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Domingo, 4 de enero de 2015

ENFOQUE

Cuentos chinos

 Por Claudio Scaletta

Por suerte 2014 terminó y, con él, la proliferación de balances. En un año marcado por el freno de la economía, el Gobierno expresó como un éxito el incumplimiento de los pronósticos agoreros de la ortodoxia. En ámbitos profesionales se sabe que tras el halo nigromántico, los mal llamados “gurúes” no son tales sino apenas traficantes de información económica o portadores de los deseos ideológicos de las clases dominantes y la embajada estadounidense. Y aunque siempre la pifian, sus caras de piedra no se inmutan. Tras la interferencia en la pantalla reaparecen sonrientes, como si nada hubiese pasado, siempre frente a preguntones cómplices que evitan el mal trago de recordar sus fallos consuetudinarios. Pero no hubo estallido, ni dólar a 20, ni litro de nafta a 18, ni crisis de reservas. Tampoco embargos sistémicos por no someterse al acoso de un poder judicial foráneo. Fantástico, pero la ausencia del apocalipsis mal predicho no puede ser un festejo en sí mismo. La economía se frenó en 2014 como resultado directo de los errores acumulados en años anteriores. La madre del borrego, como ya se repitió, fue no haber previsto con tiempo suficiente la reaparición de todas las tensiones vinculadas con la escasez de divisas. Si las variables no se desbocaron fue porque la suerte acompañó con la caída del precio de los hidrocarburos y la lenta recuperación de los precios agrícolas, pero también porque el Gobierno rectificó sobre la hora su política cambiaria y financiera.

La capacidad de enmendar los propios errores es, seguramente, uno de los principales activos de la actual administración que, aunque a veces no parezca, trabaja siempre con un set de opciones. La cuestión financiera es un ejemplo muy concreto. Con el diario del lunes, y algo de impunidad, puede decirse que la política de seducción para volver a los mercados tradicionales de crédito iniciada con pagos en el Ciadi y el arreglo con el Club de París resultó inútil. El contexto indicaba que la guerra declarada de los poderes financieros contra “el mal ejemplo” de la reestructuración de la deuda argentina no sólo seguía en marcha sino que se había profundizado a partir del poderoso intento de hacerla caer, consentido por un juzgado neoyorquino y sus dos instancias superiores. Sin embargo, a diferencia del ciudadano común, el Gobierno contaba con retazos de ese diario del lunes: los informes que enviaba regularmente el estudio de abogados contratado para defenderse de los buitres. Pero como suele suceder a veces frente a la adversidad, la lectura se limitó a los capítulos optimistas. Así, el fallo de Griesa abortó la vía amigable y echó por tierra los esfuerzos diplomáticos de meses de trabajo, situación que fue rápidamente advertida como negativa por los sectores más racionales del propio poder financiero global. Frente al hecho consumado y la agresividad estadounidense, cuyos medios de prensa acompañaron con saña a los buitres en su estrategia de estigmatización de la política económica local, el Gobierno no sólo aprovechó políticamente la nueva realidad, dejando en evidencia a los visitantes más conspicuos de la embajada, sino que profundizó las alternativas geopolíticas disponibles en su set de opciones, legitimó su postura en la ONU y, en la práctica, se acercó más a Rusia y China.

Hasta el derrumbe del crudo, Rusia aparecía como una importante oportunidad comercial, en especial para muchas producciones regionales. Dado su conflicto con la Unión Europea, no está claro todavía hasta qué punto su crisis cortará los flujos. La fuerte devaluación del rublo reducirá sin duda sus importaciones netas, pero es factible que el redireccionamiento desde Europa a la región pueda compensar la merma para los nuevos aliados. En todo caso demandará un fuerte trabajo de la diplomacia argentina.

Más claro es el vínculo con China, sobre el que vale la pena despejar algunos mitos. Frente al convenio de cooperación que esta semana obtuvo, por mayoría, la aprobación del Senado, irrumpió en el escenario público una suerte de neoantiimperialismo de doble vara. Muchos defensores acérrimos del alineamiento acrítico con Estados Unidos, por ejemplo, descubrieron súbitamente los riegos de la dependencia y las necesidades del desarrollo. En buena hora, siempre que se utilicen los mismos parámetros para todos los casos. China es una nueva potencia global cuya fuerte expansión industrial de las últimas décadas marcó el fin del orden unipolar emergente tras la caída de la URSS. Una potencia industrial que, además, como la Inglaterra del siglo XIX, es altamente dependiente de la importación de materias primas, lo que marca sus inversiones en el exterior. Su estrategia en América latina es colocar sus productos industrializados y asegurarse la provisión de materias primas. A China no le interesa el desarrollo de la Argentina. No invierte por altruismo, algo que no necesita ser explicado, sino para ganar dinero y afianzar su posición internacional. Nada muy diferente de los objetivos de cualquier otra potencia global en un país cuya inserción internacional, mal que pese, es fundamentalmente como proveedor de productos de base primaria. No entraña un modelo diferente de otras opciones de inversión. Sin ir muy lejos, cuando se recibe un préstamo del brasileño Bndes, por ejemplo, siempre está atado a condicionalidades tales como la compra a proveedores brasileños. Y ni hablar de los intolerables condicionamientos de política económica asociados a los créditos de los organismos financieros internacionales o los mercados tradicionales.

En un sistema global capitalista nadie regala nada. Normalmente, cuando se buscan inversiones del exterior, se intenta seducir al inversor. De eso se trata el convenio de cooperación con China, en rigor un conjunto de generalidades para facilitar los intercambios y cuya realidad se plasmará contrato por contrato, los que deberán seguirse de cerca. Los primeros desembolsos chinos para el Belgrano Cargas, por ejemplo, llegarán recién después de 18 meses de tratativas en las que los negociadores argentinos, para sorpresa de sus pares chinos, acostumbrados a acuerdos más rápidos, pelearon hasta la última coma, bajaron tasas, revisaron condiciones comerciales, acortaron plazos y maximizaron el componente local de mano de obra.

Finalmente, así como existe competencia por las inversiones extranjeras, las potencias también compiten por las plazas de destino. El avance chino en América latina es muy antipático para la potencia regional, lo que explica la proliferación de trabajos académicos sobre los peligros imperiales de las inversiones chinas. Lo dicho no significa que el riesgo de la “sinodependencia” sea inexistente sino que, visto desde el país, debería tratarse solamente de un componente más para el set de inversiones disponibles para financiar infraestructura y desarrollo, una opción superadora frente a quienes sólo plantean sentarse en Nueva York a pagar sin chistar y hacer gestos amistosos a “los mercados”. ¿O alguien cree que en un país con restricción externa el desarrollo puede financiarse exclusivamente con recursos propios?.

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