futuro

Sábado, 15 de enero de 2005

Plagas...

Por Enrique Garabetyan

En 1998 la Organización Mundial de la Salud publicó su clásico informe anual sobre el estado de la ídem en el planeta. Allí analizaba en detalle las tendencias que irían modelando las primeras décadas del por entonces inminente nuevo milenio. En sus páginas iniciales podía leerse que “el mundo empezará el siglo XXI no sólo libre de la viruela sino que también deberá desaparecer la polio, el sarampión, el tétanos neonatal”. Y enumeraba otro puñado de afecciones en serias vías de desaparición gracias a la prevención, a nuevas vacunas y tratamientos etc, etc. y más etc.
Ante semejante catarata de optimismo un escéptico podría preguntarse ¿Qué enfermedades graves llegarán a la tapa de los diarios de este siglo, más allá de las abonadas de siempre como el cáncer, el sida, el mal de Parkinson o el Alzheimer? ¿Cuáles serán tildadas de “incurables”, o denominadas “asesinas”? ¿Y las responsables de las grandes epidemias? Las candidatas “tapadas” son varias, pero una arbitraria selección dejaría entre las postulantes más serias a las siguientes:

La gripe: regreso inminente
Caer en cama por una gripe es un clásico común (casi aburrido) de cada invierno. Obliga a pasar algunos días “guardado”, meta jugo y aspirinas. Con eso, usualmente, los síntomas desaparecen hasta el ciclo siguiente. Pero cuando el virus de la gripe desciende sobre un grupo de riesgo -ancianos, chicos desnutridos, sistemas inmunes comprometidos– aquella simple molestia se vuelve mortal. Y reclama un tributo de entre 250 y 500 mil muertes anuales.
Todos recuerdan que en 1914 comenzó la Primera Guerra Mundial que en apenas cuatro años, segó 10 millones de vidas. Pero pocos saben que en marzo de 1918, casi sobre el fin de la contienda, llegaría un nuevo azote: la “gripe española”. Avanzando al galopante ritmo de la globalización, en el lapso de meses no dejó zona habitada del mundo sin visitar y las cifras finales de la hasta ahora pandemia más violenta y extendida de la historia rondan los 40 millones de muertos en el lapso de apenas 24 meses.
Aunque en 1957 se repitió la historia con la gripe “asiática” y en 1968 con la gripe “de Hong Kong”, estas dos reapariciones, aunque graves, marcaron una disminución de la cantidad, clamando apenas sendos millones de vidas. Es que no en vano los medicamentos y el saber médico habían mejorado de manera sustancial. Cualquiera podría proyectar entonces que no hay ya demasiados riesgos por ese frente. Y se equivocaría de medio a medio. Porque en 1997 se documentó la primera irrupción de la variante AH5N1 o gripe “aviaria” en (otra vez) la atestada ciudad de Hong Kong. Y de entrada nomás, probó su severidad, porque enfermó a 18 personas de las cuales murieron seis; el 30 por ciento.
La AH5N1 es una variedad que preocupa porque muta con una facilidad asombrosa. Y llevó el doctor Klaus Stohr a declarar que “ésta seráposiblemente la causa de la próxima pandemia a la que habrá que tributar entre 2 y 7 millones de fallecimientos, ya que su mortalidad será de entre el 25% y el 30%”. Stohr debe saber de lo que habla, ya que es nada menos que el coordinador del Programa OMS de Seguimiento de la Gripe. Y para que no queden incertidumbres, el hombre agregó: “No es una cuestión de saber si habrá, o no, epidemia global, eso es un hecho. La duda pasa simplemente por saber cuándo ocurrirá”.

