futuro

Sábado, 25 de mayo de 2002

CAFE CIENTíFICO: ARQUEOLOGíA DE BUENOS AIRES

Memorias del subsuelo

Por Martín De Ambrosio

Hubo un tiempo que no fue precisamente hermoso, pero sí distinto. Buenos Aires tenía menos de 40.000 habitantes, desparramados alrededor de lo que ahora es la Plaza de Mayo y que entonces era una plaza seca, sin pirámide y sin fuentes, donde se podía ver a esclavos ofreciendo peces fritos en grasa y a negreros vendiendo a otros hombres recién llegados.
Era una Buenos Aires en la que se comía mucha carne y hasta las gallinas despreciaban otra cosa que no fuera un bife; incluso la paloma era una opción alimentaria válida para las monjas de convento. El cordero era algo habitual y el asado una costumbre del campo, porque en la ciudad había que hervir la carne, ya que era tan dura como se pueda imaginar.
Así fue la Buenos Aires colonial, que tampoco cambió mucho después de aquel 25 de mayo, y que contiene curiosas historias, un tanto alejadas de la historia de papel. Episodios que sólo pueden ver la luz gracias a los trabajos arqueológicos de rescate, en los que los pozos de basura se convirtieron en claves para las deducciones. Claro, en la basura no se van a encontrar obras de arte ni objetos valiosos, actividades de una cultura “alta” que además dejaba documentos escritos. Los restos, los desperdicios, en cambio, guardan un registro invalorable de la vida cotidiana de los “Otros” habitantes de la ciudad, como esos afroargentinos que constituían nada menos que el 35% de la población hasta su masacre.
Sobre lo que hay oculto debajo de nuestros pies, sucesos a veces inverosímiles y a veces demasiado parecidos –en corrupción y decadencia– a la actualidad crítica, giró la charla de Café Científico, organizada por el Planetario de la Ciudad de Buenos Aires, que contó con las exposiciones de los científicos Daniel Schavelzon y Mario Silveira, del Centro de Arqueología Urbana, de la Facultad de Arquitectura, Diseño y Urbanismo de la UBA. La próxima cita de café, el 18 de junio, se titula “Energía nuclear: ¿es peligrosa?”.

Debajo
Daniel Schavelzon: Vamos a charlar un rato sobre arqueología de la ciudad de Buenos Aires, sobre el pasado de Buenos Aires. Esta ciudad tiene una historia bastante larga, como sabemos. Cualquiera diría que debajo del piso no hay nada, están las cloacas, los caños, el subte, el estacionamiento, pero nada demasiado importante. Hasta hace unos años, nadie imaginaba que hubiera algo importante desde el punto de vista histórico. Y esto es lo que ha logrado la arqueología urbana: demostrar que sí hay, y que hay mucho. Pero, ¿cómo es posible encontrar algo que valga la pena en una ciudad en la que se abren las veredas, una vez tras otra, que se transforma, que se demuelen edificios? Bueno, pese a esta dinámica obsesiva, todavía se encuentra parte de nuestro pasado debajo de nosotros. La arqueología, como ciencia, tiene la virtud de pensar al pasado como algo que no desaparece, al menos que no desaparece totalmente. El pasado, de algún modo, queda en el presente, a través de restos materiales de lo que hemos hecho; y los restos quedan dispuestos de tal modo que forman un contexto que si sabemos leer, interpretar, se puede reconstruir. Eso hace la arqueología: interpretar el pasado a través de sus restos materiales y su disposición física.
La arqueología en Buenos Aires empezó no hace tanto, hace unos 15 años, en los que se ha ido descubriendo que el pasado de la ciudad puede ser recuperado. Y somos la última generación que puede salvar ese pasado,porque al ritmo de destrucción del subsuelo que tenemos, dentro de 25 o 30 años no va a haber nada que hacer; todos los días se está demoliendo una casa. Se han hecho un centenar de excavaciones en la ciudad, en las que se encontraron restos de arquitectura, objetos de la vida cotidiana, lo que va a la basura: los platos y vasos rotos, los huesos de asado y otros desechos. Y lo que pasó de moda: lo que las sociedades deciden descartar como superfluo, se tira y se acumula con los otros restos. Si le sacamos la bolsa de basura a un vecino, sabremos más tal vez sobre él que si nos responde un cuestionario. Podríamos entender esa vida mucho más que si le hacemos una entrevista, o le pedimos que nos escriba sobre sus costumbres. La diferencia entre la arqueología y la historia parte de asumir que muchas veces los documentos escritos mienten, tergiversan o malinterpretan (nadie, o muy pocos, aceptaría que se droga y sin embargo sabemos que la gente tiene esa costumbre). O forman parte de las visiones de quienes escriben la historia. Si vamos al siglo XVII veremos que es una selecta minoría la que escribe; una minoría que veía al Otro desde su punto de vista.
Nunca vamos a encontrar el diario de un esclavo africano en Buenos Aires, pese a que eran el 35 % de la población. ¿Esta gente no existió? Sí, existió, pero hay que buscar sus rastros de otra manera. La historia y la arqueología han desarrollado métodos distintos para buscarlos.
Los antiguos habitantes de Buenos Aires jamás hubieran imaginado que unos locos de principios del siglo XXI irían a revolver sus desperdicios. A la basura han ido a parar los más diversos objetos, desde objetos eróticos y pornográficos que nadie admitiría usar y que tiraron a la basura. Doscientos años después, cuando los encontramos, vemos qué hacían en la colonia en los ratos libres. Nosotros entramos a los mundos prohibidos.

