo suele ser efecto de un comercio floreciente, que introduce la abundancia de dinero; el dinero es como cualquier otro efecto comerciable: si hay pocos que lo quieren comprar y muchos que lo quieren prestar, será barato... La abundancia disminuye la tasa del interés”, B. Ward 1762). Y la abundancia de dinero, en una economía con sólo 7,7 por ciento de desempleo, está al borde de una inflación de demanda, y ésta a su vez tiende a expandir más el empleo y a fogonear la presión inflacionaria. La inflación es lo menos deseable, por reducir el valor del dinero, tanto el de los trabajadores como el de quienes lo poseen en demasía. Por otro lado, no puede asegurarse que los empresarios aprovecharían una tasa más baja para demandar más bienes de capital, si sus expectativas para el futuro no registran una mejoría de ganancias. ¿Por qué, pues, suponer que los banqueros son tontos y prefieren inmovilizar el dinero de los ahorristas y perder de ganar un interés? ¿Por qué suponer que los empresarios son tontos y no prefieran tener nuevos y mejores equipos y maquinarias, aun pagando un poco más de interés? La solución está en manos del Gobierno: un país más previsible, menos corrupto, más justo socialmente, haría que el empresario viera con más confianza el futuro y se animara a invertir, y a tasa más baja, al suprimir los bancos, en las tasas de interés, la cobertura por riesgo-país y riesgo-cliente que hoy la mantienen tan alta.


Un boicoteo del tomate

En la economía se discute todo, y se discrepa en casi todo. Pero hay un núcleo duro, que ha resistido el paso del tiempo y los distintos marcos institucionales. Lo vemos en las obras de Platón, Aristóteles y demás autores hasta nuestros días. Es la ley de la oferta y la demanda como determinantes del precio de mercado y la ecuación ingreso-gasto como limitantes de las decisiones de la demanda y de la oferta. “El precio no puede exceder lo que el comprador está dispuesto a pagar, ni ser inferior a lo que el vendedor necesita recibir para cubrir sus costos”, decía J. B. Say. Esa relación demanda-oferta, concebida primero como una proporción (“el precio es directamente proporcional a la cantidad demandada e inversamente proporcional a la cantidad ofrecida”) con Cournot pasó a interpretarse como una ecuación, en la que los términos demanda y oferta podían ser entre sí iguales, mayores o menores. Con ellos el análisis progresó extraordinariamente, con las obras de Walras, Marshall, Pareto, Slutsky, Hicks, Allen y Samuelson. No sólo la demanda de un bien se reduce al aumentar su precio sino que ese mayor precio produce un efecto-ingreso y un efecto-sustitución. Uno de los campos del saber más recientes, la neuroeconomía, ha comprobado que las reacciones del consumidor no son sólo gráficos o fórmulas en el papel sino mecanismos del cerebro humano. Un artículo ofrecido a precio excesivo, activa de inmediato zonas cerebrales que ordenan abstenerse de comprar el artículo y sustituirlo por otro que lo reemplace en determinada función. En un país en que la gran mayoría de habitantes gana ingresos bajos, pagar 18 pesos un kilo de tomates puede desequilibrar gravemente el presupuesto familiar, y la orden cerebral es: “No compres, sustituye por otra cosa”. Así, pues, el llamado a boicotear al tomate, lanzado por ciertas organizaciones, ha sido absolutamente innecesario y no cumplió papel alguno en el resultado. Su papel, más bien, ha sido como el del médico-brujo de Samuelson, que hace creer a la tribu que sólo después de haberse vestido él en primavera con un atuendo verde resolverán los árboles a hacer lo mismo. La rebaja del precio, ocurrida después del “boicoteo”, no quiere decir que se haya debido a esa acción. Interpretarlo así es mero oportunismo y menosprecio de la acción espontánea de la gente. Es la falacia lógica conocida como post hoc, ergo propter hoc.

Compartir: 

Twitter

 
CASH
 indice

Logo de Página/12

© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina | Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados

Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.