La tuberculosis: vuelta al pasado
Mire fijamente el segundero de su reloj durante un minuto. ¿La aguja se movió 60 veces? Pues bien, puede estar seguro entonces de que hay 60 personas –en algún lugar del planeta– que acaban de contagiarse de tuberculosis. “¿Y qué hay con eso?”, dirán muchos. Después de todo, la que fue Señora de la Vida y la Muerte en el siglo XIX, ¿qué puede hacer en el siglo XXI, cuando los antibióticos vienen arrinconándola hace ya cinco largas décadas? Bastante, según parece. Porque pese a la paliza que le propinan los tratamientos quimioterápicos, lo cierto es que el Mycobacterium tuberculosis se las sigue arreglando para estar junto al hombre, usualmente alojado en sus pulmones. Y para causar 1.800.000 defunciones al año.
La relación tan íntima entre el bacilo de Koch y la humanidad no debería extrañarnos demasiado ya que es antigua y extensa. Para lo primero, basta saber que en restos de momias egipcias fechados alrededor del 2400 a.C. se han detectado síntomas claros de la enfermedad. Y para la segunda se puede anotar que una de cada tres personas, en todo el orbe, son portadoras del bacilo. Aunque eso no significa, por supuesto, que vayan a desarrollar la afección, algo que ocurre cuando el sistema inmune se debilita, tal como se verifica en, por ejemplo, los enfermos de sida y en las personas desnutridas.
Pero el Mycobacterium no sólo ha sobrevivido recurriendo a la cantidad bruta de infectados sino también a la inteligencia genética. Es que como cualquier organismo, las bacterias logran evolucionar mezclando y mutando genes. Y así se han encontrado en prácticamente todos los países, algunas variantes del bacilo que son resistentes a la panoplia completa de antibióticos usuales. A los pacientes infectados con estas cepas, esto les genera en la práctica una especie de túnel del tiempo que los transporta a la era pre-antibióticos. Y por ende a tasas de mortalidad por tuberculosis cada vez más elevadas.

El Ebola: el virus fantasma
Es siempre un buen candidato a protagonista de películas catástrofe. Porque un asesino con un promedio de mortandad mínimo del 50% y un máximo cercano al 90% de las víctimas a las que “toca” debe, sin duda, recibir atención. Y no sólo de los guionistas de Hollywood. ¿Un ejemplo? Cuando hizo su última visita a la República del Congo, en abril del 2003, acabó con 157 de las 178 personas a las que infectó. Su nombre es Ebola y es capaz de desatar una fiebre hemorrágica fulminante tras un plazo de incubación de apenas 2 días.
Su descubrimiento oficial data de 1976, cuando se lo identificó como causante de un brote epidémico ocurrido en Sudán. Desde entonces, apareció periódicamente, pero siempre (en esta variedad) en países de Africa, aunque también estuvo involucrado en algunos accidentes de laboratorios de alta seguridad biológica, en Estados Unidos y en Rusia, en mayo del año pasado.
La infección que desata el Ebola no tiene por ahora tratamiento conocido y no se conoce siquiera cuál es el reservorio del virus en la naturaleza.Hoy por hoy es poco lo que puede hacer la medicina contra él, más que paliar los síntomas de los afectados que, literalmente, se deshacen en hemorragias internas y externas.
Una excentricidad que rodea al Ebola es que fue capaz de despertar algunas de las dudas más llamativas en investigaciones biomédicas –y éticas– de los últimos tiempos. Ocurre que hace un puñado de meses se probó con éxito la efectividad (en primates) de una vacuna preventiva de la infección causada por el Ebola. Pero ahora, ¿cómo seguir?. ¿Exponer de manera intencional a sujetos sanos a una dosis de virus letal para probar la efectividad de una vacuna que funciona en macacos? No parece precisamente un ensayo que un regulador de salud pública esté deseando aprobar. Sin embargo, a pesar de la falta de testeo es posible que esta inmunización -aunque clasificada como “experimental”– termine siendo preparada y distribuida para un uso eventual. Es que el gobierno norteamericano está quemando etapas en la búsqueda de prevención de ataques terroristas. Y el Ebola, junto al ántrax y a la viruela, podría ser un candidato.
Un frecuente ejercicio de imaginación y terror relacionado con el Ebola es el siguiente: por ahora la manera en que el virus “salta” de víctima a víctima es por medio de los fluidos. Pero ¿qué pasaría si evoluciona una variante que, como la gripe, se transmita por el aire, en forma de, por ejemplo, un acceso de tos o un estornudo como hoy lo hace la gripe?