Alimentacion colonial
Mario Silveira: De la Buenos Aires colonial quedan testimonios escritos sobre la alimentación, pero están sesgados por quienes escriben, como bien lo dijo Daniel Schavelzon. En particular porque los datos son sobre quienes comían bien, los que iban a banquetes. No sabemos casi nada –por documentos– acerca de los que no comían tan bien. Tan sólo hay datos perdidos, como las preocupaciones de Mariquita Sánchez de Thompson que quiso saber qué comían los pobres y los negros. El modo que tenemos de saberlo, entonces, es por los datos que nos da el suelo.
Bueno, el hecho es que han aparecido unos 60 mil huesos, y yo tuve la triste suerte de estudiarlos. Así sabemos qué constituía la alimentación de Buenos Aires y cómo varió. Una constante, desde la Buenos Aires pequeña aldea hasta la gran ciudad que es hoy, fue la permanencia del hábito de la carne, de comer carne. En ninguna parte del mundo, salvo Uruguay –somos lo mismo–, se come y se ha comido tanta carne. Es impresionante. Pero ahora incluso comemos relativamente poco comparado con el período colonial; estamos en 60/80 kg por año per cápita en Buenos Aires. De la colonia –a pesar de que, por supuesto, no existía el INDEC– pero se puede saber que el consumo era de hasta 300 kilos por año por persona. Una cifra enorme. Hay un dato: el propio Rosas se quejaba de que en una guardia en la que había 50 soldados le carneaban dos vacas por día para comer. Una barbaridad, casi doce kilos de carne por persona. ¿Qué hacían con tanta carne? Rosas quería que comieran una vaca por día, lo cual ya hubiera sido bastante, ¿no?, seis kilos.
(Hasta las gallinas comían carne vacuna, si les daban trigo o maíz, simplemente lo rechazaban.) Otro dato importante de la época es que había un constante consumo de carne ovina. Hoy casi ni se come cordero, o muy poco, tres o cuatro veces por año. Muy pocas veces. Se ha perdido esacostumbre. En el siglo XVII se consumían animales que hoy no se piensan como comestibles, como el venado de las pampas, que era abundante. O el pescado, que se comía muchísimo y se lo obtenía muy fácilmente: frente a lo que hoy es la Casa Rosada se metían con caballos en el río y hacían una redada y sacaban innumerables peces. El pescado se vendía frito en la calle, a precio muy barato, y se compraba con la moneda más barata; se lo freía con grasa, que también se usaba para los huevos, para los pastelitos. Por suerte, en aquella época la preocupación por el colesterol no existía.

Y comieron perdices
Silveira (continúa): El consumo de perdices era un poco más elevado, para la gente que tenía dinero. Calculen que una docena de perdices valía lo mismo que un cuarto de vaca. Los que comían con frecuencia perdices eran personas distinguidas, como el obispo, por ejemplo, que las comía al escabeche. Ya a fines del siglo XIX llega la perdiz a la clase media, está más a su alcance. Y si no eran perdices, comían cosas parecidas. Justamente, uno de los últimos trabajos que hicimos fue en el convento de Santa Catalina, donde trabajamos en un pozo ciego, en el que aparecen restos muy interesantes de comida. Por ese estudio llegamos a la conclusión de que las monjas de ese convento tenían un palomar, porque había una gran cantidad de restos de paloma. Es que era un consumo habitual, la paloma. En los documentos aparece mencionado este consumo como “pichones”. Y aunque el mismo Lucio Mansilla recuerda en sus memorias que comer pichones, en este caso de lechuza o loro, era un “boccato di cardinali” –según el autor de Una excursión a los indios ranqueles– yo jamás encontré resto alguno de loro o lechuza.
Otro consumo muy extendido eran los dulces que hacían las negras. Tanto que se decía que esto era algo así como el paraíso de los dentistas, tan grave era el problema que ocasionaba, caries y demás.

