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Domingo, 26 de diciembre de 2010

MUNDO FINANCIERO › INVERSIONES FINANCIERAS Y BURSáTILES

Confusión de confusiones

 Por Carlos Weitz

¿Oro?, ¿dólares?, ¿euros?, ¿trigo?, ¿yenes?, ¿petróleo?, ¿soja?, ¿bonos griegos?, ¿acciones?, ¿fideicomisos inmobiliarios? o ¿cajas fuertes a prueba de ladrones? La globalización y la innovación financiera han traído aparejado un amplio menú de inversiones para beneplácito y/o desconcierto de aquellos que se dedican al oficio de administrar y multiplicar fondos propios o ajenos. Tomar decisiones o dar consejos de inversión nunca ha sido una tarea sencilla. En el año 1688 José de la Vega publicó en Amsterdam el primer tratado de la historia dedicado a temas bursátiles, que pese a sus más de trescientos años de vida parece haber sido escrito ayer.

Comerciante, poeta, filósofo y literato, dedicó sus principales energías a desmenuzar la esencia del ambiente bursátil de su época. Para que no quedaran dudas respecto de cuál era su visión sobre el mundo financiero, De la Vega bautizó su tratado con el título de Confusión de confusiones. Diálogos curiosos entre un filósofo agudo, un mercader discreto y un accionista erudito. El autor aclara en el prólogo las razones por las que escribió el libro: “Tres motivos tuvo mi ingenio, para tejer estos diálogos, que espero granjeen el título de curiosos. El primero, entretener el ocio, con algún deleite que no desdore lo modesto. El segundo, describir (para los que no lo ejercitan) un negocio que es el más real, y útil, que se conoce hoy en la Europa. Y el tercero, pintar con el pincel de la verdad las estratagemas con que lo tratan los tahúres que lo desdoran, para que a unos sirva de delicia, a otros de advertencia y a muchos de escarmiento”.

Los tres protagonistas de la sátira centran su atención, uno en entender el negocio, otro en explicarlo y el último en tratar de sacarle provecho. En sus primeras palabras, el Mercader, poseedor de una empresa naviera, señala el alivio que le generaría abandonar su actividad productiva para vivir de rentas.

“Mercader: También yo os suplico (pide al accionista que le explique el negocio de los mercados de valores) porque andan tan cansadas las comisiones, las cargazones y los giros, que quisiera aplicarme a este nuevo empleo, por ver puedo aquistar una fortuna y salir a costa de riesgos, de tantos afanes”.

No muy distintas son las preocupaciones del barbado Filósofo que, tras escuchar al Accionista, reconoce sus ambiciones pero desnuda también sus limitaciones y miedos.

“Filósofo: No puedo negar sin embargo que tengo impulsos de probar fortuna, si no hubiera tres valientes obstáculos que me impiden el arrojo.

El primero, embarcarme en una nave tan expuesta a los desaires de la fatalidad. El segundo, serme necesario entrar ganando, por ser mi caudal limitado, para que en las pérdidas que se ofrezcan, pueda pagar lo que debiere, o quedar al menos con hacienda. El tercero, que conociendo todo lo humilde de mi esfera, no habrá quién se fíe de mis barbas”.

Por último, el autor –en esta obra del siglo XVII– le dedicaba un párrafo al Accionista describiendo la insatisfacción natural que suele acompañar no sólo a los grandes inversores sino a la mayoría de los seres humanos de todas las épocas a la hora de tomar decisiones de inversión más allá del volumen de los dineros involucrados: “Todo son en él rabias y más rabias, disgustos y más disgustos, pesares y más pesares; si el que compra algunas partidas ve que bajan, rabia de haber comprado, si suben, rabia de que no compró más; si compra y suben, vende y gana; y si vuelan aún a más alto precio del que ha vendido, rabia de que vendió por menor precio; y si no compra ni vende, y van subiendo, rabia de que habiendo tenido impulsos de comprar, no llegó a concretar sus impulsos...”.

Cualquier similitud con la actualidad no es casualidad

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