futuro

Sábado, 10 de junio de 2006

LA MATEMáTICA DEL SIGLO XX

El lenguaje del universo

A lo largo del siglo pasado, la matemática se convirtió en un campo de batalla. Esquivada, malinterpretada y odiada por la mayor parte del mundo, la “reina de las ciencias” deambula, para quien la ve desde afuera, entre el esoterismo y la cripticidad. Al fin y al cabo, muchos orillan la trivial curiosidad, abundan en una crasa ignorancia de sus resultados y ella sufre una sequía de buenos comunicadores del estilo del italiano Piergiorgio Odifreddi, quien en su último libro, La matemática del siglo XX: de los conjuntos a la complejidad (Katz Editores), ofrece un panorama sintético y sobre todo claro de los últimos resultados, problemas y desafíos matemáticos como punto de partida para salvar a esta disciplina –bien entendida como la “cúspide de nuestra civilización”– de las fauces de la extinción.

 Por Piergiorgio Odifreddi

El mundo descripto por las ciencias físicas y naturales es concreto y perceptible: en una primera aproximación a través de los sentidos, y en una segunda aproximación a través de varias extensiones de los sentidos provistas por la tecnología. El mundo descripto por la matemática, en cambio, es un mundo abstracto, constituido por ideas que pueden percibirse sólo con el ojo de la mente. De todos modos, con la práctica, conceptos abstractos como números y puntos han adquirido tal objetividad que incluso el hombre común puede obtener imágenes sustancialmente concretas de ellos, como si pertenecieran a un mundo de objetos tan reales como los físicos.

Pero la ciencia moderna ha minado la ingenua visión del mundo exterior; la investigación extendió sus fronteras a las inmensas magnitudes del cosmos y a las minúsculas de las partículas, haciendo imposible una percepción sensorial directa, o incluso sólo a través de medios tecnológicos, de los objetos galácticos o atómicos, reduciéndolos efectivamente a imágenes matemáticas. De manera análoga, también la matemática moderna extendió las fronteras de su investigación a las raras abstracciones de las estructuras y a los minuciosos análisis de los fundamentos, desvinculándose por completo de la visualización.

Por lo tanto, la ciencia y la matemática del siglo XX comparten la dificultad de explicar sus conquistas en términos de conceptos clásicos. Pero dificultad no significa imposibilidad y son precisamente las abstracciones superficiales y estériles las que generalmente resultan difíciles de justificar, mientras que las profundas y fecundas ahondan sus raíces en problemas e intuiciones concretas. En otras palabras, la buena abstracción no es un fin en sí mismo, un arte por el arte, sino que siempre es una necesidad, un arte por el hombre.

Ramitas atrofiadas y resecas

Una segunda dificultad cuando se afronta la ciencia y la matemática del siglo XX es la explosión productiva. Los matemáticos, que solían conformar un pequeño grupito que a menudo debía hacer cualquier trabajo para sobrevivir, hoy se han convertido en una legión. Se mantienen produciendo investigaciones que, generalmente, no tienen ni justificación ni interés, y la estructura universitaria en que la mayoría de ellos trabaja los incita estúpidamente a “publicar o perecer”, según un triste lema estadounidense. El resultado es que hoy están circulando centenares de revistas especializadas, en las que aparecen cada año, literalmente, centenares de miles de teoremas, la mayoría irrelevantes.

Una tercera dificultad es provocada por la fragmentación que la matemática sufrió a partir del siglo XVIII y que se hizo patológica en el siglo XX. Una de las causas es la explosión productiva, pero no es la única; otra, quizás más determinante, es el progreso mismo de la investigación.

En efecto, los problemas simples y de fácil resolución son escasos y, una vez que se resuelven, una disciplina puede ser desarrollada sólo afrontando problemas complicados y difíciles, que requieren el desarrollo de técnicas específicas y, por lo tanto, una especialización. El siglo XX ha testimoniado una hiperespecialización de la matemática, que terminó por dividirla en subdisciplinas con fronteras cada vez más angostas y delimitadas.

La mayoría de estas subdisciplinas están constituidas por ramitas atrofiadas y resecas, que se desarrollan limitadamente en el tiempo y el espacio, y luego mueren de muerte natural. Pero las ramas sanas y fuertes siguen siendo muchas y su desarrollo ha provocado una situación inédita enla historia de la matemática: la extinción de la especie del matemático universal, es decir, el individuo de excepcional cultura que podía dominar completamente el panorama entero de la matemática de su tiempo. El último ejemplar parece haber sido John von Neumann, fallecido en 1957.

Por todas estas razones, no es físicamente posible, ni es de esperar intelectualmente, brindar un panorama completo de la actividad de una disciplina que claramente ha asumido las características típicas de la sociedad industrial dominante, en la que la superproducción de mercancías de baja factura y a bajo costo generalmente marcha por inercia, según mecanismos contaminantes y saturantes, nocivos para el ambiente y para el consumidor.

