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Sábado, 31 de diciembre de 2005

AGRO › POLEMICA POR EL AUMENTO DEL IMPUESTO INMOBILIARIO RURAL

Ganan mucho, pagan poco y se quejan siempre

 Por Susana Díaz

Los precios de los campos, al igual que los de muchos inmuebles, regresaron a sus valores en dólares de fines de la década del ’90. No sucedió lo mismo con los impuestos inmobiliarios rurales.

En la llamada zona productora núcleo, donde se obtienen los rindes máximos, los valores de los campos crecieron incluso en moneda dura. El fenómeno no debe confundirse, sin embargo, con la burbuja especulativa que impulsó las cotizaciones de la propiedad urbana, donde existe una notable brecha entre los costos de la construcción y los valores finales de los inmuebles. La valuación de la tierra tiene un carácter muy diferente.

En contraposición con lo que ocurría, por ejemplo, en el siglo XVIII, cuando los economistas clásicos consideraban al factor tierra separado del factor capital, en los albores del siglo XXI esta separación dejó de existir. La tierra es capital y, al igual que cualquier otro capital, su precio resulta guiado por el principio de la rentabilidad esperada. Simplificando, el valor de un campo de soja (o del producto que sea) dependerá en última instancia de la cantidad de soja que éste pueda producir, así como del precio que se perciba por esta producción. Si el precio del producto se mantiene o crece en dólares, los precios de los campos también se mantendrán o crecerán en moneda dura. Las variaciones cambiarias sólo producirán oscilaciones temporalmente acotadas. La confirmación de lo expuesto es lo sucedido desde el 2002 con los precios de la tierra en las principales zonas productoras de la provincia de Buenos Aires.

Como suele suceder tras las devaluaciones, los costos de producción subieron a paso más lento. Los primeros en recuperarse fueron los precios de semillas y agroquímicos, donde el poder de los proveedores resulta evidente. En contraposición, el precio de la mano de obra todavía está lejos de volver a sus ya deprimidos niveles de fines de los ’90, una realidad directamente vinculada con su peso marginal en la estructura de costos del agro pampeano.

En el medio están los impuestos inmobiliarios. Ante la subvaluación evidente de los campos a cuatro años de la salida de la convertibilidad, el gobierno de la provincia de Buenos Aires cedió a la presión de las entidades empresarias del agro y evitó la revaluación de las explotaciones. En su defecto, la Legislatura provincial siguió el camino alternativo de subir la alícuota del tributo un promedio de 80 por ciento, pero manteniendo las valuaciones actuales, totalmente desfasadas en relación con los precios de mercado. Para los propietarios, la ventaja de esta opción es evidente, no sólo porque el aumento resulta menor en términos absolutos sino porque evitan el efecto multiplicador sobre otros tributos, como por ejemplo Bienes Personales.

Pero a pesar de que la opción elegida por la administración bonaerense benefició a los terratenientes, no consiguió evitar las reacciones tradicionales. Algunas respuestas empresarias resultaron previsibles. El titular de la Sociedad Rural, Luciano Miguens, sostuvo que la suba de las alícuotas es “desmedida, injusta, y atentará contra las posibilidades de inversión”. En tanto, la Federación Agraria, la entidad que representa a los propietarios pequeños y medianos, optó por desempolvar la crítica a la “voracidad fiscal sin límites” tan escuchada en materia de retenciones. No obstante, el reclamo de la FAA enfatiza un punto dejado de lado por la Legislatura bonaerense; la nueva alícuota discrimina indirectamente al pequeño productor, ya que a diferencia de los grandes, éstos no aumentaron ingresos en dólares y, en consecuencia, se verán afectados por aumentos impositivos que superan a la inflación.

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