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Sábado, 4 de marzo de 2006

NOTA DE TAPA > COMUNICACION DE LA CIENCIA

La teoría de la desinformación

 Por Pablo Capanna

Es muy posible que el paleontólogo George Gaylord Simpson (1902-1984) no necesite presentación. Su nombre no sólo es respetado entre los biólogos sino entre todos aquellos que alguna vez se asomaron a sus clásicas conferencias de 1949 para entender El sentido de la evolución.

Junto con Mayr y Dobzhansky, Simpson fue uno de los renovadores de la taxonomía. Hizo importantes contribuciones a la historia de los mamíferos del Paleoceno y en sus expediciones científicas anduvo hasta por la Patagonia. Pero Simpson también se ganó un espacio en un libro donde uno jamás hubiera esperado encontrarlo: el clásico Psicología del rumor de Allport y Postman. Es una obra que, a pesar de haberse publicado hace más de medio siglo, todavía vale la pena consultar.

Gordon Allport había sido pionero en el estudio de la desinformación y se había hecho conocer con su examen de aquella “invasión marciana” que Orson Welles desencadenó en 1938 gracias al poder de la radio. En su libro sobre los rumores, Allport le dedicaba mucho espacio a la experiencia recogida durante la Segunda Guerra Mundial, que como todas las guerras fue un período pródigo en rumores, tanto espontáneos como inducidos por el espionaje.

Pero, ¿qué hacía George Gaylord Simpson en un libro sobre el rumor? Allport no debía tener una clara idea de su importancia en el mundo de la biología, porque se limitaba a presentarlo como un investigador del American Museum of Natural History de Nueva York. Simpson venía trabajando allí desde hacía décadas y a la hora de aparecer citado en el libro de Allport ya gozaba de prestigio entre los paleontólogos.

El propio Allport introducía el tema con una sentencia un tanto enfática: “El rumor no respeta ni al saber erudito, y hasta la fría ciencia paga su tributo de deformaciones y falsificaciones”. A continuación, pasaba a glosar una pintoresca historia que había protagonizado Simpson. Al parecer, el paleontólogo había quedado tan escaldado que decidió narrarla en un artículo erudito (“La historia de una noticia científica”) que publicó Science en 1940.

El origen de la rata

En agosto de 1937 el Museo había publicado un extenso trabajo (287 páginas) que Simpson dedicaba a “La fauna mamífera de Fort Union, en el campo Crazy Mountains de Montana”. Por supuesto, se trataba de un texto sumamente técnico sobre los estratos del Paleoceno medio y superior de Montana. A no ser porque en un pasaje el autor hacía una breve referencia a los primates más arcaicos que integran la genealogía del hombre.

Cualquiera hubiera dicho que no se trataba precisamente de un texto accesible para el gran público, pero el trabajo era tan importante que el Museo se había encargado de entregar a la prensa un breve resumen (redactado por un profesional experto) para evitar desde el vamos toda posibilidad de sensacionalismo o malas interpretaciones.

En su texto, Simpson no dejaba de mencionar a algunos de los primates fósiles, pero se tomaba el trabajo de subrayar que no estaban vinculados con el hombre ni con los simios modernos, dejando bien en claro que no era él quien los había descubierto. El Museo distribuyó las gacetillas y Simpson se sentó a esperar los recortes de prensa que una agencia recopilaba para él en una vasta red de 97 diarios estadounidenses.

Pronto comenzó a sentirse incómodo cuando encontró que hasta en los medios que reproducían textualmente la gacetilla algunos irresponsables habían metido mano, para atribuirles a los “simios” una antigüedad de setenta millones de años. Un diario de Montana, embargado de chauvinismo regional, proclamaba: “Las Crazy Mountains son la Cuna del Hombre”. Para Simpson ambas afirmaciones eran absurdas, mucho “más insensatas que erróneas”. Fue entonces cuando la agencia Associated Press se hizo cargo del tema, y uno de sus redactores creativos preparó un texto todavía más “sabroso”, que iba a ser reproducido por 34 periódicos de todo el país.

Allí se afirmaba con certeza que, según había descubierto Simpson, “el hombre no desciende del mono sino de un animalito de diez centímetros de largo que habitaba en las copas de los árboles”. Quizás el anónimo redactor estaría pensando en los prosimios (tupayas, loris y lemúridos) que están entre nuestros antepasados más remotos, pero no vacilaba en atribuirle al paleontólogo una nueva proclama cargada de patriotismo: el primer hombre no había vivido en Asia ni en Africa, sino en los propios Estados Unidos.

