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Domingo, 17 de enero de 2010

ENFOQUE

Crecimiento y distribución del ingreso

 Por Emmanuel Agis *

El pasado miércoles 9 de diciembre el economista Orlando Ferreres publicó un artículo de opinión en el diario La Nación titulado “Ingresos: producir primero, distribuir después” (**). Allí plantea la necesidad de respetar esta lógica temporal y recurre a un simpático pasaje de Alicia en el País de las Maravillas, donde el Unicornio le dice a la protagonista cuál es la forma de manejar los pasteles del Espejo: “Repártelo primero, y córtalo después”. Según el autor, resulta preocupante que muchos políticos (e incluso economistas) compartan esta visión sin sentido del proceso económico. Si bien Ferreres se encarga de aclarar que el crecimiento económico no garantiza la generación automática de una distribución del ingreso de carácter progresiva, su argumento de la preponderancia de la esfera de la producción por sobre la esfera de la distribución queda claro desde el título mismo del artículo.

El argumento de Ferreres genera inmediatamente la empatía del lector debido al fuerte componente de sentido común en el que se basa ¿Cómo sería posible repartir algo (es decir, distribuirlo) si ese algo todavía no ha sido producido? Sin embargo, la ciencia y el sentido común no suelen en general coincidir; de ahí el sentido de la primera. Es interesante contraponer la fábula de Alicia con la “fábula de Henry”.

El 5 de enero de 1914 el legendario empresario Henry Ford más que duplicó el salario de los trabajadores de su fábrica: pasaron de cobrar 2,34 dólares al día a 5 dólares, con una jornada de trabajo que se redujo de 9 a 8 horas diarias durante 5 días a la semana. Alicia (y probablemente también Ferreres) podría quedar atónita: ¡la decisión de Ford implicaba distribuir primero y producir después! ¿Cuál habrá sido el resultado de esa decisión, dada su manifiesta contradicción con el sentido común? En 1913 existía en Estados Unidos un vehículo cada 77 habitantes; en 1920, sólo 7 años después de la decisión de Ford, existía un vehículo cada 11 habitantes; 10 años después, en 1930, había un vehículo cada 4,5 habitantes. Lo que resulta aún más sorprendente es el resultado de esta decisión sobre la propia empresa Ford: en 1918 la mitad de los automóviles de Estados Unidos eran del modelo Ford T y la compañía consolidaba su posición no sólo a nivel local, sino también mundial.

A esta altura, la fábula de Henry podría resultar absolutamente incomprensible para nuestro personaje (el de ciencia ficción). Tranquila Alicia, en el país de las no-maravillas (es decir, en la realidad), todo tiene una explicación de no-sentido común (es decir, científica). La fábula de Ford remite a una de las leyes más antiguas de la Economía Política, que fuera enunciada por vez primera por Adam Smith en el siglo XVII: la riqueza de una nación depende del tamaño de su mercado. Este último, a su vez, depende del tamaño de la demanda agregada, que es la suma del gasto en bie-nes de inversión y en bienes de consumo. Ford comprendió que el gasto en bienes de consumo es simplemente el producto del nivel de empleo y el nivel promedio del salario real. Para que el famoso Ford T se transformara en un bien de consumo masivo no alcanzaba con emplear grandes cantidades de trabajadores en la línea (fordista) de producción; también era necesario que el poder adquisitivo de esos trabajadores les permitiera adquirir un vehículo.

La fábula de Henry resulta útil para comprender la compleja relación que existe, en una economía cerrada, entre el salario real y la tasa de ganancia. Los aumentos del salario real reducen, en principio, el margen de ganancias. Sin embargo, lo que les importa a los empresarios es la tasa de ganancia, la cual no necesariamente se mueve en la misma dirección que el margen. En nuestro ejemplo, el aumento del salario real (y del empleo) se tradujo en una mayor demanda de automóviles que aumentó el nivel de utilización de la capacidad instalada de la Ford. Así, el incremento en la tasa de ganancia más que compensó la reducción del margen producto del aumento del salario real. En particular, todos los beneficios derivados del fordismo dependían de manera fundamental de la escala de producción; de ahí que los rendimientos crecientes sólo podrían aparecer si la demanda era lo suficientemente grande como para garantizar un nivel de utilización de la capacidad instalada que permitiera el pleno desarrollo del sistema fordista. En este contexto, Ford comprendió que era conveniente obrar de acuerdo con el consejo del Unicornio: primero distribuir, luego producir.

