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Domingo, 6 de abril de 2003

EL BAúL DE MANUEL

El baúl de Manuel

El crimen

La guerra es un acto de fuerza. La declaran países poderosos –o coaliciones– contra países más débiles. ¿Qué razones se invocan? Las verdaderas no se declaran. No viene mal la presencia de un dictador, para señalar sus actos como amenaza a los países integrantes de la coalición. Se declara como fin derrocar al malvado para liberar al pueblo y permitirle elegir, sin tomar sus bienes. El 1º de mayo de 1865 se armó una coalición entre la Argentina, Brasil y Uruguay, sellada en el Tratado de la Triple Alianza –que por la Argentina firmó Rufino de Elizalde–, mantenido en secreto hasta que fue publicado por el Reino Unido, cuyo ministro Thornton monitoreó las operaciones. Se personificó el mal en la figura del presidente del Paraguay, Francisco Solano López. El “Gobierno del Paraguay –decía– ha cometido actos injustificables después de perturbar las relaciones con sus vecinos, por los procederes más abusivos y agresivos. La paz, seguridad y bienestar de sus respectivas naciones se hacen imposibles mientras el actual Gobierno del Paraguay exista”. La guerra continuaría “mientras no se haya derrocado al Gobierno actual del Paraguay” (art. 6). La guerra no era “contra el pueblo del Paraguay, sino contra su Gobierno” (art. 7), y respetaría “la soberanía, independencia e integridad territorial de la República”. Al pueblo paraguayo se le permitiría “elegir el gobierno y las instituciones que le convengan” (art. 8). La columna argentina del ejército aliado fue puesta bajo las órdenes de Bartolomé Mitre. Lejos de concluir rápido, la guerra duró un quinquenio, hasta 1869. Si los verdaderos fines pueden inferirse de los resultados de la guerra, ellos fueron el exterminio casi completo del pueblo paraguayo y la aniquilación de sus recursos económicos. Aun hoy el Paraguay no se recuperó de aquella tragedia. El padre de la Constitución, Juan B. Alberdi, analizó el caso en El crimen de la guerra. “El derecho de la guerra, es decir, el derecho del homicidio, del robo, del incendio, de la devastación en la más grande escala posible. Estos actos son crímenes por las leyes de todas las naciones del mundo.” Antes que un derecho es “el olvido franco del derecho, la conquista inconsciente, el despojo y la anexión violenta, practicada como medios legales de engrandecimiento, la necesidad de ser grande y poderoso, invocada como razón legítima para apoderarse del débil y comerlo”.

La reparación

Recién cuando la batalla cesa es posible un balance de la destrucción de vidas y capital humano, tesoros arqueológicos, riqueza ecológica, infraestructura social básica y bienes públicos y particulares. Recién puede pensarse en reconstruir, en re-producir lo destruido. Pero producir exige recursos. ¿Quién los aporta, quién paga lo roto? Ante cada bien destruido, un retroceso en el tiempo nos llevaría a una orden de atacar impartida por el jefe de una Nación. Sin este punto inicial, el referido bien estaría intacto y útil. En la batalla de Inglaterra, los londinenses que veían caer del cielo las V1 y V2 no tenían duda a quien culpar por la lluvia de bombas. Tampoco al finalizar la Primera Guerra Mundial nadie tenía dudas acerca del responsable. La única discusión, que podemos leer en Las consecuencias económicas de la paz de Keynes, era sobre el valor del territorio, edificios, riqueza personal, vidas humanas destruidos. Hoy, sin embargo, se ve reaparecer la doctrina de la Triple Alianza sobre reparaciones: Los gastos de guerra, en tanto respuesta a acciones ominosas, los paga el que las perpetró: “Los aliados exigirán de aquel Gobierno el pago de los gastos de la guerra que se han visto obligados a aceptar, así como la reparación e indemnización de los daños y perjuicios causados a sus propiedades públicas y particulares, y a las personas de sus ciudadanos” (art. 14). Muy distinta fue la opinión de Alberdi: “Si la guerra es un crimen el primer culpable de ese crimen es el soberano que laemprende. Y de todos los actores de que la guerra se compone, debe ser culpable, en recta administración de justicia internacional, el que la manda hacer. Si esos actos son el homicidio, el incendio, el saqueo, el despojo, los jefes de las Naciones en guerra deben ser declarados, cuando la guerra es reconocida como injusta, como verdaderos asesinos, incendiarios, ladrones, expoliadores, etc.; y si sus ejércitos los ponen al abrigo de todo castigo popular, nada debe abrigarlos contra el castigo de opinión infligido por la voz de la conciencia pública indignada y por los fallos de la historia, fundados en la moral única y sola, que regla todos los actos de la vida, sin admitir dos especies de moral, una para los reyes, otra para los hombres, una que condena al asesino de un hombre y otra que absuelve el asesinato cuando la víctima, en vez de ser un hombre, es un millón de hombres”.

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