futuro

Sábado, 4 de diciembre de 2004

LA INCREIBLE VIDA DE ADA BYRON, LA TATARABUELA DE LA PC

El fantasma de la máquina

El gran poeta romántico Lord Byron tuvo una hija, Ada, que nunca lo conoció, pero que heredó su enorme talento. Decidida a apartarla de las letras, su madre le brindó una educación basada en las matemáticas, lo cual la llevó a conocer a Charles Babbage, el visionario inventor entonces empeñado en crear una computadora mecánica, de quien fue corresponsal, colaboradora y amante, en ese orden. Ada creó el más remoto antecesor del software, y publicó, sólo con sus iniciales, una multitud de trabajos sobre esa etapa ultraprimitiva de lo que sólo un siglo y medio más tarde se llamaría informática. En esta entrega de Futuro, Pablo Capanna reconstruye la figura de esta matemática de avanzada, que mereció que se la llamara, a fines del siglo XX, la encantadora de números. O el hada.

 Por Pablo Capanna

Si hubo alguien capaz de resumir todo el romanticismo, quien más cerca estuvo de lograrlo fue Lord Byron. Admirado por gente como Bécquer o José Mármol, Byron se sintió tan atraído por las soleadas columnas griegas como fascinado por las sombrías abadías góticas. También supo ser decidido partidario de las causas más inciertas.
George Gordon (1788-1824) tuvo una infancia pobre, pero a los diez años heredó de su tío una importante fortuna y el título de Lord Byron. Dedicó el resto de su corta vida a dilapidarla con fervor.
Partidario de todas las causas revolucionarias, se hizo iniciar por los Carbonarios italianos y fue capaz de escandalizar a la Cámara de los Lores con su encendido discurso de 1812 en defensa de los ludditas, esos artesanos que saboteaban las máquinas y eran deportados a Australia. Murió “de fiebres” en Missolonghi, cuando los griegos que luchaban por su independencia contra los turcos otomanos lo habían puesto al comando de su precaria armada, cuyo barco insignia se llamaba Bolívar. Tenía 36 años, y como buen romántico nunca había pensado en la madurez.
En su lecho de muerte quizás habrá recordado aquella noche a orillas del lago Leman, cuando andaba por los Alpes con el modesto propósito de “dejar que las montañas eternas contemplaran su genio”. Esa noche les había propuesto a sus amigos Percy Shelley, Mary Godwin y Polidori el desafío de escribir una historia de terror original. Ganó Mary Godwin, la mujer de Shelley, con su Frankenstein, que le daría a la modernidad tardía uno de sus mitos más inquietantes, íntimamente ligado a los temores que suscitaba la Revolución Industrial.
A última hora, Lord Byron también se habrá acordado de su hija Ada.
Ocurría que un tiempo antes de iniciar su periplo europeo, el poeta había intentado restaurar su imagen y aventar su fama de promiscuo, bisexual e incestuoso con un matrimonio convencional.
De este modo, en 1815 se había casado con Anne Isabella Millbanke: la unión había durado apenas unos meses, tiempo más que suficiente para que naciera su única hija legítima, Augusta Ada. Pero cuando Ada todavía no había dejado la cuna, su padre abandonó Inglaterra. Recién al cumplir ocho años, la niña se enteró de que había muerto en Grecia.

UNA MENTE BRILLANTE
La hija de Byron nunca conoció a su padre. Sólo tardíamente Anna Isabelle le mostró una caja llena de regalos que él le mandaba desde los más remotos puertos y hasta le leyó el poema que alguna vez le había dedicado.
Ada Augusta Byron (1815-1852) había heredado de George Gordon el talento y una misteriosa belleza dark que llamaba la atención en los salones aristocráticos tanto como lo hubiera hecho en algunas disco de hoy. Era una muchacha quizá demasiado activa para lo que se estilaba en una dama victoriana: amaba la gimnasia, el baile y la equitación. Despertaba admiración cuando tocaba el piano, el violín y el arpa, pero lo que más la atraía era la mecánica. Iba a los conciertos, y se había afiliado a las Bluestockings, un círculo de mujeres ilustradas que organizaban charlas y debates sobre temas como literatura, geografía y ciencia popular.
A pesar de que esta educación la calificaba para lucirse en los salones y conseguir un buen partido, su madre estaba aterrada de sólo pensar que en algún momento se le ocurriera dedicarse a las letras y seguir el tortuoso destino de su padre.
Fue de tal manera que optó por una solución original. Decidió orientarla hacia las ciencias, y le presentó al gran matemático Augustus De Morgan,quien no dejó de apreciar su talento. Alentada por De Morgan, Ada fue a tomar lecciones con Mary Sommerville, una brillante matemática que acababa de publicar un libro sobre mecánica celeste.
Mary, cuyos padres tenían por costumbre ocultarle las velas para que “no se volviese loca” resolviendo ecuaciones, había logrado graduarse y se había abierto paso en la comunidad científica, venciendo muchos prejuicios. Ella se convirtió en un modelo de vida para Ada, y la retribuyó proponiéndola como la primera mujer que sería admitida en la Sociedad Astronómica Real.
En casa de Mary, Ada también conoció William King, el conde de Lovelace, con quien se casó a los 19 años y tuvo tres hijos. Fue así como pasó a la historia con el nombre de Ada Lovelace. Esto explica cómo hoy, en una cultura agobiada por la información y segmentada por la especialización, habrá unos que sólo la recuerden como la hija del poeta, otros que la reverencien como la madre de todos los programadores y los que, por su apellido, la confundan con una estrella porno.