El factor numerológico

El problema principal de cualquier exposición de la matemática del siglo XX es entonces, como en la parábola del Evangelio, separar el grano bueno de la paja, quemar la paja en gavillas y acumular el grano en graneros. Los criterios que pueden guiar una selección de resultados son múltiples, y no unívocos: el interés histórico del problema, la naturaleza germinal o conclusiva de un resultado, la belleza intrínseca de la formulación o de las técnicas, la novedad o la dificultad de la demostración, la fertilidad matemática o la utilidad práctica de las aplicaciones, la pregnancia filosófica de las consecuencias, etcétera.

La decisión que proponemos al lector, naturalmente, no puede no ser subjetiva, tanto en sentido negativo como positivo. Por una parte, se debe dar dentro de un bagaje personal de conocimientos que evidentemente y de manera inexorable es limitado desde un punto de vista general. Por otra parte, dentro de este bagaje, realiza una selección inevitablemente regida por preferencias y gustos particulares.

De todos modos, los aspectos subjetivos pueden limitarse al mínimo, intentando hacer referencia a criterios que de alguna manera resulten objetivos. En este caso, la tarea está facilitada por dos factores complementarios, que marcaron el desarrollo de la matemática en el siglo XX. Ambos están vinculados, como explicaremos, con los Congresos Internacionales de la Matemática; como las olimpíadas, éstos se desarrollan cada cuatro años y están invitados a presentar sus trabajos aquellos a los que la comunidad de matemáticos considera sus mejores exponentes.

El primer congreso oficial se llevó a cabo en 1897 en Zurich y la apertura estuvo a cargo de Henri Poincaré, que la dedicó a las relaciones entre matemática y física. El segundo congreso se realizó en París en 1900 y en esta oportunidad la apertura fue asignada a David Hilbert. El factor numerológico se impuso a su deseo de responder a distancia al discurso de Poincaré y Hilbert eligió “indicar probables direcciones de la matemática del nuevo siglo”.

En su inspirado discurso brindó, ante todo, implícitas indicaciones que nos guiarán en nuestra exposición: los resultados importantes son aquellos que manifiestan una continuidad histórica con el pasado, que unifican distintos aspectos de la matemática, que arrojan luz nueva sobre cosas conocidas, que introducen simplificaciones radicales, que no son manipuladamente complicados, que admiten ejemplificaciones significativas, que están suficientemente madurados como para poder ser explicados al hombre de la calle, etcétera.

Pero el discurso de Hilbert se hizo famoso principalmente por la explícita indicación de veintitrés problemas abiertos, que él consideraba cruciales para el desarrollo de la matemática del siglo. Confirmando su lúcida anticipación, muchos de esos problemas resultaron efectivamente fecundos y estimulantes, sobre todo en la primera mitad del siglo, y enseguida nos detendremos en algunos. En la segunda mitad del siglo, el impulso de los problemas de Hilbert se apagó y la matemática incursionó en caminos que a principios de siglo ni siquiera existían. Para orientarse en este período es útil hacer referencia a un premio instituido en 1936, que se concede en los congresos internacionales a matemáticos menores de cuarenta años que hayan obtenido en los últimos años los resulta dos más destacados. La restricción etaria no es especialmente importante, dado que la mayor parte de los resultados significativos se obtienen a esa edad. Como una vez dijo Godfrey Hardy, en Apología de un matemático: “Ningún matemático puede permitirse olvidar que la matemática, más que cualquier otra arte o ciencia, es una actividad para jóvenes”.

El premio, dedicado a la memoria de John Charles Fields –un matemático que había sido su organizador y que había obtenido la financiación– consiste en una medalla que muestra la imagen de Arquímedes y la frase “Transire suum pectus mundoque potiri” (trascender las limitaciones humanas y apoderarse del universo). Por eso, el premio hoy se llama medalla Fields. Se lo considera el análogo del Premio Nobel que para la matemática no existe. Pero sí existe una leyenda muy conocida, según la cual la causa de esta inexistencia habría sido el deseo de Alfred Nobel de evitar la posibilidad de que el matemático sueco Gösta Mittag-Leffler lo ganara. En realidad, ellos casi no se conocían y ciertamente el segundo no era el amante de la esposa del primero, como suele sugerirse, ya que Nobel no era casado. El verdadero motivo es simplemente que los cinco premios originales (física, química, medicina, literatura y paz) estaban dedicados a temas que le habían interesado a Nobel toda su vida, y la matemática no se contaba entre ellos.

Hasta ahora se han entregado 42 medallas Fields, dos de ellas en 1936, y las restantes entre 1950 y 1998. Ya que la lista de los ganadores incluye a algunos de los mejores matemáticos de la segunda mitad del siglo y que los resultados premiados constituyen algunas de las cimas alcanzadas por la matemática en aquel período. Complementario de la medalla Fields es el premio Wolf, una especie de Oscar a la carrera, instituido en 1978 por

Ricardo Wolf, filántropo cubano de origen alemán que fue embajador en Israel desde 1961 hasta 1973. Como los premios Nobel, los premios Wolf no tienen limitaciones de edad, se asignan en varios campos (física, química, medicina, agricultura, matemática y arte), son entregados por el jefe de Estado en la capital (el rey de Suecia en Estocolmo en un caso, el presidente de Israel en Jerusalén en el otro) e incluyen un sustancioso cheque (de 100.000 dólares, contra los 10.000 de la medalla Fields y el millón del Premio Nobel).