El asado
Silveira (continúa): La mayoría cree que el asado es una costumbre argentina de siempre. Y bien, no es así. No se comía asado. Por empezar, la carne era dura, muy dura, porque los animales no tenían descanso, se los mataba de modo sumario en los mataderos, no bien llegaban. Entonces, había que hervir la carne durante seis, siete, ocho largas horas; era el único modo en que se podía digerir. Los asados sólo se comían durante los viajes; era una costumbre de las zonas rurales, no de las ciudades. Entre otras cosas, porque la parrilla es un invento posterior. Los asados de campaña eran así: se ponía un pedazo de carne, generalmente pulpa, directamente sobre las brasas, y cuando se quemaba bien de un lado lo daban vuelta. Luego se sacaba y se eliminaba lo arrebatado y se comía lo de adentro, que estaría bien jugoso seguramente. Pero había que tener buenos dientes, porque si no se la hervía esta carne era muy dura.

Horrores del pasado
Schavelzon: Ahora, si tuviera que hacer una evaluación de aquella Buenos Aires, diría que allí la vida era terriblemente difícil. Ha sido muy común entre los historiadores idealizar aquel pasado colonial, en una mezcla de melancolía y romanticismo: “Antes todo era lindo y bueno y ahora es feo y malo”. Eso es una simplificación y una confusión. La Buenos Aires colonial fue una sociedad terrible, tremenda, claramente escindida en niveles sociales inalterables, inconmovibles, con el 35 % de esclavos negros. Buenos Aires era el principal puerto negrero de Sudamérica, con esclavosque se vendían, pero antes se los marcaba a fuego, se los encadenaba y se los llevaba en esas famosas caravanas de la muerte que iban a las minas del Potosí o hacia los obrajes de Tucumán, hacia los cultivos de los jesuitas en Córdoba o los yerbatales de Misiones. Hablamos también de una población indígena que fue reducida, fue masacrada, hubo un genocidio. Una sociedad donde el blanco criollo no tenía el mismo derecho que los blancos españoles; para unos los delitos se pagaban con cárcel, para los otros con dinero. Muy pocos sabían leer y escribir, los puestos políticos se compraban. Así era la ley: los puestos salían a licitación y quien ofrecía más dinero conseguía el puesto. Porque los funcionarios no iban a cobrar un salario, iban a lucrar con el cargo, digamos, iban a robar. (¿Algún comentario?)
Buenos Aires era una ciudad inviable, en realidad era una ciudad que no podía existir. Es increíble que se haya mantenido, en el fin del mundo, en contra de la estructura geopolítica española, con los virreyes de Lima que quisieron que desapareciera más de mil veces porque fomentaba el contrabando. Esta era una ciudad que necesitaba vivir del contrabando, sobre todo de esclavos, contrabando que no estaba escondido, porque lo hacían quienes habían comprado cargos. Lo hacían los militares que, eso sí, estaban acantonados acá porque estaba muy cerca la frontera con el territorio portugués de Brasil. Esos militares estaban subsidiados, y eso permitió que sobreviviera la ciudad, junto también con el contrabando de plata sin sellar que provenía del Potosí. Toda la población estaba implicada en el contrabando, vivía del contrabando.
Hay más: los dueños de los esclavos no querían pagar los entierros cuando los esclavos se morían y los dejaban tirados en las calles. O los dejaban en el zanjón de la calle Chile; los ataban a los caballos y los arrastraban hasta el zanjón, y los perros los seguían y los mordían, en fin. Una sociedad donde la violencia era tremenda. Si vemos todo eso, se puede concluir que era muy difícil sobrevivir en aquella ciudad. Tanto como hoy.