LA MAQUINA ANALITICA
Un año antes de casarse Ada, Mary Sommerville también le había presentado a Charles Babbage (1792-1871), un matemático e inventor que andaba detrás de una idea descabellada: construir algo que hoy llamaríamos una computadora, con la cual pensaba revolucionar la estadística.
Ada era una adolescente cuando Babbage la invitó a conocer su Máquina Diferencial. Era una enorme y compleja calculadora mecánica destinada a elaborar tablas matemáticas como aquellas de “logaritmos, seno, coseno, tangente y cotangente” que no hace tantos años aún se usaban en las escuelas, empleando el llamado “método de diferencias”.
Babbage había comenzado a construirla en 1823 con un subsidio de la Corona, para lo cual había tenido que montar varios talleres y hasta una fundición. Pero tuvo que abandonar el proyecto diez años más tarde, cuando el primer ministro Disraeli, alarmado por una inversión que ya rondaba las 22.000 libras, dictaminó que, de haberse concluido, la máquina sólo hubiese servido para calcular su propio costo, y lo dejó sin recursos.
La idea de Babbage, quien también fue un precursor de la investigación operativa, era utilizar para el cálculo tarjetas perforadas, como en los telares de Jacquard. Por entonces, el francés Jacquard sorprendía a todos con sus telares automáticos, que eran capaces de ejecutar cualquier diseño programado. Era precisamente el tipo de máquinas que se empeñaban en arrojar al río, temiendo por su fuente de trabajo, aquellos tejedores ludditas que había defendido Lord Byron.
Cuando conoció a Ada Lovelace, Babbage ya estaba pensando en algo aún más ambicioso, que se iba a llamar Máquina Analítica. Su madre le había aconsejado seguir adelante, pese a todos los fracasos, “aunque tuviese que vivir a pan y queso”.
Babbage imaginaba una máquina capaz de interactuar con su operador, dotada de una memoria, una unidad operativa, una perforadora de tarjetas y una impresora: se diría que era una auténtica computadora. Como su tamaño amenazaba con crecer indefinidamente, se propuso hacerla capaz de trabajar procesando datos durante un tiempo ilimitado. Pero su talón de Aquiles estaba en la mecánica y en las tarjetas perforadas. Faltaba mucho tiempo para que a alguien se le ocurriera pensar en una máquina eléctrica y descubriera que la lógica del “on” y el “off” se adecuaba perfectamente a la numeración binaria, basada en unos y ceros.
Babbage no llegó a construir su máquina, cayó en bancarrota y naufragó en la neurosis. Pero sus ideas no habían sido tan extravagantes. Recién en 1993, unos investigadores británicos construyeron un dispositivo más pequeño basado en sus planos y lograron hacerlo funcionar a la perfección. De no haberse interrumpido el trabajo que Babbage había iniciado, no hubiese habido que esperar más de treinta años para que Hermann Hollerith (1860-1929), usando tarjetas perforadas y procedimientos similares, lograra procesar el censo de los Estados Unidos.

