futuro

Sábado, 30 de julio de 2005

SUPER AGUJEROS NEGROS

Monstruos de la gravedad

 Por Mariano Ribas

Son bestias gravitatorias que desafían, con inusual desparpajo, los límites de la astrofísica. Monstruos tan pesados y compactos, que atrapan y devoran irremediablemente todo lo que está a su alcance. Y hasta se dan el inusual lujo de evitar la fuga de la luz, lo más veloz que existe en el universo. Por eso son invisibles: son los “súper agujeros negros”, criaturas de pesadilla que contienen la masa de millones y millones de soles dentro de un volumen irrisorio. Al parecer, estos extraños objetos estarían agazapados en los corazones de casi todas las galaxias, incluida la nuestra. Durante décadas, su existencia no fue más que una osada especulación científica, derivada especialmente de las implicancias de la Teoría de la Relatividad General. Pero durante los últimos años, y a partir de un volumen creciente de evidencias indirectas, los súper agujeros negros se fueron acercando progresivamente al mundo de las certezas. De hecho, actualmente hay buenas razones para pensar que están directamente ligados a los furiosos –y añejos– quasares y al mismísimo nacimiento y evolución de las galaxias.

Colapso gravitatorio

Los agujeros negros son las cosas más extrañas que existen en la naturaleza. Y la propiedad que los define es tan simple como asombrosa: debido a su extraordinaria masa y densidad, su tirón gravitatorio es tan intenso que ni siquiera la luz puede escapar de ellos. Y por eso son invisibles. En realidad estos objetos son la lógica consecuencia de llevar al extremo las implicancias de la Teoría de la Relatividad General de Albert Einstein. Desde el punto de vista relativista, la gravedad no es otra cosa que una “curvatura” provocada por todos los objetos masivos en el tejido espacio-tiempo: cuanto mayor es la masa, mayor es esa distorsión (desde ese punto de vista, por ejemplo, los planetas giran alrededor del Sol simplemente porque siguen ciertas trayectorias provocadas por la masiva presencia de nuestra estrella).

Llegado cierto punto de masa y densidad, un objeto hipotético podría “cerrar” el espacio a su alrededor. Y una vez que algo cruza su “horizonte de eventos” –una suerte de frontera inviolable– quedaría atrapado para siempre, porque la “velocidad de escape” necesaria sería superior a la de la luz, es decir, 300 mil km/segundo (en comparación, en la Tierra, esa velocidad es de sólo 11 km/segundo; y en el Sol, de 600 km/segundo). Ahora bien: ¿cómo se las arregla la naturaleza para fabricar semejantes engendros? Todo indica que los agujeros negros son el resultado del fatal colapso gravitatorio que ciertas estrellas –sólo las más grandes y masivas que existen (con al menos 20 o 30 masas solares)– sufren al final de sus vidas. En pocas palabras, la cosa es así: una vez que su combustible nuclear ya no alcanza para –radiación mediante– contrarrestar la acción de la gravedad, toda la estrella se derrumba sobre si misma en un instante. Y luego de un fenomenal estallido –como “supernova”–, buena parte de su masa queda comprimida en un volumen prácticamente nulo. Ese cadáver estelar ultradenso y ultrapesado es un agujero negro.

Buscando lo invisible

Por definición, los agujeros negros son invisibles. Entonces, ¿cómo se lo busca? La única forma de salir a pescarlos es prestando atención a sus posibles efectos que producen en su entorno. Un ejemplo clásico son los tirones y las aceleraciones que provocan en sus estrellas compañeras (en el caso de sistemas estelares dobles o múltiples), u otras vecinas. Si se observan movimientos y conductas anómalas en una o varias estrellas, y no se los puede atribuir a algún objeto visible, es probable que allí ande dando vueltas un agujero negro. Gracias a este tipo de evidencias indirectas, en 1971 se detectó al primero: Cygnus X-1, en la constelación boreal del Cisne. Y al día de hoy, los casos más firmes encontrados dentro de la Vía Láctea suman decenas y decenas (aunque es probable que sean millones). Sin embargo, son agujeros negros “comunes”, con masas equivalente a 5, 10 o 20 soles. Pero más allá de ciertos especímenes “medianos” (con miles de masas solares) descubiertos durante los últimos años, estos monstruos gravitatorios presentan una variedad mucho más impresionante: se esconden en los núcleos de las galaxias y son verdaderos pesos pesado.

pistas energéticas

En 1943, el astrónomo norteamericano Carl Seyfert, del Observatorio de Monte Wilson, California, dio con las primeras pistas que echaron luz sobre la existencia de los súper agujeros negros (lo cual suena especialmente paradójico en este caso). A partir de estudios espectroscópicos de la luz de ciertas galaxias, especialmente brillantes, Seyfert descubrió la presencia de caóticas y muy veloces corrientes de gases muy calientes en sus núcleos. Y sospechó que probablemente debía haber algo, relativamente pequeño, que motorizaba toda esa furia energética. Ya en los años ‘60, otros dos hallazgos apuntaron en la misma dirección: por un lado se detectaron poderosas emisiones de ondas de radio en muchas galaxias elípticas (y posteriormente, inmensos “chorros” de gases muy calientes), y por el otro se descubrieron los famosos quasares, poderosísimas fuentes de radiación (cien veces más brillantes que una galaxia normal), de aspecto puntual, y a distancias de miles de millones de años luz. Las “galaxias Seyfert”, o activas, como se las conoce desde hace décadas, y los quasares (que son los centros hiperactivos de galaxias primitivas y lejanísimas) tenían algo en común: luminosidades prodigiosas generadas en zonas centrales y muy pequeñas. ¿Cuál podría ser la causa? El mejor escenario teórico hasta la fecha es la siguiente: descomunales “discos de acreción”, formados por gases interestelares a temperaturas de millones de grados (o incluso, estrellas enteras), girando y cayendo hacia las fauces de un súper agujero negro. La radiación observada (luz visible, rayos X y ondas de radio), obviamente, no provendría del agujero negro en sí, porque no podría escaparse, sino que sería emitida por ese remolino de materiales “robados” y ardientes.