Otros redactores se inclinaban por los títulos llamativos: “¿El mono, padre del hombre? ¡No! ¡La rata!” De hecho, Simpson nunca había hablado de ratas, sólo de animales del tamaño de una rata. Pero bajo una pluma inspirada, la rata asumía el papel protagónico, como aquel gato que Andrés Cascioli descubriera en el peluquín de Menem y Nik habría de convertir en un personaje con vida propia.

Por si esto fuera poco, algunos diarios proclamaban que Simpson había hallado el “eslabón perdido” y que su propuesta encerraba nada menos que una nueva teoría de la evolución.

El oso que ladra

Simpson se cansó de mandar cartas de queja a los diarios hasta que a fin de ese año la racha comenzó a extinguirse. Pero todavía iba a tener sus últimos remezones (o mutaciones, si se prefiere) durante el año siguiente. Con la excusa de una exposición de perros de raza, un diario de provincias publicó un extenso artículo, donde aseguraba que Simpson había descubierto no una sino setenta especies diferentes de perros fósiles del tamaño de un oso Kodiak. El oso (el mismo que dio nombre a las películas Kodak) era un bicho de considerable tamaño. Por algún extraño proceso, la rata de Montana había mutado en un perro-oso gigante.

Si Simpson se tomaba el trabajo de contar todo esto era porque consideraba que la divulgación científica es algo serio, y lamentaba comprobar que lo ocurrido era algo bastante común. La historia sugería “una moraleja o varias”, que el biólogo se excusaba de hacer explícitas para no ganarse enemigos.

La rata y el mouse

Podría pensarse que estas cosas ocurrían hace setenta años, cuando no existían, como hoy, las comunicaciones instantáneas, Internet, las videoconferencias y las enciclopedias en CDRom. Pero ya existían esos inconscientes (como Simpson, me reservo un calificativo más fuerte) que creen que, más que informar, los medios deben entretener. Para eso, nada mejor que el sensacionalismo.

No es fácil transformar el artículo científico de una revista académica en lectura placentera para un lector obsesionado por el costo de la vida, ni ponerle glamour a una entrevista con un físico de cuerdas. Pero de todos modos no hay derecho a dejar perplejo a Maldacena preguntándole si es cierto que un asteroide va a chocar con la Tierra, como tuvimos que sufrir alguna vez en la TV.

Tampoco debería ser habitual encabezar cualquier noticia científica local con el titular “¡Invento argentino!” si luego en el cuerpo de la nota se explica que es apenas la primera vez que una experiencia similar se hace aquí. Sería conveniente no titular como “¿Un cambio de paradigma?” la noticia de un nuevo tratamiento contra la caspa.

Invitado a dar una charla sobre el tema, anduve unos meses juntando recortes o anotando frases pescadas en los medios. Los resultados fueron alarmantes. Hace tiempo que la producción de información ha dejado atrás la etapa artesanal (la vieja redacción) para convertirse en un sistema de montaje post-fordista. Ya no hay un taller con maestros y aprendices; hay quien produce “contenidos” que (como si fueran autopartes) son ensamblados en un proceso donde el diseño derrota a las ideas.

El redactor actual cuenta hoy con recursos que aligeran enormemente el ensamblaje de textos. Se puede bajar o subir información, cortar y pegar palabras e imágenes; es posible saber cuándo nos estamos excediendo en extensión o cuándo hay que estirar la nota añadiéndole redundancias.

Pero se ha visto que, además de facilitar enormemente el plagio (como bien saben algunos bestsellers), la tecnología resulta tan confiable que alienta la pereza. Los procesadores de texto pueden darle un aspecto tan pero tan bonito a cualquier disparate, que uno se siente tentado a dejarlo como está.

¿Ocurre que el verborrágico columnista se ha pasado unos miles de caracteres del espacio con que contaba? Pues se tratará de entresacar, como un buen peluquero, algunos giros sobrantes o reemplazar por adjetivos las expresiones más complejas. El resultado puede ser el que encontré en un diario porteño. Allí donde el columnista de internacionales había escrito “violaciones de los derechos humanos” el corrector puso “violaciones humanitarias”. Podrá ser más corto, pero no podría ser más absurdo.

¿Los físicos andan en busca de una nueva partícula? Se prepara una vistosa infografía para que el lector sepa, de un vistazo, cuál es el estado de las cosas en la ciencia. Recuerdo un impactante gráfico (que sin duda merecía ser premiado) donde aparecía más de una vez una partícula de connotaciones casi gauchescas: el “mijón”. El misterioso mijón era una travesura del scanner, que se encontró con una partícula llamada “muón” (por la letra griega mu) y leyó lo que pudo. Aparentemente lo que había faltado allí era un corrector humano, de esos que están en vías de extinción.

