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Domingo, 23 de enero de 2005

E-CASH DE LECTORES

El dueño de la pelota

A veces, cuando era chico, ocurría que algún vecino nos pagara una moneda si lo ayudábamos a entrar ladrillos, arena o lo que fuera. Entonces, los que nos esforzábamos más, ligábamos 15 o 20 guitas y de esa manera teníamos la opción de poner la de 5 para comprar en forma de cooperativa una pelota de goma. Y dejar para mejor oportunidad colgada a la de trapo, que, como decía mi madre cuando me daba un par de medias viejas para rellenar, “a falta de pan buenas son tortas”. Nos costaba trabajo darle redondez y sólo duraba unos minutos. En esas ocasiones, en que el esfuerzo de algunos hacía posible tener una de goma, nos sentíamos los dueños del juguete más preciado que se podía obtener y cuidábamos hasta de pegarle fuerte “para que nos dure”, claro está. A veces, a pesar de los cuidados prodigados, se pinchaba o algún vecino de esos que ya tenían hijos grandes, molestos por nuestros gritos o cualquier otra excusa, al caer la pelota en su casa era devuelta en dos mitades después de mucho suplicarle que no lo hiciera. Justificaba su maldad en que así lo autorizaba la policía cuando hacía la denuncia en la comisaría.
Un día llegó al barrio un nuevo vecino; el hijo tendría 11 años, sólo unos meses mayor que yo y para congraciarse, o vaya uno a saber por qué, vino con una pelota de goma, esas de 40 guitas, que rebotaban con sólo mirarla. Pronto nos hicimos sus amigos. El era el dueño de la pelota, por lo tanto disponía a su arbitrio quien se comportaba indebidamente y por castigo no jugaba más. Tan drástica y arbitraria medida puso de manifiesto el carácter caprichoso y prepotente del dueño de la pelota. En esas condiciones no me costó mucho esfuerzo en ser el primero en volver a la pelota de trapo.
Jugar solo con la de trapo era, aparte de estúpido, bastante castigo, viendo a los demás correr detrás de la otra que hasta parecía tener vida, por su normal y juguetón comportamiento. Al día siguiente tuve un compañero inesperado, el Guille, castigado por el delito de haberle hecho un gol. Los dos mirábamos jugar deseando que cayera en casa del vecino “cortador”, que para colmo había soltado los perros para que, en caso de que la pelota cayera, nadie se atreviera a entrar saltando su cerco. No tuvieron necesidad: ese día no cayó, el siguiente tampoco. Mientras iba en aumento el número de castigados, encontramos una forma de diversión: jugar con la de trapo al mismo tiempo que los obsecuentes obedecían al prepotente dueño de la otra. Si en el camino se cruzaba la de goma seguíamos con ella muy felices para fastidio del mandón, que a los gritos pedía a sus fieles que recuperaran de cualquier forma su pelota. El cuarto día, al igual que la humilde pelota de 20 guitas, fue despanzurrada la de 40 para satisfacción de los castigados que le vimos tomar la misma medicina que padecíamos nosotros. Recibió las dos mitades sin ocultar su desconsuelo ni su impotencia, y lloró su amargura como cualquiera de nosotros lo hubiera hecho. Si al principio me alegró que ahí cayera la pelota, consumado el hecho, me daba pena.
Un mes después se remató la quinta de enfrente y nos quedó un hermoso potrero donde poder jugar al fútbol con alguna pelota de 20 guitas cuando la fortuna de trabajar nos permitía realizar una colecta. Una tarde apareció muy sonriente el gordo mandón con una pelota Nº 5 nueva. Los demás dejaron la de trapo y miraban arrobados al gordo cómo la hacía botar contra el césped o le pegaba suave con el pie mientras exigía que formaran un equipo para jugar un picado. Intenté acercarme, más por su mirada me di cuenta de que seguía castigado y fui a sentarme solo con mi pelota de trapo en el cordón del frente de casa. Resignado y sin esperanza de jugar, pensaba en irme antes que en proceder como los demás. Pero por esas cosas que saben ocurrir cuando uno menos las espera, pica la pelota sobre el asfalto, me levanto y cae justo en mis manos. La abracé fuerte, era laprimera Nº 5 que tenía en mis manos, luego leí su marca y el número que así lo indicaba, besé su rubio cuero emocionado y comencé a pegarle suave, pasándola de un pie al otro con satisfacción mientras el gordo gritaba desaforado que se la devolviera. Yo seguía sin que me importara un bledo lo que decía, ella había venido por mí y, aunque fueran unos segundos más lo que podía retenerla, no iba a devolverla por la obediencia debida y sólo cuando ya venían en tropel a sacármela la despedí amablemente: “Adiós, rubia hermosa”, le dije, y un puntapié la dejó en manos del gordo que allá lejos seguía amenazando con que no volvería jamás a jugar con ella.
Grandes ya, él heredó la fábrica del padre donde trata a la gente con el mismo despotismo que le conocí. Parecía haber hecho escuela con nosotros, como si la vida y sus circunstancias nos fuera modelando desde el nacimiento a ocupar nuestro lugar, y el prepotente vecino, el suyo. La mayoría que lo soportaba tasaba a bajo precio su propia estima y, sometida a sus caprichos, sólo se conformaba con poco. Lope de Vega inmortalizó la protesta de los mansos y oprimidos en su obra de historia y leyenda llamada Fuenteovejuna, escrita en 1614, donde se muestra que a veces el derecho y la razón de los rebeldes es superior a la soberbia caprichosa de los mandones. Igual que en 1789, la patética asfixia que oprimía a todo un pueblo trajo consigo los vientos de Libertad, Fraternidad e Igualdad para toda la humanidad, que pesar de todo eso sigue teniendo prepotentes, mansos y rebeldes.
Manuel García

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