futuro

Sábado, 24 de febrero de 2007

NOTA DE TAPA

Biografía...

 Por Federico Kukso

Si hay algo de cierto en aquella remanida expresión que desliza que la historia la escriben los vencedores, el nombre del gusano Caenorhabditis elegans debería figurar o bien en la primera página o bien encabezando los agradecimientos. Con mucho disimulo pero a un paso firme (de aquellos que dejan huellas), este bichito resbaladizo de un milímetro de largo y casi invisible a simple vista desempeñó (y desempeña) un rol protagónico en la genómica en particular y en la biología en general.

El salto a la fama lo dio hace 42 años y lo hizo tal cual varias megaestrellas del firmamento mediático: como modelo. Su “descubridor” (o más bien, el forjador de su éxito) fue ni más ni menos que el sudafricano Sydney Brenner, uno de los fundadores de la biología molecular, que en 1965 –casi diez años después del descubrimiento de la estructura del ADN– lo eligió entre miles de organismos como modelo de experimentación para estudiar el sistema nervioso y el cerebro humano. “La gente pensó que estaba loco”, confiesa el científico de Cambridge, Inglaterra. Ahora sabe –como el resto de sus colegas– que no se equivocó.

El gusanito o nemátodo (gusano redondo), más conocido por su nombre abreviado “C. elegans” –como si fuera una estrella de rock que muda de nombre o apodo al ritmo del cambio de las estaciones– reunía todas las características para convertirse en el espécimen casi ideal: tiene músculos, nervios, órganos sexuales e intestinos, reacciona al tacto, poseen un tubo digestivo a lo largo de su cuerpo y reconoce olores. Y hace todo esto con sólo 19.099 genes (40 por ciento son comunes al hombre), un poco más de la mitad del número de genes con que, según se estima, cuenta el ser humano.

El C. elegans era perfecto: tiene muchas células (pero no tantas: entre 959 y 1031, la mayoría nerviosas) como para analizar el origen y destino de cada una de ellas. Y su ciclo vital es corto como para generar grandes cantidades. O sea, un combo de ingredientes que superan con creces los beneficios que pueden aportar bacterias, levaduras u otros organismos unicelulares en los cuales los científicos –de la rama que sea– descargan todo su arsenal de experimentos e hipótesis.

De pronto, Brenner se dio cuenta de que no estaba solo. No era el único que trabajaba con este gusano multifuncional que vive en ambientes templados. La bola de rumores comenzó a correr y, de un día para el otro, no eran decenas ni cientos de científicos que compraban a agricultores cientos de ejemplares de C. elegans. Eran miles. Orgullosos de sus bichitos, se llamaron a sí mismos “la gente gusano”.

Las fases de la vida: el C. elegans vive solo 21 dias en los que puede engendrar hasta 300 larvas.

“Me interesaba el sistema nervioso, y pensé que era importante estudiarlo de un modo que se pudiera resumir en la forma de un diagrama de cableado –confesó años más tarde Brenner–. El plan no consistía en relacionar directamente a los genes con el comportamiento, sino en separar el problema en dos preguntas: una pregunta de desarrollo (‘¿Cómo construyen los genes sistemas nerviosos?’) y una pregunta fisiológica (‘¿Cómo los sistemas nerviosos o cerebros generan conductas?’).”

Un monumento ahi

En un primer momento, Brenner y lo suyos se orientaron a estudiar cómo los genes pueden especificar las estructuras complejas que se encuentran en los organismos superiores, o lo que es lo mismo: cómo los genes crean órganos, huesos o piel, y especifican su función. La biología del desarrollo era una moda y el sudafricano había sido uno de los principales responsables de ello.

Sin saberlo habían iniciado el camino que concluyó en junio de 2000 con el desciframiento del genoma humano. Así es: la secuenciación del genoma humano arrancó con el estudio de un gusanito anónimo, casi cualquiera que le gusta vivir entre las plantas en estado de putrefacción.

