futuro

Sábado, 5 de noviembre de 2005

CIENCIA Y POLITICA

Dos Adams para ninguna Eva

Las “leyes” del progreso y el avance científico suelen ser dudosas y en general muy poco confiables. Al fin y al cabo, no son más que extrapolaciones bastante arbitrarias de una situación dada. Pero hay veces en las que ciertos observadores perspicaces pescan las tendencias profundas de su tiempo, la pegan y son recordados. Tal parece ser el caso del duetto de hermanos Adams, Henry y Brooks, que a principios del siglo XX imaginaron con bastante claridad cosas que a nosotros mismos nos parecen confusas.

 Por Pablo Capanna

El 15 de febrero de l898, en un confuso incidente, el acorazado Maine se hundió en La Habana. Avalado por una fuerte campaña de los diarios de Hearst y Pulitzer, el presidente MacKinley decidió invadir Cuba y acabar con los últimos restos del imperio español, para llevar la democracia a esas atrasadas tierras. Con muy poco gasto, Estados Unidos logró el control en el Caribe y comenzó a diseñar el canal de Panamá, quedándose de paso con Puerto Rico y Filipinas.

Para los españoles, esas circunstancias marcaron a la “generación del `98”, un importante movimiento cultural. Para los norteamericanos, nacía el imperialismo. Casi un siglo más tarde, Gore Vidal evocó esos momentos en Imperio (1987), una novela bastante latosa. Entre sus personajes están Theodore Roosevelt y Randolph Hearst, pero quienes hablan en nombre del autor son dos intelectuales, los hermanos Henry y Brooks Adams; ellos parecen encarnar lo más lúcido de la clase dirigente yanqui de ese tiempo. El más famoso fue Henry Adams, dotado de una de las mejores prosas de su generación, que fue capaz de anticipar las tendencias del siglo XX. Inspirado por el positivismo, fue uno de los primeros que pusieron a la ciencia y la tecnología en el foco de la historia. También enunció una discutible “ley” del progreso que marcaba rumbos al despegue imperial.

Aquellos Adams

Henry Adams (1838-1918) pertenecía a una de las dinastías más antiguas de esa aristocracia norteamericana que construyó un imperio sin dejar de pregonar los ideales republicanos.

Los Adams estuvieron en el corazón del poder durante todo el siglo XIX y lograron influir más que los Kennedy, que fueron crudamente neutralizados cuando la composición de fuerzas ya había cambiado. En 1771, unos años antes de la independencia, el gobernador británico ya escribía que “de no haber sido por dos o tres Adams, aquí hubiéramos prosperado bastante”. Samuel Adams luchó por la emancipación. John Adams fue el segundo presidente de los Estados Unidos, tras haber acompañado a Washington. John Quincy Adams fue el sexto. Los Adams fueron antiesclavistas, y Lincoln designó embajador en Londres a Charles Francis, el padre de Henry. Uno de sus hermanos fue general en la guerra civil y pionero de los ferrocarriles. Otro fue político, y Brooks fue historiador. Hubo algunos otros Adams en la política del siglo XX, pero el tronco de la dinastía se extinguió a comienzos del siglo XX.

Educando al soberano

La educación de Henry Adams (1918) fue el más famoso de sus ensayos: una suerte de autobiografía, escrita en tercera persona, donde hablaba poco de sí mismo pero mucho del mundo de su tiempo. Como fue un viajero incansable, se diría que estuvo entre los que mejor lo conocieron.

Henry tuvo una educación de excelencia, generosamente alimentada por la fortuna de la familia. En lenguaje darwiniano, decía que sus hermanos eran la especie y él la variedad. Estudió en Harvard, pero se quejaba de que allí no le habían enseñado ni Marx ni Comte. Luego leyó a Marx pero se sintió más atraído por el positivismo comtiano, que apostaba por una aristocracia industrial e ilustrada.Completó sus estudios en Berlín y recorrió toda Europa. Luego, acompañó a su padre como secretario privado cuando aquél fue embajador en Londres: allí trató con gente como Thackeray, Gladstone, Palmerston y Garibaldi. Lo atraía ante todo la historia, pero era ávido de conocimientos científicos. Estudió a Darwin, y hasta llegó a montar una expedición científica a las montañas Rocosas. Se dio el lujo de discutir la teoría darwiniana nada menos que con Lyell, y también se interesó por las ciencias duras.

Vuelto a Estados Unidos, fue un periodista muy duro con la corrupción. Durante un tiempo tuvo una cátedra de estudios medievales en Harvard, escribió varios libros de historia nacional, y hasta dos olvidables novelas.

