futuro

Sábado, 27 de agosto de 2005

BIOCHIPS, PROTESIS, ORGANOS ARTIFICIALES: HACIA EL INDIVIDUO ARTIFICIAL

Humano, poco humano

 Por Federico Kukso

Las fronteras son cada vez menos firmes. Mire donde se mire, se diluyen: económica y culturalmente lo hacen bajo el calor de la globalización; espacialmente, gracias a los emprendimientos diarios por kamikazes y aventureros que rascan cada vez más seguido el cielo. Y biológicamente, a través de la ampliación de la fecha de vencimiento de la vida, y las múltiples formas y opciones de trocar un órgano dañado (pierna, brazo, mano, nariz) por otro más frío, pesado, en fin, electrónico. Así, la sesentosa idea de la “frontera final” cae por su peso propio: la frontera –que divide lo conocido de lo desconocido (y a veces aterrador) a diferencia del límite, vertientes político-geográficas– se desploma antes de ser levantada, por la simple razón de que en lugar de marcar el comienzo del peligro se erige ahora como el foco tentador a ser empujado por el solo hecho de que se puede y quiere.

La fábrica del hombre

Desde que la tecnología comenzó a mezclarse disimuladamente en la cotidianidad humana, no pasó una ocasión en la que el ser humano no recurriese a sus flameantes artefactos para construir una nueva metáfora alrededor de su cuerpo y sus partes: el cuerpo-reloj –el reloj biológico, el tiempo de vida, los ritmos internos– o el cuerpo-máquina del mecanicismo –el brazo como palanca, y el cerebro como computadora, y su reverso: la electricidad como el sistema nervioso de una ciudad, por ejemplo– son las distintas caras del ser humano pensado como mecanismo perfecto.

En sintonía con la emergencia de la obsesión por la belleza, el cuerpo saludable y la postergación del envejecimiento, surgió en la imaginación tecnológica moderna el desvelo por el reemplazo: al fin y al cabo, si el cuerpo humano se confunde con la máquina, ¿por qué no pensar en la posibilidad del reemplazo de las partes dañadas por otras más nuevas, más ágiles, más perfectas?

Además de la tecnología dedicada a masajear la sensibilidad personal, a lo largo del siglo XX aguijonearon las tecnologías “sustitutivas” cuya plataforma fue (y es) la homologación de los órganos humanos con piezas intercambiables. Es el cuerpo objetivado, el cuerpo “estuche” de una personalidad, el cuerpo como sumatoria de órganos en vez de unidad biológica con historia y arrugas únicas e irrepetibles.

La manía por la satisfacción del confort, que permea toda la época moderna, fue la guía del desarrollo tecnológico que poco a poco abandona la exterioridad y lejanía (palancas, palas, en definitiva, prótesis) para asimilarse en la propia superficie e intimidad corporal: audífonos, lentes de contacto, marcapasos, aparatos de ortodoncia han pasado a ser implantes biológicos de lo más cotidianos, cuya capa de invasividad es solventada por su capacidad correctiva (el lente de contacto corrige la miopía del ojo, el marcapasos la arritmia cardíaca y los aparatos de ortodoncia, la incorrecta disposición dental).

Yo, cyborg

No sólo eso: ahora, en vez de ser acomodados, hay artefactos que penetran: sensores, biochips y otros dispositivos tecnológicos son internados a la par de neuronas, costillas y músculos para desempeñar funciones localizadas. Los primeros implantes en el cerebro fueron insertadosquirúrgicamente en 1974 en el estado de Ohio, Estados Unidos, y en Estocolmo, Suecia. Sin el conocimiento de sus padres, médicos –financiados por los ejércitos y servicios de inteligencia locales– insertaron en el cráneo un chip, si- guiendo un proyecto secreto que buscaba desarrollar métodos de control mental para cambiar –a control remoto– actitudes y conductas. Medían un centímetro y se podían advertir en radiografías. Con los años, los implantes se redujeron al tamaño de un grano de arroz, aumentaron su capacidad telekinética y se blanquearon: hoy, anunciar el implante de un nuevo biochip –en el cuello, espalda, en forma intravenosa– se hace como si fuese toda una proeza, la misma que afloraba en los primeros (y antiguos) valientes que dejaban que sus cuerpos fueran el papel de la tinta de los tatuajes, o en tiempos más modernos, cuando se anuncia en familia, como si fuera una confesión, una nueva perforación, el último piercing de la colección personal.

Créase o no, los cyborgs (aquellos híbridos de carne y electrónica) nacieron antes que sus contrapartes fílmicas. La mayoría de ellos vivieron sus días en el más completo anonimato; sin embargo, allí estaban. Hasta que el inglés Kevin Warwick, profesor de cibernética, confesó al mundo su verdad: “En agosto de 1998, un chip de silicio fue implantado en mi brazo, permitiendo a una computadora monitorear mis movimientos mientras caminaba por los halls y oficinas del Departamento de Cibernética de la Universidad de Reading, al oeste de Londres”, confesó. El implante de Warwick se comunicaba gracias a ondas de radio que eran tomadas por un complejo de antenas distribuido a lo largo de toda la facultad. El experimento duró 9 días, aunque 18 meses después el científico-cyborg volvió a la carga y se puso otro implante que monitoreaba las señales nerviosas que iban y venían de su cerebro. Tiempo después convenció a su esposa Irena y, sin mucha objeción de su parte, se convirtieron en la primera pareja de cyborgs de la historia. La simbiosis era perfecta.

Más allá de lo curioso de este experimento, los implantes de biochips sirven, y mucho. Paralizado de las cuatro extremidades, el norteamericano Matthew Nagle ahora puede usar su computadora moviendo un cursor con su cerebro, gracias a un chip incrustado en la zona del córtex motor del cerebro que controla la mano izquierda.

Pero esa tecnología futurista, ahora actual, no se queda ahí: ya se anuncian biochips que próximamente permitirán analizar las anomalías del genoma de cada individuo, o los chips diseñados para aumentar el flujo de adrenalina en el torrente sanguíneo. Están también los biochips-identificadores de personas (en1973, en Suecia, se implantaron estos chips a presos y The Washington Post informó en 1995 que el príncipe William de Gran Bretaña fue implantado a los 12 años para que, en caso de secuestro, pudiese ser rastreado), que despiertan aullidos en defensores de la privacidad de cada persona.

La invisibilidad de los biochips –las máquinas dentro de la máquina– los hacen más fructíferos, pero más eficientes. En definitiva, pues, son las nuevas llaves que abren las puertas biológicas de la posibilidad y desplazan, al menos en la configuración imaginaria de los individuos, las fronteras hacia un más allá cada vez más cercano.

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