futuro

Sábado, 28 de abril de 2007

NOTA DE TAPA

El imperio...

 Por Mariano Ribas

Y en el principio, todo era gas, polvo, frío y una profunda oscuridad: hace miles de millones de años, el Sol y su inmensa y variada corte de mundos eran apenas una promesa. Una masa informe de hidrógeno y helio, apenas salpicada por elementos más pesados. Un desprolijo amasijo de materiales crudos, perdido en un rincón de una galaxia, una de las tantísimas que apenas distraen al universo de sus descomunales vacíos. Lentamente, la gravedad fue tomando las riendas de la situación, probablemente ayudada por la onda de choque de alguna supernova cercana. Y así comenzó a forjarse una estrella y, a partir de los restos de su formación, una multitud de incontables cuerpos menores. Durante siglos, el origen del Sistema Solar fue uno de los misterios más grandes y apasionantes de la astronomía. Y si bien es cierto que, a muy grandes rasgos, fue un proceso descripto hace más de dos siglos, sus detalles más finos recién pudieron delinearse durante las últimas décadas, a fuerza de observaciones telescópicas muy precisas, misiones espaciales y complejas simulaciones por computadoras. Más allá de ciertas zonas algo difusas, hoy en día es posible entender los mecanismos que dieron nacimiento al Sol, los planetas (y sus lunas), los asteroides y los cometas. Y por qué son como son y están donde están.

La historia oficial del vecindario solar comenzo hace 5000 millones de años con una nube de polvo y gas.

La hipotesis nebular

En 1755, el mismísimo Immanuel Kant puso las bases para el modelo moderno de la génesis del Sistema Solar. Kant propuso que todo había comenzado a partir de ciertas irregularidades en la distribución de los materiales que flotaban en un universo joven. Irregularidades que, gravedad mediante, fueron originando grumos de gas y polvo cada vez más grandes y masivos, que, de a poco, formaron discos en rotación. Uno de esos discos daría origen al Sol y a sus acompañantes. Más allá de ser esencialmente correcta, la idea de Kant no trascendió demasiado. Cuarenta años mas tarde, en 1796, el francés Pierre Simon de Laplace dio el paso siguiente, cuando presentó una maqueta explicativa más pulida: la ahora famosa “hipótesis nebular”. Decía más o menos así: el Sistema Solar nació de una nube de gas y polvo que se fue comprimiendo por su propio peso, girando cada vez más deprisa. En su zona central y acaparando la mayor parte de los materiales, nacería el Sol. Y a su alrededor, distintos anillos de materiales, concéntricos y desprendidos durante el proceso terminarían por consolidarse en planetas y otros cuerpos más chicos.

Lo cierto es que, más allá de su aporte teórico, estas ideas pioneras de Kant y Laplace carecían de las imprescindibles evidencias observacionales: nadie había visto un solo sistema planetario de carne y hueso en plena formación. Para eso, hubo que esperar más de dos siglos.

Sistemas en formacion

Durante la década de 1980, los astrónomos comenzaron a cosechar evidencias muy claras que permitieron fortalecer y enriquecer dramáticamente la hipótesis nebular. En 1983, el satélite multinacional IRAS (Infrared Astronomical Satellite) descubrió que algunas estrellas cercanas emitían más luz infrarroja de lo normal. Enseguida comenzaron las especulaciones y casi todas ellas apuntaban en la misma dirección: ese exceso de radiación infrarroja podía explicarse mediante la existencia de enormes (y calientes) anillos de materia alrededor de las estrellas. Al año siguiente, astrónomos del Observatorio de Las Campanas, al norte de Chile, revelaron algo mucho más concreto: una de las estrellas en cuestión, llamada Beta Pictoris, tenía a su alrededor un colosal disco de materia, de 30 veces el diámetro del Sistema Solar. Era muy plano y parecía tener un hueco en el medio. Y si bien no se detectaron planetas en su interior, casi todos los astrónomos interpretaron que lo que se veía alrededor de Beta Pictoris era el embrión de un sistema planetario. Nada menos. Y que el hueco central era un área donde, probablemente, se estaban formando planetas, que crecían a medida que incorporaban todo ese desparramo de escombros cósmicos.