En las economías capitalistas la oferta es siempre (ex post) igual a la demanda. Sin embargo, esa igualdad puede ser alcanzada mediante mecanismos virtuosos (expansión y crecimiento económico) o tortuosos (crisis). La armonía del sistema depende fundamentalmente del balance entre la inversión y el consumo, y es por esa misma razón que la relación entre producción y distribución es extremadamente compleja. La fábula de Henry sólo busca mostrar que cualquier razonamiento unidireccional como el realizado por Ferreres puede siempre ser refutado por el razonamiento inverso. La tarea de los economistas consiste justamente en comprender esas complicadas relaciones entre producción y distribución, y no en simplificarlas bajo la forma de una regla mnemotécnica. Tal como lo mostramos, en una economía cerrada los aumentos del salario real pueden generar tanto incentivos como desincentivos para la producción. Los incentivos provienen del efecto positivo sobre el nivel de utilización de la capacidad instalada; los negativos se explican por la reducción del margen de ganancia.

En el marco de una economía abierta la cuestión se vuelve aún más compleja. Si bien las interrelaciones entre distribución del ingreso y rentabilidad empresaria se sostienen para el mercado interno, las mismas se rompen en el mercado externo. La competitividad del sector productor de bienes transables y, con esto, su rentabilidad, depende de manera inversa del salario real: un menor salario real permite que las exportaciones del país sean más competitivas en el mercado mundial y, con esto, el nivel de utilización de la capacidad instalada de los exportadores ya no puede pensarse con los mismos argumentos que en la fábula de Henry. De hecho, muchas economías del mundo han perseguido estrategias de inserción internacional fundamentadas en una distribución regresiva del ingreso que les garantizara una mayor competitividad-precio en el mercado internacional. En síntesis, si la fuente del crecimiento es la demanda externa, la relación entre salario real y tasa de ganancia es unívoca: un mayor salario real doméstico reduce la competitividad del sector transable de la economía y, con esto, su tasa de ganancia.

Por eso, repetimos, la relación entre producción y distribución es compleja, de la misma manera que es compleja la correcta articulación entre la inserción externa de una economía y la solidez y desarrollo de su mercado interno. En este sentido, los hacedores de política económica se enfrentan día a día con la necesidad de comprender acabadamente esas relaciones y operar de manera tal de garantizar el crecimiento y el desarrollo de la economía. Este objetivo sólo puede ser alcanzado, tal como se deduce de lo anterior, tomando medidas e impulsando iniciativas que afecten tanto a la producción como a la distribución. Descuidar cualquiera de esos dos frentes implicaría el quiebre del balance necesario entre inversión, consumo y exportaciones y, con esto, de la economía en su conjunto. Además, claro está, ningún hacedor de política económica espera que la aparición de un tal Henry solucione todos sus problemas.

La tarea de los economistas consiste en aportar elementos que contribuyan a que las decisiones de política económica sean tomadas sobre la base de argumentos científicos que contemplen el verdadero funcionamiento de la economía, con todas las dificultades que esa tarea conlleva. Nuestra humilde impresión es que para garantizar el éxito de la misma resulta más provechoso recurrir a pensadores que han realizado un serio esfuerzo al respecto, antes que a cuentos de ciencia ficción. De lo contrario, seríamos nosotros mismos, y no Alicia, los que estaríamos viviendo en el País de las Maravillas.

* Economista (Fceuba). Investigador de Cenda y miembro de SID.
** (www.lanacion.com.ar/nota.asp?nota_id=1209329)

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