LA ENCANTADORA DE NUMEROS
Ada sólo había visto al inventor una vez, el día que fue a escuchar una conferencia de Dionysus Lardner, quien disertaba en el Instituto de Mecánica sobre la máquina de Babbage. Quedó tan impresionada con el tema que le mandó a Charles una carta donde le hacía atinadas observaciones técnicas. Entre otras cosas, sugería poner por escrito los métodos que utilizaría la Máquina Analítica: Ada estaba pensando en lo que hoy llamaríamos su “programa”. Babbage quedó tan impresionado que le pidió que se pusiera a escribirlo. La joven redactó siete breves ensayos sobre la programación de la máquina, que hoy son considerados como la muestra más antigua de software.
Una vez más fue Mary Sommerville quien, en una fiesta, presentó a Ada y Charles: ambos iniciaron un largo intercambio epistolar, que al comienzo sólo versaba sobre temas técnicos, pero pronto derivó hacia otros más previsibles. En 1841 Ada invitó a Babbage a conocer su casa, y con el tiempo se hicieron amantes.
Mientras tanto, ella seguía avanzando con su tema favorito. Cuando Babbage le encargó la traducción de un informe que el matemático italiano Menabrea había preparado para presentar la máquina ante un congreso científico en Viena, Ada no sólo se limitó a corregir sus demostraciones. Le añadió tantas notas que el trabajo terminó por hacerse tres veces más largo que el original.
Si las actividades de Ada eran poco comunes entre los caballeros, mucho menos aceptables resultaban para una dama. Convencida de que su trabajo era muy poco “femenino” y era muy difícil pensar en ser aceptada por la nobleza y el mundo académico, firmó su informe simplemente con las iniciales “A.A.L.”. Todos los artículos que vinieron después aparecieron en las revistas científicas bajo el mismo seudónimo. Tuvieron que pasar treinta años, y Ada tuvo que morirse para que se diera a conocer su identidad y su trabajo comenzara a ser valorado más que el de Babbage.
Las cartas que se intercambiaron Babbage y ella son un documento único, y luego serían reunidas con el título de Ada, la encantadora de números. Un siglo más tarde, en 1984, el Departamento de Defensa de los Estados Unidos puso en circulación un lenguaje de programación llamado ADA en su homenaje. William Gibson y Bruce Sterling, dos maestros del ciberpunk, la hicieron protagonista de La Máquina Diferencial, una novela de 1990 donde la revolución informática se adelanta en un siglo, si bien con inquietantes consecuencias.
La visión de Ada Lovelace fue mucho más ambiciosa que la de Babbage, inmerso en los problemas del hardware. No sólo fue la primera mujer que se interesó por las calculadoras: fue una de las primeras personas, si no la primera, que entendió las posibilidades que abría la “máquina”. “Nadie sabe cuál es el potencial que encierra este poderoso sistema”, escribió. Ada también fue más poética que Babbage, y quizá los genes paternos hablaran por ella cuando escribió que “la Máquina Analítica teje fórmulas algebraicas de la misma manera que el telar de Jacquard teje guardas de flores y hojas”.
Más de un siglo antes de que existieran las computadoras, lejanos vástagos de la máquina de Babbage, Ada imaginó que las máquinas algún día podían llegar no sólo a ejecutar música (como hacían las pianolas de entonces con sus rollos perforados) sino a componer sinfonías y complejos diseños gráficos. Hasta hizo algunos intentos al respecto.

UNA VIDA BREVE
Quien imaginara que Ada anduvo siempre perdida en las abstracciones y entregada a la disciplina del cálculo, se equivocaría. Ada fue un talento precoz, como han sido muchos grandes matemáticos, pero su corta vida fue bastante agitada.
Su salud siempre había sido precaria: desde niña sufría de asma y solía sucumbir a profundas depresiones. En sus últimos años, para aliviar sus padecimientos se hizo alcohólica y adicta a todas las drogas entonces accesibles. La mezcla de cerveza, brandy, opio y morfina contribuyó a apurar su deterioro.
Durante este período, también fue dominada por una fuerte compulsión a los juegos de azar. Babbage, que pese a los fracasos aún soñaba con conseguir fondos para construir su Máquina, la acompañó en sus fantasías de suerte y riqueza. Usando sofisticadas recetas probabilísticas para ganar apuestas en las carreras de caballos, Ada se las ingenió para jugarse la fortuna familiar, de la misma manera que lo habían hecho su padre y su abuelo. Murió de cáncer uterino, casi en bancarrota. Tenía 36 años, la misma edad que había tenido Lord Byron al morir.
Ada no sólo nos dejó sus brillantes intuiciones sobre el futuro que aguardaba a las computadores. También propuso una tesis que aspiraba a ver convertida en ley, y que ha hecho correr tanta tinta como aquel famoso Test que propuso otro inglés brillante y precoz, Alan Turing, en las primeras décadas del siglo XX.
Cuando aún no existían las computadoras que habrían de ponerlo a prueba, Ada postuló que “las máquinas sólo hacen aquello que les ordenamos que hagan”. Muchos sostienen que el test de Turing ha sido superado, desde el momento en que la inteligencia artificial ha alcanzado un nivel que torna cada vez más difícil saber si se está interactuando con una máquina o una persona. O tan siquiera saber cómo es en realidad nuestro interlocutor, como bien saben los adictos al “chateo”.
Hoy podríamos admitir con Ada que quizá las máquinas sólo hagan aquello que les ordenamos. Pero de lo que no podemos estar seguros es de que lo entiendan como nosotros pretendemos. Quizás uno de los corolarios del principio de ADA sería la tesis GIGO (“si entra basura, sale basura”), con lo cual el operador vuelve a ser responsable.
No faltarán aquellos que vean las máquinas que soñó Ada tan peligrosas como ese monstruo de Frankenstein que patrocinó su padre, y tampoco faltarán los nuevos ludditas que quieran destruirlas. Pero lo que es seguro es que ya no podemos vivir sin ellas.

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Ada Lovelace Byron, hija del escritor romantico, es considerada la primera programadora de la historia.
 
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