El emblemático caso de Beta Pictoris fue seguido por muchísimos otros hasta nuestros días, incluyendo los “discos protoplanetarios” observados por el Telescopio Espacial Hubble en las entrañas de la famosa Nebulosa de Orión, una colosal fábrica de estrellas a 1500 años luz de aquí. Todas esas observaciones directas, sumadas a nuevos modelos astrofísicos, y simulaciones por computadora permitieron entender cómo nacen los sistemas planetarios. Y cómo nació el nuestro, por supuesto.

Primero, el Sol...

Todo comenzó hace casi 5000 millones de años. Por entonces, en un rincón de la Vía Láctea, más cerca del borde que del centro, una nube de gas y polvo de cientos de miles de millones de kilómetros de diámetro –como tantas otras que se desparraman en los brazos espiralados de la galaxia– comenzó a contraerse por acción de su propia gravedad. Pero parece que hubo algo más: teniendo en cuenta la relativa abundancia de elementos pesados (léase carbono, oxígeno, nitrógeno, magnesio, hierro y tantos otros), los astrónomos sospechan que aquella masa primigenia fue enriquecida por los elementos químicos lanzados al espacio por una supernova relativamente cercana (la explosión de una estrella enorme que, a lo largo de su vida, fue forjando esos elementos en su núcleo). Supernova que, de paso y mediante ondas de choque, ayudó a acelerar la contracción de aquella masa de gas y polvo.

Durante cientos de millones de años, esa nube siguió contrayéndose más y más, tomando lentamente la forma de un disco en veloz rotación. En la zona central de ese disco, y como resultado de la contracción, la presión y la temperatura fueron aumentando sin parar. Hasta que, pasados unos 400 a 500 millones de años, ese núcleo infernal fue tomando una forma más o menos esférica: era el embrión de nuestra estrella, o el “proto-Sol” (como lo llaman los astrónomos). En cierto momento, cuando la temperatura interna de ese embrión estelar superó los 10 millones de grados, el hidrógeno comenzó a fusionarse en helio. Y entonces, sí, se encendió el Sol. Una máquina gravitatoria que funciona a la perfección desde aquel lejano entonces, “quemando” su propio hidrógeno y llenando de luz y calor a todo el Sistema Solar.

... Y luego, los planetas

La estrella recién nacida dejó a su alrededor un desparramo de materiales sobrantes. Un colosal disco de restos que se fueron acumulando, y también diferenciando, hasta formar a los planetas y sus lunas, los asteroides y los cometas. Los elementos más pesados y menos volátiles, como el oxígeno, el magnesio o el hierro permanecieron más cerca del Sol. Y formaron granos de polvo que, mediante choques y fusiones, se unieron en piezas sólidas cada vez más grandes. Primero eran simples guijarros de silicatos y metales. Pero luego de algunos millones de años, esa caliente zona, cercana al Sol, ya estaba poblada de millones y millones de pesados cascotes, de cientos de metros, o incluso, kilómetros de diámetro: eran los “planetesimales”. Ni más ni menos que los ladrillos que terminarían por construir, finalmente, a Mercurio, Venus, la Tierra (y la Luna) y Marte. Otros materiales pesados quedaron desparramados un poco más lejos, pero nunca llegaron a consolidarse en verdaderos planetas: son los asteroides, reliquias rocoso-metálicas que giran alrededor del Sol entre las órbitas de Marte y Júpiter. Nada es casual: al parecer, fue justamente el poderoso campo gravitatorio de Júpiter el que impidió, mediante continuos tironeos, el ensamblaje de los asteroides en cuerpos más grandes. A propósito de Júpiter: su historia y naturaleza, y la del resto de los planetas gigantes, fueron muy distintas a la de la Tierra y sus vecinos.