La invención de la tecnología para clonar y secuenciar el ADN a mediados de los ‘70 aceleró más las investigaciones. El paso siguiente fue la identificación de todas sus 1090 células, cada una etiquetada con una función.

“De un modo maravilloso, los gusanos son como humanos en miniatura. Estudiando los genes que se requieren para hacer músculos de gusano, podemos aprender acerca de los genes responsables de construir nuestros músculos: son idénticos”, admite ahora John Sulston, ex colaborador de Brenner.

Sus particularidades son de por sí llamativas. Por empezar, los ejemplares de C. elegans tienen dos sexos: hermafrodita (que se fertilizan a sí mismos) y macho (menos del 0,05% del total). Cuentan con una boca (o estoma), faringe, intestinos, gónadas y una cutícula de colágeno. Y mientras los hermafroditas poseen dos ovarios, oviductos, una cavidad para almacenar el esperma y un útero, los machos tienen una sola gónada, vasos deferentes y una cola especializada para la cópula.

Son extremadamente prolíficos si se tiene en cuenta su corta vida (de dos a tres semanas): cada adulto hermafrodita coloca en promedio entre 200 y 300 huevos. Y a lo largo de su desarrollo cada nuevo miembro de la especie atraviesa por cuatro estados larvarios –de dos o tres días– antes de poder gozar de los derechos de la adultez. A lo largo de sus 21 días de vida, atraviesan por los mismos procesos biológicos que todos los seres humanos: crecen, comen, se reproducen, envejecen y mueren.

La evolución y la selección natural le propiciaron estrategias para sobrevivir a períodos extremos. Por ejemplo, en caso de sobrepoblación o ausencia de alimento, la larva puede entrar en una especie de hibernación, momento durante el cual resiste al estrés y no envejece.

Iguales y distintos

El C. elegans llegó a la cumbre, al cenit del estrellato, en diciembre de 1998 cuando se secuenció completamente su genoma. Era la primera vez que se tenía acceso al libro completo de instrucciones para hacer un animal.

Fue en realidad un trabajo completo a medias, pues su versión totalmente corregida vio la luz recién en octubre de 2002. Considerado una tabla periódica de los elementos biológicos, un mapa, un libro de la vida, su genoma dejaba al descubierto una catarata de secretos, datos hasta ese entonces difusos: de un día al otro cayó la noticia de que el gusanito de nombre elegante poseía cerca de 97 millones de bases nitrogenadas, más de 19.000 genes (19.099 genes que codifican la producción de proteínas, y otros 800 genes con funciones desconocidas), seis pares de cromosomas, incluyendo un par de cromosomas sexuales (los hermafroditas poseen un par con cromosomas iguales, XX).

Su publicación fue un momento extático y cargado de efervescencia para muchos. “Vamos a proporcionar a los biólogos una nueva herramienta poderosa para poder experimentar y comprender mejor el funcionamiento de los genomas”, aseguraba por entonces Robert Waterston, uno de los autores del estudio que irrumpió en la tapa de la revista Science.

Además de describir las intimidades estructurales del gusano, su genoma más bien hablaba de sus parientes lejanos (si tenemos en claro que todos los organismos de la Tierra surgieron de una sola célula): comparando sus 97 millones de bases nitrogenadas, las levaduras tienen 12 millones de bases; la mosca Drosophila, 180 millones; ratones y humanos, 3000 millones. Según los investigadores, aproximadamente un 36% de los genes del C. elegans son idénticos a los de otros organismos, incluyendo a los seres humanos. Y más: se observó también que la estructura de los cromosomas del gusano se parece mucho más a la de los seres humanos que la de las bacterias o la levadura. “Simplicidad por afuera, complejidad por dentro”, parecería ser el lema biológico del C. elegans.