Rara avis
Desde el frente médico, los partes sobre el estado del combate contra afecciones como el cáncer, las cardiovasculares, sida y Alzheimer se suceden sin pausa. Sobre ellas se amontonan estudios “Fase III”, drogas novedosas y avances en tratamientos eficaces. Pero frente a estas “populares” y (re)conocidas dolencias, se agolpan un amplísimo grupo de enfermedades que algunos médicos denominan “raras” y otros “huérfanas”. Son un grupo de desconocidas, salvo por los pacientes y su entorno, además de por un puñado de especialistas que intentan tratarlas con escasos recursos terapéuticos.
Lo particular de esta familia de trastornos es que aunque sean “raras” son muchas. La OMS calcula que hay unas 5000 ya identificadas, pero el número crece de manera sostenida. Por otra parte, tener precisiones se complica porque muchas veces son padecimientos que se solapan o tienen mínimas diferencias sintomáticas. Pero lo concreto es que bajo esta amplia denominación se las define como “las afecciones con peligro de muerte o de invalidez crónica, pero que tienen una frecuencia (prevalencia) muy baja, menor a los 5 casos por cada 10.000 habitantes”. Eso no debe llamar a engaño, porque combinando números se llega a que, en promedio, una de cada 12 personas en el planeta puede sufrir alguno de estos males a lo largo de su vida.
Entre los factores que las agrupan se cuentan varios: son difíciles de diagnosticar; la mayoría tienen un origen desconocido, aunque en el 80% de los casos están involucrados componentes genéticos y sobre muy pocas existen datos epidemiológicos consistentes. Además, para apenas un puñado hay tratamientos efectivos. Y suelen ser muy costosos.
Un tema relacionado son las drogas “huérfanas”. Se trata de moléculas o tratamientos posibles, pero que deben ser investigados. Claro que, por la escasa cantidad de pacientes y de “mercado” posible, desarrollar estas líneas no despierta el interés de los laboratorios. Para contrarrestar esa “traba” varios países europeos, Australia y Japón, han aprobado legislaciones especiales que promueven investigaciones en estos nichos, a los que apoyan con incentivos económicos y legales. Por ejemplo, patentes que brinden una protección y exclusividad de comercialización de una mayor cantidad de años que la usual.

Chagas: la enfermedad silenciosa
La enfermedad que causa el Trypanosoma cruzi es casi un clásico argentino, aunque su descubridor fue brasileño. Le corresponde a Carlos Chagas haberla identificado y ligado a la vinchuca, allá por 1909. Pero en una especie de adelantado “Mercosur de la Salud”, su segundo nombre se lo dio el sanitarista Salvador Mazza, infatigable explorador sanitario que hizo 11 viajes por las fronteras de Argentina, Bolivia, Brasil y Chile. Mazza relacionó a los afectados por la sintomatología de un mal común en el noroeste (fatiga crónica, afecciones cardíacas que ocasionaban la muerte) con el hecho de que durante los primeros años de sus vidas estuvieran expuestos a la picadura de unos insectos símil cucarachas. Y descubrió la presencia del Trypanosoma en los corazones enfermos. Se calcula que son hoy 18 millones los infectados por Chagas, básicamente en América latina, de los cuales 2.300.000 corresponden a la Argentina.
El Chagas, además de ser un mal de la pobreza, es la enfermedad “silenciosa”. En conjunto sus etapas –aguda, latente y crónica– pueden tomarse décadas antes de que el enfermo manifieste síntomas que, obviamente, suelen estar en relación directa con las alteraciones del corazón. La consecuencia usual es la miocardiopatía chagásica, afección que llega a un 25% de los casos y que se describe como un engrandecimiento del músculo y su consecuente mal funcionamiento y eventual muerte súbita.

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