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Domingo, 20 de diciembre de 2015

ENFOQUE

Restauración amarilla

 Por Claudio Scaletta

El 16 de diciembre de 2015 será recordado como la fecha oficial de un nuevo cambio de régimen de acumulación, oscilación cíclica que diferencia al país de otras economías de la región más homogéneas en los objetivos de largo plazo de sus elites. Pero aunque tenga el sello de los modelos FMI para todo tiempo y lugar, la novel restauración ortodoxa no es exactamente igual a las anteriores. Tiene componentes predecibles y otros nuevos. Entre los primeros se cuentan la megadevaluación sin la red de las retenciones a las exportaciones, el anunciado tarifazo a los servicios públicos, mayor apertura comercial, liberalización financiera con apertura casi total de la cuenta capital y regreso al endeudamiento externo. No hace falta volver a repetir aquí los resultados de estas políticas en materia de transferencias de recursos contra los salarios, sobre la actividad económica y la estructura productiva y, por extensión, sobre el nivel de empleo. Sí vale repetir que la economía es una ciencia, que tiene leyes que explican las relaciones causa efecto y que su laboratorio es la historia. Por todo ello los resultados de las políticas anunciadas esta semana, con matices, están disponibles tanto en las experiencias locales del último cuarto del siglo XX, como en las de otras latitudes; por ejemplo en la periferia europea.

Pero en el nuevo caso local es probable que se incurra en un error si se hace una analogía directa con las experiencias de ajustes ortodoxos recientes. Por múltiples razones. La primera y más poderosa es que el ajuste se realiza con la rareza del apoyo popular. La potente devaluación de esta semana fue la más anunciada de la historia. Más allá de la profundidad de la conciencia política de quienes depositaron su voto en favor de la alianza PRO, nadie puede aquí sentirse sorprendido por los hechos y, mucho menos, engañado. Al apoyo de las urnas se suma el sostén de una extendida alianza de clases locales y globales, una alianza bastante más sólida que la que sostuvo a los gobiernos de Cristina Kirchner, en particular, durante su segundo mandato.

El nuevo gobierno cuenta con el cerrado apoyo del agro, de la mayoría de la industria, del sector financiero y los organismos multilaterales, de la embajada estadounidense, de la prensa hegemónica, de una porción importante del sindicalismo y del grueso de la familia judicial. Su único debe, por ahora, es el Poder Legislativo y parte de las provincias, a las que confía controlar al unitario uso tradicional: con la billetera.

Una alianza que, además, trasciende a quien supo ponérsele al frente, y que como en la célebre obra de Luigi Pirandello, hace años que buscaba se catalice su autor. El peor error que podría cometer cualquier fuerza transformadora que aspire a reemplazar a la rediviva plutocracia gobernante es subestimar al adversario. Mauricio es mucho más que Macri.

Es por esta sumatoria de factores que, para saber qué puede esperarse en el mediano plazo, no alcanza con la descripción mecánica de los efectos conocidos de una devaluación.

Otra vez el camino es recurrir a similitudes y diferencias, en este caso; entre las propuestas políticas que compitieron en el ballottaje. Esta semana la nueva oposición criticó la transferencia multimillonaria al agro implícita en el combo eliminación de retenciones y ajuste cambiario y se quejó del eufemismo “salir del cepo” para no hablar de la potente devaluación. Sin embargo, si se repasan las propuestas de los principales economistas del PRO y del Frente para la Victoria, existían coincidencias tanto en la eliminación de las retenciones como en la necesidad de salir de los controles cambiarios. También en bajar subsidios a los servicios, en recuperar la credibilidad de las estadísticas públicas y en acudir a una batería de instrumentos para reforzar las reservas internacionales parecidos, sino iguales, a los anunciados esta semana: adelantos de las grandes comercializadoras de granos, aportes de terceros estados (como fue el caso de la hasta ayer denostada China, cuyos yuanes se decía no existían en las reservas), endeudamiento externo inicialmente materializado en las promesas de aportes de un pool de grandes bancos, blanqueo de capitales y la eterna esperanza del regreso de los evasivos “dólares de los argentinos”.

Hasta aquí la única diferencia técnica sustancial entre las medidas ya tomadas y las propuestas del FpV residen en la opción nada menor por una mayor apertura comercial y financiera y en una notable diferencia de velocidad; la que separa al shock del gradualismo. De la suma de medidas que proponían ambas fuerzas, especialmente de sus similitudes, surgen dos cosas: una crítica común a la administración saliente, explícita o tácita, y un consenso sobre lo que los economistas clásicos denominan “recomposición de la tasa de ganancia”. El sostenimiento del nivel del tipo de cambio, asociado a una determinada estructura de distribución del ingreso, no se consideraba posible por distintas razones y valores, pero la principal fue muy concreta: el fin del superávit de la cuenta corriente.

Sin embargo, tantas similitudes frente al diagnóstico inicial no deben llevar a confusión: la gran diferencia entre las dos fuerzas es que el FpV jamás hubiese provocado un shock contra el salario como el ocurrido esta semana, no sólo por sensibilidad ideológica, sino por consistencia macroeconómica. Frente al dato de la restricción externa, un proceso de ajuste gradual habría permitido que se lo acompañe con recomposición paritaria y control de las variables, al tiempo que se usaba selectivamente el ingreso de capitales para combatir la restricción externa y recuperar el ingreso de dólares “genuinos”, es decir; por transformación de la estructura productiva. El cómo de este proceso fue explicado largamente en los trabajos de la Fundación DAR, los que insistieron en que para transformar la oferta no alcanzaba con un shock de rentabilidad para el capital, sino que al mismo tiempo que se trabajaba sobre las rentabilidades sectoriales debía sostenerse la demanda agregada. Para la ortodoxia neoliberal que impregna a los funcionarios del nuevo gobierno ambos objetivos son incompatibles, para la heterodoxia son inseparables. Los primeros se concentran en el lado financiero del mundo. Los segundos en la estructura productiva. La experiencia histórica demuestra que los procesos de ajuste al estilo FMI no resuelven los problemas estructurales, que su primer efecto es la contracción de la economía y, en consecuencia, el aumento del déficit, lo que lleva a segundas rondas de ajuste.

Aquí aparece la segunda gran diferencia del presente con las experiencias del pasado: las condiciones iniciales. Toda devaluación dispara una puja distributiva. El nuevo gobierno descartó el lado bobo de la ortodoxia, el del mercado como árbitro único. Para calmar el animal spirit de los formadores de precios y salarios, confía en la alianza de clases que lo sustenta. Bajo este paraguas anunció el llamado a un acuerdo económico y social, un instrumento heterodoxo de raíz justicialista que supone la permitirá un control amable del conflicto social. Al mismo tiempo cree que vía ingreso de capitales y tasas de interés podrá controlar la cotización del dólar, la otra pata de la inflación junto a la puja.

Así funcionan las “metas de inflación” en las economías latinoamericanas: se aumenta la tasa para bajar el dólar y viceversa, lo que demanda desmantelar los controles al ingreso y salida de capitales. Pero la gran diferencia con el pasado es la herencia recibida: no sólo por el inmenso margen para reendeudarse, sino porque la economía no está en crisis, la desocupación es baja y la conciencia de derechos alta, lo que vuelve muy difícil un escenario de pasividad de los asalariados frente a la pérdida de ingresos.

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