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Domingo, 28 de octubre de 2007

EL BAúL DE MANUEL

 Por Manuel Fernández López

Un hombre solo

En el terreno económico, el liberalismo europeo tuvo dos grandes expositores en el siglo XVIII: la fisiocracia y Adam Smith. Aunque los primeros insistieron con el reclamo de “laissez faire, laissez passer”, fue Adam Smith quien mejor desarrolló el papel del individuo y su actuación egoísta como fuentes de beneficios para la sociedad. Cuando el individuo gana, gana la sociedad: así podría resumirse su teorema de la mano invisible. Menos conocido es un precedente que involucra un hecho real y una novela: en 1704, en la deshabitada isla de Más a Tierra, del archipiélago de Juan Fernández, a 640 kilómetros de la costa chilena, el barco “Cinque Ports” abandonó al marino escocés Alexander Selkirk por disputas con su capitán, el teniente Thomas Stradling. Dicho barco integraba una expedición corsaria inglesa hacia Buenos Aires, y el nombrado Selkirk (o Selcraig) había nacido en 1676 en Largo, condado de Fife, en la costa pesquera de Escocia. Permaneció cuatro años y cuatro meses librado a sus fuerzas y a los riesgos de vivir solo en medio de una naturaleza salvaje, hasta que en febrero de 1709 fue rescatado por el capitán Woodes Rogers. Regresó a Londres en octubre de 1711 y sus aventuras fueron recogidas en el libro de Rogers Cruising, Viaje en crucero alrededor del mundo (1712). Esta obra alcanzó una segunda edición en 1719, y poco después, el 25 de abril de 1719, el novelista Daniel Defoe publicó la historia de Selkirk en su isla, con el título de Vida y extrañas y sorprendentes aventuras de Robinson Crusoe. La novela de un hombre solo, que vencía las amenazas de un medio hostil, se convertiría en la apología del credo del siglo XVIII: el individualismo. Su elevación a dogma –el liberalismo económico– sería obra de muchas plumas, pero en especial de otro escocés, Adam Smith, nacido en 1723 también en la costa pesquera de Fife, en Kirkcaldy, a menos de veinte millas al sur de Largo, y a sólo cuatro años de publicarse Robinson Crusoe. En Kirkcaldy, en la casa de su madre, Smith escribirá Investigación sobre la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones, publicada a cien años exactos del nacimiento de Selkirk. Hoy no quedan vestigios de aquella casa, pero del libro de Smith no hay rincón del planeta donde no se haya citado o leído. Entre el embarque de Selkirk y la muerte de Adam Smith y la difusión mundial de su obra, transcurrió el Siglo de las Luces, o del Iluminismo.

El buen vivir

Una organización socioeconómica se legitima si procura a sus integrantes un buen vivir. El mundo se urbaniza, y acaso ello se deba a que la ciudad asegura una mejor respuesta a las necesidades humanas. Decía Aristóteles: “El fin de la ciudad es el vivir bien. Una ciudad es la comunidad de familias y aldeas para una vida perfecta y autosuficiente, y ésta es la vida feliz y buena”. Aristóteles discutió el tema de “cuál es la forma óptima de constitución o la óptima condición de una ciudad”, y su propuesta para una ciudad ideal era: dividir la tierra en dos partes, una pública y la otra privada. La parte de propiedad privada, destinada a la agricultura particular, y la parte pública, destinada tanto al culto religioso como a agricultura para alimento de sectores no agrícolas de la ciudad. La tierra pública será en parte apropiada para el culto a los dioses, y en parte para subvenir el costo de las comidas en común; en tanto que la tierra privada, una parte de ella deberá estar próxima a la frontera, y la otra cerca de la ciudad, de forma que, al tener cada ciudadano dos parcelas, todos ellos tengan tierra en ambos lugares; en tal división hay justicia y equidad, y tiende a inspirar unanimidad entre el pueblo durante sus guerras fronterizas (Aristóteles, Política, 1330a). Estas ideas inspiraron la primera acción civilizatoria en el Nordeste argentino, emprendida por los padres jesuitas entre los guaraníes, que organizaron la actividad económica de los nativos en dos unidades de producción distintas. Una, el abá-mbaé, rural e individual, la chacra particular que proveía la subsistencia de los habitantes: producía toda especie de granos, legumbres, batatas, mandiocas y verduras. Otra, urbana y comunitaria, el tupá-mbaé, en una ala de la casa del misionero, con talleres para pintores, escultores, orfebres, plateros, cerrajeros, carpinteros, tejedores, relojeros, y todas las artes y oficios mecánicos. Allí cada cual trabajaba en beneficio de la ciudad toda. En el tupá-mbaé “todos trabajan en beneficio de la ciudad entera”, decían Juan y Ulloa. La ciudad producía con superávit frutos como lienzos de algodón, yerba mate, madera, tabaco y azúcar, que eran remitidos a Santa Fe y Buenos Aires, adonde los jesuitas tenían sus procuradores particulares que los expendían, y que permitían importar bienes no producidos y pagar salarios, impuestos y contribuciones.

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