futuro

Sábado, 30 de julio de 2005

CIENTIFICOS ASESINADOS

Las ideas no se matan

 Por Federico Kukso

En el año 213 a.C., el emperador chino Shi-Hoang-Ti mandó destruir todas las obras escritas hasta el momento, enterró vivos a más de cuatrocientos escritores y decretó por antojo que cualquiera que guardase tablillas de bambú correría la misma suerte. Mil doscientos años después, fray Tomás de Torquemada impulsó otra fastuosa quema de libros que abriría, con cenizas y fuego, el camino a la Inquisición española y, ya entrado el siglo XX, el holocausto (humano y cultural) desatado por el nazismo.

La lógica destructiva no guarda secretos: en momentos álgidos, los primeros en caer son los libros y luego sus autores (escritores, científicos, intelectuales, en fin, aquellos que se atreven a pensar sin tutelas), como si las ideas mismas pudieran ser borradas de la misma manera en la que un huracán hace añicos una casa de chapa que se le atraviesa en su camino.

Por eso, no resulta del todo extraño descubrir en esta época de barbarie terrorista y paranoia maquillada de libertad huellas de esa misma lógica aniquilante cerca de las calles de Bagdad, Afganistán, Nueva York, Madrid y, ahora, Londres. Para gusto de los fanáticos de conspiraciones y adoradores de las historias sin cierre, mes a mes se acrecientan las listas de científicos muertos, las dudas que estos asesinatos evocan y las hipótesis sobre su autoría que echan a correr.

Abundan, obviamente, las tramas capaces de saltar a las páginas de autores como H. P. Lovecraft, Umberto Eco o Dan Brown, pero lo que más asustan son las cifras descarnadas que arrojan desde 2001 por lo menos 47 asesinatos de científicos que en su momento escaparon del gobierno de Saddam Hussein. Los muertos, sin embargo, están en ambos bandos. En Estados Unidos, tibiamente comienzan a circular en Internet los nombres de más de 50 científicos que acabaron sus días en raras circunstancias. La mayoría de ellos eran bioquímicos y especialistas en control de enfermedades. El australiano David Banks murió con otras 15 personas en un accidente aéreo cuando viajaba hacia Queensland; John Clark, quien desarrolló las técnicas de clonación que terminaron en el desarrollo de la oveja Dolly (el primer clon animal), fue encontrado ahorcado en su casa. En junio de 2004, el físico nuclear John Mullen fue asesinado con una dosis masiva de arsénico. En agosto de ese año, el doctor Eugene Mallove, experto en energía alternativa e investigador de fusión fría, fue molido a golpes cerca de su casa en California...

La lista es larga y entre las causas de muerte figuran choques, disparos de bala, explosiones de autos, virus no catalogados, mutilaciones, supuestos ataques al corazón y tropezones fatales en bañaderas. Los científicos habrán muerto pero sus ideas se resisten a desaparecer, como la búsqueda de la verdad detrás de cada azote de injusticia.

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