Mundos de gas

La radiación y el “viento solar” (una corriente de partículas que el Sol emite en todas direcciones) de la joven estrella soplaron hacia fuera a los materiales más livianos, esencialmente el hidrógeno y el helio. Y fueron justamente esos gases lo que iban a formar a los planetas externos del Sistema Solar. Sobre este punto los astrónomos no están completamente de acuerdo. Más bien proponen dos modelos diferentes para explicar el origen de Júpiter, Saturno, Urano y Neptuno. El primero dice que estas moles planetarias se gestaron a partir de núcleos sólidos (de polvo y hielo) que fueron atrayendo progresivamente el abundante hidrógeno y helio que había a su alrededor. La otra explicación plantea un proceso más rápido, que prescinde de los núcleos sólidos iniciales, para plantear, directamente, un escenario de veloz contracción de los gases, hasta formar aquellos enormes mundos (que, de todos modos, esconden núcleos sólidos).

Sea como fuere, hay algo que está claro: al igual que los planetas sólidos, los gigantescos planetas gaseosos están donde están y son como son por culpa de la distribución inicial de los materiales en torno del Sol recién nacido. Y, como veremos a continuación, lo mismo ocurrió con los helados munditos aún más lejanos.

Pedazos de hielo

Más allá de los planetas gigantes y debido a las bajísimas temperaturas (del orden de los -200 C o menos), otros gases soplados hacia fuera por el Sol (y sobrantes de su formación) terminaron por congelarse, formando un inmenso desparramo de pequeños cuerpos helados. Allí está el ahora “planeta-enano” Plutón, y cosas que se le parecen, como Quaoar, Varuna, Ixion, Sedna y Eris. Todos más allá de la órbita de Neptuno y formando, junto a otros millones de bolas de hielo, el Cinturón de Kuiper. De allí vienen, justamente, los cometas de “período corto” (aquellos que tardan menos de 200 años en dar una vuelta al Sol), como el Halley, probablemente lanzados hacia el interior del Sistema Solar por interacciones gravitatorias con sus vecinos. Otros cometas (los de período largo) vienen de la “Nube de Oort”, una suerte de gigantesca cáscara esférica –formada por miles de millones de pedazotes de hielo– que envuelve todo el reino solar. Y cuya “pared” interna está cientos de veces más lejos que el Cinturón de Kuiper. Hoy en día, esa cáscara de escombros helados, restos vírgenes de aquellos lejanos tiempos de los orígenes, marca el límite formal de nuestro Sistema Solar.

Una masa de gas y polvo que colapsó hace 5000 millones de años, forjando en su centro masivo y caliente una estrella. Y a su alrededor, un tendal de materiales, diferenciados según las distancias, que fueron dando origen a planetas rocoso-metálicos, asteroides, enormes planetas gaseosos y una multitud de pequeñas bolas de hielo. Así nació el Sistema Solar. Así comenzó su historia. Una historia más, entre tantísimas otras historias posibles de estrellas y planetas, que existieron, existen o existirán alguna vez.

La maquina solar

Nuestro Sol es una “máquina gravitatoria” que funciona sin parar, desde el mismo momento de su nacimiento, hace casi cinco mil millones de años. Y para nuestra tranquilidad, seguirá funcionando perfectamente otros seis mil millones de años. Como todas las estrellas, el Sol es una enorme bola de gas, principalmente hidrógeno, a altísimas temperaturas y presiones. Y el secreto de su funcionamiento está en su núcleo, un gigantesco horno nuclear a 15 millones de grados que, cada segundo, convierte cientos de millones de toneladas de hidrógeno en helio. Esa transformación libera inmensas cantidades de energía: la luz y el calor que permiten, entre otras cosas, la vida en la Tierra. Y es justamente la radiación que brota del corazón del Sol la que contrarresta el peso de sus capas más externas. Radiación versus gravedad: un delicado empate de fuerzas que mantiene viva nuestra estrella.

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