Lo cultural, lo fisiologico
Como siempre, hubo un espacio y un tiempo para las preguntas arqueológicas del público del café.
–Se dice que hay una relación entre lo que la gente come y sus comportamientos. ¿Qué piensan al respecto? ¿Han hecho ustedes alguna investigación sobre eso?
Schavelzon: Bueno, yo no creo en los determinismos biológicos, sino más bien en la cultura, y en la enorme libertad que tenemos los seres humanos para construir la cultura. Fue la Ilustración la época que clasificó a los animales –y por ende a los hombres– en carnívoros y herbívoros, civilizados y salvajes, sanguinarios y cultos, unitarios y federales. Esta división europea llegó a la Argentina, donde en las primeras décadas del siglo XIX se consideraba que la comida carnívora era la expresión de un pueblo salvaje, y generalmente se la asociaba con los federales. El comer civilizadamente, con ciertas normas, con alimentos cocidos, implicaba una cultura superior. Para mí, esto no tiene ninguna validez.
Silveira: Una de las cosas que observaban los españoles era que los indígenas bebían sangre, cazaban a los animales y bebían su sangre con ansia. ¿A qué respondía esto? Y la primera razón es que la sangre era salada; apreciaban la sangre por su sal, que era un elemento importante y no tan fácil de conseguir. Se proveían de sal, lo que indica que no siempre se responde a cuestiones culturales con los hábitos alimentarios, sino que a veces también cuenta lo fisiológico.

Otro genocidio
–¿Qué pasó con los negros en el país?
Schavelzon: Lo que pasó fue otro de nuestros grandes genocidios. Es el genocidio del que no se habla, porque del genocidio del indígena se habla un poco más, y este holocausto no está en los libros. Los afroargentinos -prefiero llamarlos así– pasaron muchas penurias, el hambre, la marginación, el olvido, las enfermedades, todas las pestes. Fueron la carne de cañón de nuestras guerras de independencia, y de la guerra del Paraguay. Fue una carga de mil negros, traídos de los ingenios de Tucumán, acostumbrados a manejar el hacha y que San Martín mandó al frente, lo que decidió la suerte de la batalla de Maipú. Otra cosa que pasó –y es una cuestión muy larga e interesante– fue que tenían una muy baja tasa de natalidad. Hay algunas estadísticas, relativas por supuesto, que indican que, a diferencia de lo que sucedía en Brasil y en Estados Unidos, en Argentina no se fomentaba la natalidad. Acá se fomentó el no contacto sexual, hubo un control tremendo. Ni siquiera alcanzaba a mantenerse a la población, y por eso se importaban esclavos continuamente. Cuando se prohíbe la compra y venta de esclavos, a principios del siglo XIX, la población empieza a disminuir de modo relativo, y más tarde, con la gran inmigración europea, lo que era un porcentaje alto de afros, se convierte en un 1 o 2 % del total.
Otro detalle: desde chicos, siempre nos han presentado como maravillosa la Asamblea del Año XIII (que declaró el fin de la esclavitud) pero no nos leyeron la letra chica que decía que eran libres pero que debían servir hasta los 20 años los hombres y 16 las mujeres. Además, tenían la obligación de pagarles algo así como un peso por mes a sus ex dueños, a manera de “indemnización”.
–Siendo que ustedes observan los datos de la basura, ¿cómo es que identifican los hábitos de los negros específicamente?
Schavelzon: Muy buena pregunta. Existe en toda América lo que se llama la cultura de la diáspora africana. Fueron varias decenas de millones de personas que fueron arrancadas de Africa y sometidas a esclavitud en este continente, desde Alaska hasta la Patagonia prácticamente. Son cifras monstruosas; la Segunda Guerra Mundial se queda chica en comparación. El vaciamiento de Africa fue el más grande genocidio de la historia de la humanidad. Fue un flujo permanente de cientos de miles que cada día eran embarcados y traídos. Argentina, dentro de todo, era un consumidor bajo en comparación con las minas o las plantaciones tropicales, donde además morían como perros. Y tenían un precio relativamente bajo: un esclavo costaba 200 pesos de la época, que, se puede calcular, equivale al precio de un auto de hoy. Incluso había quienes traían esclavos y los mandaban a trabajar por la calle, con la condición de que trajeran una cantidad de dinero al dueño, como el que hoy tiene una flotilla de taxis y hace trabajar a los peones. Y dentro de todo, esos esclavos eran los que mejor estaban en Buenos Aires...

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Los arqueólogos Schavelzon y Silveira, con uno de los restos del pasado –no exactamente glorioso– de Buenos Aires.
 
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