En 1885 su esposa se suicidó. Adams entró en una prolongada fase depresiva, de la cual intentó escapar viajando constantemente. Recorrió los Estados Unidos en los coches Pullman del ferrocarril Union Pacific que presidía su hermano; viajó a caballo por México y Cuba, y en Mercedes Benz por Francia. Remontó el Nilo hasta Abu Simbel, navegó por los mares del Sur y el Indico. En Tahití, registró la historia oral de boca de la última reina indígena y en Dordoña se preocupó por proteger las pinturas rupestres.

Nadie mejor dispuesto que este bostoniano cosmopolita para tener una visión global de la historia y del poder. Vivió hasta los ochenta años, siempre como observador y nunca como actor político. Es curioso que intentara comprender el mundo en que vivía comparándolo con la cultura medieval de los siglos XI a XIII, en libros como Mont Saint-Michel y Chartres, frutos de su erudición y sus viajes. Pero esa era precisamente una idea de Comte.

Profecias del Imperio

Los Adams eran un equipo. Muchas de las ideas filosóficas de Henry se basaban en las concepciones políticas de su hermano Brooks, quien ya planteaba en El nuevo Imperio (1902) el proyecto de los Estados Unidos para el mundo.

En su Teoría de las revoluciones sociales (1913) Brooks se mostró adverso a los monopolios comerciales; pensaba que la vieja clase capitalista no estaba a la altura de las circunstancias y auspiciaba una suerte de centralización tecnocrática.

Recurriendo a una analogía física, Brooks pensaba que la civilización crece en función de su comercio y de su centralización administrativa, y admitía que la democracia podía perder vigor a medida que crecía ese poder.

Brooks veía a Europa occidental en un proceso de decadencia, y pensaba (como ya había intuido Tocqueville) que Estados Unidos y Rusia serían las grandes potencias del siglo XX. Ni siquiera dejaba de razonar que “con la centralización económica, Asia es más barata que Europa. Como el mundo tiende a la centralización económica, Asia tiende a sobrevivir y Europa a perecer”. Si reemplazamos “centralización” por “globalización”, la frase podía haberse escrito ayer.

Pero esta no era la única muestra del ingenio de Brooks Adams. Entre mis preferidas, está ese aforismo que encierra toda una epistemología: “Las palabras son resbaladizas, pero el pensamiento es viscoso”.

Entre la catedral y la usina

Uno de los capítulos más recordados de La educación de Henry Adams es “La Virgen y la Dínamo”. Recordemos que esta obra fue escrita a continuación de Mont Saint-Michel y Chartres, un espectacular ensayo sobre el arte medieval. Allí el agnóstico Adams se preguntaba seriamente cuál era la fuerza que había impulsado a los medievales a afanarse durante siglos en levantar esas catedrales que no eran ni palacios ni fortalezas sino espacios comunales. Aquella civilización había volcado la energía de la fe en colosales obras de ingeniería. En el siglo que se acercaba la tecnología sería capaz de construir una civilización.

Pero fue su visita a la Exposición Universal de París en el año 1900 lo que puso en movimiento su imaginación. Un cubano, José Martí, también pasó por ahí y a la vista del pabellón argentino nos vaticinó un gran futuro. En el sector de la ciencia, Henry Adams tuvo una suerte de experiencia mística ante las dínamos “a las cuales iba todas las tardes a rezar”, según relata. En una carta a su hermano añadía: “Estamos en otro siglo y lo que acostumbramos a llamar electricidad es su Dios. Observo durante horas a las grandes dínamos con su deslizar suave y silencioso como los planetas, y con infinita cortesía les pregunto adónde diablos se dirigen”.

En el templo del Progreso, Adams vivía por anticipado los deseos y los temores del siglo XX.

La ley del progreso

El último capítulo de La educación de Henry Adams se titula “Una ley de la aceleración”. En 1904 todavía había gran entusiasmo por enunciar leyes, que a veces eran simples conjeturas que apenas serían recordadas como tales. Henry admiraba a Turgot y Comte, que habían propuesto nuevas periodizaciones para entender los procesos históricos, de manera que se atrevió a enunciar su propia Ley del Progreso.

Tomando cierta distancia temporal (algo que no sería demasiado difícil para un historiador) y una perspectiva global (nada imposible para un trotamundos como él), comparó el siglo que se iniciaba bajo el signo de la electricidad con los siglos en que la Cruz y la Media Luna movían el mundo. Ante la aceleración del cambio tecnológico, percibió que con todos sus progresos el siglo XIX llegaría algún día a ser considerado tan primitivo como la época de las invasiones bárbaras.

Considerando que desde la Revolución Industrial el poder pasaba por el control de la energía, Adams sugirió, sin demasiadas estadísticas a mano, que el progreso podía medirse por el consumo energético. Observó que a lo largo del siglo XIX el consumo de carbón se había ido duplicando cada diez años e infirió que en el XX habría de mantener esa tasa de crecimiento. A grandes rasgos, podría decirse que acertó, aunque ignorara que ese consumo se mediría en barriles de petróleo o en megavatios.