La culpa no es del chancho

Cuando ocurren estas cosas, la primera reacción es echarles la culpa a los malos periodistas (como suelen hacer los políticos ante las resistencias que ofrece la realidad) o a los malos docentes, como ocurre cada vez que hay un fracaso masivo en un examen de ingreso. Pero no tiene sentido increpar a los que están en la línea de fuego (pasantes, locutores, movileros o docentes mal pagos y mal formados) cuando la desprolijidad parece ser una costumbre asumida, casi una política. Errar es humano, y las computadoras también se equivocan, pero por encima del corrector automático debería haber ojos y cerebros bien programados.

Se dice que el Estado está bien gobernado cuando hay equilibrio de poderes y también que la seriedad científica depende del juicio de los pares. Lo mismo debería ocurrir con la información. El ritmo y la premura periodísticos no tendrían que justificar la ausencia del control de calidad informativa.

Hace años que se habla de “calidad total”. Se dice que hay que “hacerlo bien de entrada”, sin tener que enmendar errores o, en este caso, tener que publicar bochornosas (y minúsculas) listas de erratas. “Amar es no tener que decir lo siento”, decían en Love Story. Pero hay gente que no parece sentir ni piedad por el lector y las propias víctimas deberían pasar a la denuncia.

Que yo sepa, ninguno de los sufridos oyentes (una categoría que incluye a más de un experto) se quejó de esa clase de geometría que se pudo ver durante unas semanas en una publicidad de TV. El tema era el teorema de Pitágoras, pero el triángulo que aparecía no era rectángulo, y la maestra ordenaba con voz perentoria: “Para mañana, estudien la hipotenusa”. Me arriesgaría a afirmar que ni siquiera Adrián Paenza sería capaz de pasarse una noche en vela estudiando los misterios de la hipotenusa, que no son tantos.

La impunidad verbal

Todos padecemos la impunidad de esos corruptos que nunca reciben sanción y a pesar de sus escandalosos prontuarios siguen paseando entre nosotros. Gracias a la indiferencia que hemos desarrollado, también ha aparecido una cierta impunidad intelectual, que parece autorizar a decir disparates, sin temor a ser sancionado por la comunidad. “Si el bueno sufre/ y el malo prospera/ se siente el deseo/ de hacer mal las cosas”, decía un proverbio yoruba.

Hay impunidad cuando un laureado escritor explica que “los japoneses no comen carne de animales, sólo pescado”, dando a entender que los peces son vegetales. También cuando un prestigioso crítico tilda a un escritor político de ser “adicto a la numerología”, siendo que apenas incluía datos estadísticos en sus ensayos.

En este orden de cosas, se ha visto al dueño de un medio ejercer la impunidad cuando pontificaba en un editorial que “a Galileo lo quemaron vivo”. El inmolado fue Bruno (o el propio editor, que se quema solo) pero nadie fue capaz de decírselo.

En otra oportunidad, escuchamos a la directora de una revista educativa que mencionaba a López Rega como ministro de la dictadura, o mencionaba al Big Bang como una teoría sobre el origen del hombre.

Un día la radio anuncia un descubrimiento sensacional: “¡Leonardo realizaba ‘prácticas necrológicas’! Que hacía disecciones es algo que aprendimos en la primaria. Pero no creo que redactara obituarios del estilo “con profundo dolor comunicamos el deceso de la duquesa de Toscana...”.

Asistimos impasibles a un noticiero donde la movilera sentencia que Barreda tiene personalidad dividida “porque es de Géminis”. Otra atemoriza a los televidentes anunciado que el niño que había sido testigo de un secuestro sería sometido a la Cámara Gesell. De nada valió la fugaz aparición de un psicólogo explicando que la cámara es un dispositivo para observar sin ser visto: el oyente se quedó pensando en el gabinete del doctor Caligari.

Desde MacLuhan, lo importante es estar en los medios, no lo que se dice en ellos. “Lo que repito tres veces, es verdad”, proclamaba Lewis Carroll en La caza del Snark, cuando aún no había nacido Goebbels ni existían los medios masivos.

La cultura también se ha empobrecido, y basta pensar en quienes ocupan hoy el lugar de Pichon Rivière, Félix Luna o Cortázar para entender por qué todo parece estar permitido. Nos hemos acostumbrado a oír impávidamente cualquier cosa. Pero así como el cuidado del medio ambiente debe ser una responsabilidad compartida, la denuncia de disparates pomposos debería ser un deber patriótico. A mí nunca me los perdonaron, y estoy agradecido.

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El paleontólogo George Simpson sufrió la dictadura del rumor en carne propia: su estudio sobre mamíferos fue confundido por varios medios, que pretendieron ver en los especimenes al “eslabón perdido”.
 
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