Estrellas alocadas

Más recientemente, la astronomía ha sumado otras líneas de evidencia a favor de los súper agujeros negros. Desde principios de los años ‘90, y con la ayuda de telescopios de primera línea (como el Hubble, en órbita, o los gemelos gigantes Keck I y II, en Hawaii), los astrónomos han podido asomarse como nunca antes a los rincones más íntimos de varias galaxias vecinas, y no tanto. Y gracias a los sofisticados instrumentos anexados (como los espectroscopios de alta resolución), han observado, una y otra vez, un fenómeno sumamente llamativo: en los núcleos galácticos, las estrellas suelen moverse en forma alocada, y muchas veces a velocidades que no corresponden a lo que se puede observar en sus alrededores. Ese comportamiento demencial no puede ser casual. Debe haber “algo” que, gracias a una prodigiosa fuerza de gravedad, las acelera y las mueve desenfrenadamente de aquí para allá. Para peor, cuando en base a esos movimientos y trayectorias se ha tratado de delinear el identikit de los responsables de semejantes actos, los resultados son siempre asombrosos: objetos relativamente chicos (no más grandes que nuestro Sistema Solar), pero millones, cientos de millones y hasta miles de millones de veces más pesados que el Sol. Demasiada materia en muy poco espacio. Y a esta altura, las explicaciones más convincentes apuntan, una vez más, a lo mismo: súper agujeros negros, extravagantes entidades naturales que desafían alevosamente las nociones de masa y densidad.

De aquí y de allá

Gracias a estos ingeniosos métodos indirectos de detección, ya se conocen cerca de 100 candidatos firmes a agujeros negros súper masivos en los centros de otras tantas galaxias. Y la lista incluye casos emblemáticos, como el de nuestra vecina, la famosa galaxia M31, Andrómeda, que albergaría en sus entrañas uno de 30 millones de masas solares. O el de M104, la galaxia “Sombrero”, con una criaturita que pesa 500 millones de soles. Sin embargo, la que se lleva todas las palmas es la gigantesca galaxia elíptica M87 (una de las más grandes del universo, con mil millones de estrellas): en su núcleo vive un súper agujero negro de 3 mil millones de masas solares, cuyo subproducto es un descomunal chorro de gases ardientes, que se mueven a velocidades sublumínicas. ¿Y la Vía Láctea? Bueno, nuestro crédito local no es tan impresionante, pero tampoco está tan mal: su existencia fue confirmada en el 2000, se llama Sagitario A, tiene un diámetro de 460 millones de kilómetros (similar a la órbita de Marte), y tiene 2,6 millones de veces más materia que el Sol. Todo indica que el monstruo escondido en el corazón de la Vía Láctea está relativamente dormido (a diferencia de lo que ocurre en las galaxias activas y los quasares). Por otra parte, hay un punto que merece aclararse: ¿acaso esta criatura terminará devorándose a toda la galaxia? En absoluto, su influencia gravitacional crítica se limita a su “horizonte de eventos”, por lo tanto, si una estrella no cruza esa frontera estará relativamente a salvo. Además estamos a unos tranquilizadores 24 mil años luz de Sagitario A.

Orígenes y evolución

Probablemente, los súper agujeros negros serían moneda corriente en el universo. De hecho, hoy en día los astrónomos ya no se preguntan si tal o cual galaxia esconde una de estas bestias en sus núcleos sino, por el contrario, si es que hay alguna que no los tenga. Por lo tanto, a esta altura, es lógico preguntarse acerca del origen de estas bestias astronómicas. La verdad es que aún no hay respuestas definitivas, pero es bastante probable que los súper agujeros negros hayan tenido mucho que ver con el nacimiento y la evolución misma de las galaxias. Aparentemente se originaron durante la infancia de las galaxias (cuando el universo tenía apenas unos cientos de millones de años), a partir de la muerte y el colapso gravitatorio de estrellas muy masivas que, luego de atraerse unas a otras, terminaron por formar esos cadáveres ultradensos y pesados. Al mismo tiempo, su enorme fuerza de gravedad los habría convertido en los “ejes” de rotación naturales de sus galaxias. Y durante los primeros miles de millones de años habrían acumulado inmensos discos de acreción a su alrededor –producto del canibalismo de estrellas y nebulosas cercanas– con sus consiguientes emisiones descomunales de radiación altamente energética. Ya en tiempos más recientes, los súper agujeros negros se habrían ido calmando progresivamente, a medida que se fueron quedando sin “comida” a su alcance. Todo este esquema no sólo encaja aceptablemente bien con varias observaciones (entre ellas, las realizadas hace unos años por el Telescopio Espacial Hubble, en más de 30 galaxias de distintas edades y tamaños) sino que coincide con modelos teóricos y simulaciones por computadora, a la vez que sugiere una razonable línea evolutiva: quasares-galaxias activas-galaxias modernas.

Durante los próximos años, y de la mano de joyitas como el Telescopio Espacial de Nueva Generación (que sería lanzado hacia el 2011), la astronomía seguirá muy de cerca las pesadas huellas de los súper agujerosnegros. A fin de cuentas, y más allá de su innegable atractivo teórico, su oscuro misterio, y su tremenda espectacularidad, estos monstruos de la gravedad son parte medular de la gran historia del universo.

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La fascinacón despertada por los agujeros negros tal vez se esconda en su invisibilidad, que no socavo los intentos por representarlos.
 
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