Los caminos a los que condujo son impresionantes. Entre tantos otros, impulsó una mejor comprensión de los mecanismos de enfermedades como el Mal de Alzheimer, la apoplejía, el cáncer, la retinitis pigmentosa, diabetes y enfermedades renales. Es que los humanos con el C. elegans nos parecemos en más de lo que se cree. Por empezar compartimos varios genes: el Alzheimer de inicio precoz suele ser causado por la mutación de un solo gen humano –PS1, gen presenilin número uno–, similar a otros cuatro genes, tres de los cuales también se encuentran en C. elegans. (Se llegó incluso a sustituir el gen humano PS1 con un gen similar en C. elegans y demostraron que el gen humano funciona bien en el gusano.)

Por sus investigaciones con este gusanito, Sydney Brenner, John Sulston y H. Robert Horvitz, del Massachusetts Institute of Technology (MIT) recibieron el Premio Nobel de Medicina o Fisiología 2002.

Pasaje de ida y vuelta

No conformes con estudiarlos en la Tierra, los científicos se empecinaron en observarlos en el espacio, en un estado de gravedad cero. Pero antes de mandarlos a bordo de un transbordador, los sometieron a los más variados experimentos como base de un estudio aún mayor para analizar las respuestas de los seres vivos al vuelo espacial, desde el punto de vista de la genética, la biología molecular, y a nivel del organismo.

La NASA los adoptó como nuevos conejillos de Indias y se hizo un banquete con ellos. Con una cámara en miniatura y un sistema de videograbación diseñados por estudiantes de ingeniería de la Universidad Harvey Mudd de California, Estados Unidos, se comprobó que estos pequeños gusanos sobreviven hasta en circunstancias extremas como, por ejemplo, a fuerzas de 100 veces la gravedad terrestre, fatales hasta para el más fuerte y decidido de los seres humanos.

“Observando los cambios que ocurren en la transición de hipergravedad a la gravedad normal de 1 G, presumimos que podremos predecir los cambios resultantes de la ausencia casi total de gravedad que experimentan astronautas en vuelo”, explicó la bióloga e investigadora principal Catharine Conley del Centro de Investigación NASA Ames.

De extensión diminuta y de multiplicidad variable, no pasó mucho tiempo para que se los mandase a órbita. En su vuelo, a bordo del transbordador espacial Columbia, se observó que los cultivos se reprodujeron normalmente sin cambios visibles a nivel morfológico.

Sin embargo, un evento de escala mayor sepultó en el olvido la noticia. El estallido del transbordador Columbia en su regreso a la Tierra el 1 de febrero de 2003 trepó, como era de esperar, a las primeras planas de diarios y canales de todo el mundo, en una especie de revival, un déjà vu de la trágica explosión del también transbordador Challenger en 1986.

Pero sólo fue una cuestión de tiempo para que los gusanitos volvieran otra vez a ser noticia: semanas después del gran estallido, investigadores de la agencia espacial norteamericana hallaron entre los restos de la nave que cayeron sobre el estado de Texas los contenedores que cargaban a los C. elegans. Estaban todos vivos.

Los únicos sobrevivientes del Columbia en realidad no eran los mismos C. elegans que habían subido a la nave. Eran más bien la cuarta generación.

Años de buena vida

Los gusanitos C. elegans pusieron y ponen el cuerpo para los más variados experimentos, como los estudios de dependencia a la nicotina pues, según se corroboró, en ciertos estados desarrollan los mismos síntomas que los humanos cuando dejan de fumar. Aun así, tal vez el experimento más famoso de todos sea el que tiene como objetivo la búsqueda de la inmortalidad.

Obviamente, esta línea de investigación está en pañales. Pero está. A través de ciertas mutaciones genéticas y administrándoles fármacos antioxidantes ya se consiguió prolongar la vida de C. elegans casi un 50%. “Con estos trabajos no deseamos en absoluto poner a punto y comercializar una nueva versión del elixir de la eterna juventud”, advirtió una de las cabezas más visibles del experimento, el biólogo molecular francés Bernard Malfroy. Su recomendación fue en vano. El C. elegans ya había abierto las puertas de la esperanza.

Si la biología moderna se construyó sobre el estudio del C. elegans, tal vez el descubrimiento de la inmortalidad esté también en ellos. Al fin y al cabo, estos gusanos comparten nuestro secreto.

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