Para evitar malentendidos, cabe aclarar explícitamente que las soluciones de los problemas de Hilbert y los resultados de las medallas Fields o de los premios Wolf representan sólo puntos de referencia significativos y, obviamente, no agotan el panorama de la matemática del siglo XX. Por eso, también será necesario ir más allá de los premios para intentar dar una descripción lo más amplia posible, con las limitaciones que ya mencionamos, de la variedad y la profundidad de la matemática contemporánea.

La decisión de concentrarse en grandes resultados que, por otra parte, constituyen la esencia de la matemática determina automáticamente la naturaleza diacrónica de la exposición, que inevitablemente tomará la forma de un collage. La ventaja es que permite una lectura ampliamente independiente de cada sección; y la desventaja, que resulta confusa. Pero esta desventaja podrá ser superada fácilmente con una segunda lectura, tras la cual se podrá volver a las distintas secciones con una visión global.

Construcción desconstructiva

La matemática puede ser considerada, según la propia predisposición filosófica o la propia experiencia personal, como una actividad de descubrimiento o de invención. En el primer caso, los conceptos abstractos de los que trata la matemática se consideran dotados de una auténtica existencia en el mundo de las ideas, que es considerado tan real como el mundo físico de los objetos concretos. Por lo tanto, el descubrimiento requiere, literalmente, un sexto sentido, que permita percibir los objetos abstractos del mismo modo en que los cinco sentidos permiten percibir los objetos concretos. Y el problema fundamental de esta percepción es, obviamente, su verdad externa, es decir, una adecuada correspondencia con la supuesta realidad.

En el segundo caso, en cambio, las obras matemáticas se conciben como obras de arte, que tratan de objetos tan imaginarios como los protagonistas de una novela o las representaciones de una pintura. Por lo tanto, la invención requiere un auténtico talento matemático, que permita construir objetos de fantasía como lo hace el talento artístico. El problema fundamental de las producciones de este talento es su consistencia interna, es decir, la concepción de las distintas partes como un todo orgánico (en términos matemáticos: la falta de contradicciones).

Pero ya sea descubrimiento o invención, la matemática revela objetos y conceptos que, a primera vista, resultan inusuales o poco familiares. Actualmente, ciertos adjetivos demuestran las reacciones de sorpresa o desagrado que suscitaron algunos números en su primera aparición: irracionales, negativos, sordos, imaginarios, complejos, trascendentes, ideales, surreales, etcétera.

Desde los tiempos de los griegos, una actitud típica fue el intento por limitar lo máximo que fuera posible la sorpresa o el desagrado, descargando el peso del edificio de la matemática en fundamentos sólidos. La historia de la matemática testimonió sucesivas fases de construcción y deconstrucción, que invertían las relaciones recíprocas entre lo que se consideraba fundamental y sustituían cimientos peligrosos o superados por otros que se consideraban más adecuados.

En el siglo VI a. C. los pitagóricos colocaron la aritmética de los números enteros y racionales en la base de la matemática. La grieta que hizo desmoronar el edificio fue el descubrimiento de magnitudes geométricas que no se pueden expresar como relaciones entre números enteros, lo que demostró que los números racionales no son una base adecuada para la geometría.

En el siglo III a. C. todo el edificio fue reconstruido por Euclides sobre los cimientos de la geometría. Los números enteros y sus operaciones perdieron el rol de entidades primitivas y fueron reducidos a las medidas de segmentos y de sus combinaciones: por ejemplo, los productos a la medida del área de un rectángulo.

En el siglo XVII, Descartes inauguró un nuevo paradigma numérico, basado en lo que hoy llamamos análisis, es decir, en los números reales. La geometría se volvió analítica, y puntos y entidades geométricas se redujeron a coordenadas y ecuaciones: por ejemplo, las rectas a las ecuaciones de primer grado.

En el siglo XIX se cerró el círculo y el análisis fue reducido a la aritmética. Los números reales fueron definidos como conjuntos de sus aproximaciones racionales, y la novedad esencial que permitió a los modernos esta transformación fue la consideración actual de infinito, que los griegos, en cambio, rechazaban.

En el siglo XX surgieron muchas alternativas que han disputado los favores de los matemáticos y que hoy permiten considerar este siglo como un auténtico período de renovación de cimientos. La característica esencial de los nuevos fundamentos es que se basan, ya no en los objetos clásicos de la matemática, es decir en entes numéricos o geométricos, sino en conceptos absolutamente nuevos, que cambiaron completamente su identidad formal y sustancial.

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