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Domingo, 1 de julio de 2007

CONTADO

Inflación de lenguaje

 Por Marcelo Zlotogwiazda

Un repaso histórico basta para entender por qué la presión inflacionaria ha generado en lo que va del año mucho nerviosismo, un gran desacierto e intensos debates.

En 38 de los últimos 50 años la Argentina tuvo inflación superior al 10 por ciento anual. De esos 38, sólo cinco se ubicaron debajo del 20 por ciento; 16 años registraron alzas de entre 20 y 100 por ciento; en 15 oportunidades hubo inflación de tres dígitos anuales; y en 1989 y 1990 los precios subieron 3080 y 2314 por ciento, respectivamente.

De los restantes 12 años con inflación inferior al 10 por ciento, sólo uno es previo a la convertibilidad, 1969. Cinco están comprendidos en la etapa menemista y fueron consecutivos (1994-1998), a los que le sucedieron tres años de caída de precios. Los tres que faltan son 2003, 2004 y 2006; una racha interrumpida por el 12,3 por ciento de 2005.

Es evidente que el país pasó en este aspecto por experiencias de las más diversas. Se sabe las dificultades que implica un régimen prolongado de inflación alta pero controlada (hasta 1974). En el período de tasas inmanejables que se sucedieron a partir del Rodrigazo de 1975 se aprendió que estanflación significa estancamiento con inflación. El país también sufrió el drama de la hiperinflación, y lo padeció por partida doble. Y al final de la convertibilidad le vio por primera vez la cara a la deflación, y se dio cuenta que suele ser uno de los rostros de una economía en fuerte recesión.

Inflación, estanflación, hiperinflación, deflación. Y ahora se acuñaron dos términos nuevos para lo que está pasando, no sólo aquí sino a nivel mundial. Pareciera que el lenguaje también soporta un proceso inflacionario. En México eligieron la palabra etanoinflación y en Estados Unidos se está imponiendo el neologismo agflación para denominar el mismo fenómeno. Se alude al impacto causado por el alza de las cotizaciones de las materias primas del agro, que en parte no menor es impulsado por la fuerte demanda adicional de granos para la producción de biocombustibles, etanol y biodiésel. Para tener una idea de la magnitud de este nuevo fenómeno, el principal productor de maíz del mundo, Estados Unidos, está destinando un quinto de esa cosecha a la fabricación de etanol. Y según un reciente informe de The Economist Intelligence Unit (una consultora emparentada con la revista inglesa) los pronósticos indican que por lo menos por dos años se mantendrá la demanda excedente y precios sostenidos para el maíz en el mercado mundial. El proceso no termina ahí sino que contagia al resto de los granos, por la sencilla razón de que dado un recurso finito como la tierra, la mayor superficie destinada a maíz equivale a restar hectáreas a producciones alternativas. Como síntesis del impacto sobre los precios locales, el índice de precios de materias primas que elabora el Banco Central muestra que el nivel actual supera en un 30 por ciento al del bienio 2004-2005 (que ya eran años de precios altos) y triplica al de 1999 y al de 2001.

La agflación no es el único factor de presión sobre el nivel general de precios. A eso se agregan los cuellos de botella provocados por la fuerte expansión de la demanda, que en una economía con altísimo grado de concentración (ver nota de tapa) completa un marco propicio para que se exacerben los comportamientos oligopólicos que anteponen la remarcación al aumento de la oferta y de las inversiones.

Además de sus variantes y combinaciones semánticas, la palabra inflación suele requerir de adjetivos. Por ejemplo, está la inflación manifiesta pero también se puede hablar de inflación reprimida, cuando como ocurre desde hace unos años hay precios congelados por la intervención del Estado, ya sea con el uso de la persuasión política como en el caso de los combustibles, por imperio de la ley como en gas y electricidad, o al costo de subsidios compensatorios como en el transporte público.

La manera de enfrentar la situación ha dado lugar a un debate cada vez más intenso, donde se cruzan posiciones de las más diversas. Pero en lo que a esta altura coinciden todos salvo unos pocos cruzados es en que el problema no se resuelve maquillando la realidad. La torpe manipulación de los datos incita a que cualquier información del IndeK sea interpretada en ese sentido. Por ejemplo: mientras en la medición del costo de vida el capítulo Alimentos y Bebidas aumentó según el IndeK 0,1 por ciento en mayo y 4,7 por ciento en lo que va del año, para el mismo Indek los precios en los supermercados subieron 3,1 y 9,7 por ciento, respectivamente. Como señala Miguel Olivera en su blog, “si de por medio no estuviera la manipulación del índice diría simplemente que los supermercados recuperaron los precios perdidos en el segundo semestre del año pasado”. Pero la manipulación está. Y es esa manipulación el caldo de cultivo para las suspicacias. Incluso para interpretaciones técnicamente incorrectas para confirmar que hay una inflación oficial diferente de la real. Otros dos adjetivos para la palabra maldita.

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