El norteamericano del año 2000, proclamó Adams, sabría cómo controlar un poder ilimitado, que vendría “del carbón, la química, la electricidad o la energía radiante, tanto como de fuerzas aún indeterminadas”. Pero Adams también reconocía que esa concentración de poder requería un progreso social. Si hasta entonces la humanidad se las había arreglado para controlar algunas fuerzas naturales, ahora estaba obligada a dar un salto cualitativo si quería construir una nueva civilización. Si no, correría grandes riesgos. Años más tarde, cuando estaba con ánimo depresivo, Adams le escribía a su hermano: “El hombre se ha montado a la ciencia y se ha lanzado a una loca carrera. Creo firmemente que dentro de unos siglos la ciencia se adueñará del hombre. Las máquinas escaparán a su control. No sólo seremos capaces de viajar por el espacio; algún día la humanidad se suicidará haciendo estallar el mundo”.

El poder de las curvas

Quien se ocupó de rescatar la llamada Ley de Adams fue el biólogo molecular Günther Stent, cuando con más sensacionalismo que rigor escribió en 1969 El fin del progreso. Faltaban tres décadas para que Fukuyama diera por concluida la Historia y todavía nadie se inmutaba.

De un modo bastante impresionista y con cifras estimadas, Stent dibujó una curva exponencial con la cual pretendía graficar las ideas de Adams. La curva arrancaba poco antes del año 1000; culminaba hacia 1600, con la revolución científica, y se empinaba en los siglos XVIII y XIX, para tomar la vertical hacia el año 2160: ese sería el fin del progreso. A pesar del lenguaje pseudocientífico, la curva se parecía demasiado al anuncio de la “era de Acuario” que para esa misma época hacían hippies y astrólogos. Entre las predicciones del Club de Roma y las extrapolaciones apocalípticas sobre el crecimiento demográfico, los años sesenta parecían estar obsesionados por las curvas exponenciales.

Mucho más atenida a los hechos, fue otra curva que trazó en esa misma época Derek de Solla Price, para graficar el crecimiento de la comunidad científica y el ritmo de sus publicaciones a lo largo de los siglos. Eso le permitió anticipar que en unos veinte años más los presupuestos científicos, que habían crecido exponencialmente impulsados por la Guerra Fría y la carrera espacial, entrarían en una meseta mucho antes de que se apropiaran de todos los recursos disponibles. Era algo casi de sentido común, y los hechos le dieron la razón.

Leyes y pronosticos

No todo aquello que ha recibido el nombre de ley es una pauta o una constante que revela la estructura del mundo natural. La de Adams puede ser una de esas reglas empíricas que son útiles para describir una situación pero no perduran más allá de ella.

Para recurrir a un ejemplo más cercano a nosotros, podría decirse lo mismo de la regla conocida como Ley de Moore. Gordon Moore (uno de los inventores del circuito integrado) fue uno de los primeros en observar que la cantidad de transistores que puede contener un microcircuito se ha ido duplicando cada 18 meses desde su aparición en 1971: de los 2300 iniciales hasta cerca de los mil millones de hoy. Los expertos, entre ellos el propio Moore, creen que la regla puede sostenerse durante un par de décadas más, aunque una revolución tecnológica puede dejarla obsoleta. Obviamente, no es una “ley natural” sino una regla empírica.

Algo parecido ocurrió con la Ley de Titius y Bode. Basada en sugerencias de Kepler, era una sencilla receta para calcular la distancia de los planetas al Sol. La ley daba valores bastante aproximados para todos los planetas conocidos, incluyendo Urano, pero dejaba de funcionar para Neptuno y Plutón. Con todo, fue lo que permitió que Piazzi descubriera los primeros asteroides, justo allí donde tenía que haber estado un planeta.

Si pensamos en que el siglo XX ha desplegado toda la energía que preveía Adams, más difícil de entender nos resulta cómo Estados Unidos sigue apelando a la fuerza y usando el 11-S como si fuera un nuevo Maine, un Pearl Harbor o un golfo de Tonkín, para asegurarse el control de las cada vez más menguantes reservas de petróleo.

Adams tampoco hubiera podido imaginar que en un mundo energéticamente tan rico, que cuenta con medios para derrotar al hambre y las enfermedades, se excluyera a gran parte de la humanidad, para condenarla a una calidad de vida deplorable.

Quizá la Ley de Adams haya fallado. Pero la que no suele fallar es la de Murphy: cada vez que existe la posibilidad de hacer las cosas mal, nunca faltan algunos idiotas que se empeñan en hacerlo.

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Admirador de Comte, Henry Adams se atrevió a enunciar su propia ley del progreso de la humanidad.
 
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