futuro

Sábado, 14 de julio de 2007

NOTA DE TAPA

¡Arte, arte, arte!

 Por Federico Kukso

La taxonomía atacó al arte como no lo hizo con ninguna de las demás esferas de la creatividad humana. En un acto quirúrgico y esterilizado, lo rebanó según los dictados del tiempo. Sus cortes –a veces certeros, a veces con una cuota bastante inquietante de impulsividad– hacen que sea una disección casi eterna, en una especie de movimiento uniforme y continuado de etiquetación, de estampar un nombre, sus principales exponentes y su correspondiente fecha de duración: paleolítico, egipcio, griego, romano, gótico, bizantino, renacentista, clásico, barroco, rococó, neoclásico, impresionista, realista, expresionista, cubista, futurista, surrealista, abstracto. En fin, hay para todos los gustos, de todos los colores y formas.

Pero cuando por fin los congresos de historia del arte veían cómo las polémicas taxonómicas propias del “divide y reinarás” tomaban rumbo hacia el exilio y el sacudón del pop art ya se alejaba, un nuevo agite se les vino encima. Con la misma indefinición que prologa el choque séptico, las calificaciones y etiquetas comenzaron a escasear. El arte –como sustantitvo compilador de los artistas y sus creaciones– salió al encuentro de la ciencia (más que la ciencia al encuentro del arte) y encontró en ella no el oasis de la novedad, de los sueños eternos y de las fantasías esquivas –tal cual se la vende, tal cual se la consume– sino un campo de batalla conflictivo en el que el querer, el hacer y el deber chocan y se modifican mutuamente.

Dalí lo anticipó cuando no opuso resistencia ante la atracción magnética ejercida por Freud, Max Planck, la física cuántica, Heisenberg, la bomba atómica e Ilya Prigogine (“Todo pintor pinta la cosmogonía de sí mismo: Rafael pinta la cosmogonía del Renacimiento y Dalí pinta la era atómica y la era freudiana”, confesó él mismo en una entrevista en los años ’50). Pero fue ante el ADN y el descubrimiento de su forma helicoidal por parte de Watson y Crick en 1953 cuando finalmente sucumbió. “La persistencia de la memoria” (1931) es el cuadro relativista, “Idilio atómico y uránico melancólico” (1943) y “Leda atómica” (1949) corresponden a su período físico, y “La escala de Jacob” y “Paisaje de mariposa, El gran masturbador en paisaje surrealista con ADN” conforman su obra genética.

Sin embargo, no fue hasta finales de los ’80 y principios de los ’90 que el vínculo ciencia-arte se hizo más robusto y se solidificó a partir de una relación simbiótica. Por entonces, mucho antes de que el Proyecto Genoma Humano concluyera y la genética conquistase todo lo que se interpusiera en su camino, comenzaron a asomar los primeros “bioartistas”, una nueva rama de creativos (pintores, fotógrafos, escultores) que abrazan la biología molecular y la genómica (y todas sus expresiones impactantes) para, a través de tejidos vivos, bacterias bioluminescentes, organismos vivientes, mariposas, plantas, genes, ADN, piel, biorreactores, tubos de ensayo, hacer estallar los sentidos de sus espectadores y despertarles preguntas que hasta entonces no se hacían (o no se les ocurrían), una reflexión sobre los cambios de la percepción, culturales y políticos o las implicaciones filosóficas que genera la ciencia en el borde del abismo.

ARTE VIVO

Así como el siglo XX tuvo en sus comienzos a los futuristas, los expresionistas y los dadaístas como vanguardia disruptiva y de choque, el siglo XXI tiene al bioarte, un campo heterogéneo, sin barreras ni grandes definiciones, que abriga a vertientes enfrentadas y concomitantes como el arte transgénico, arte genético, la biotelemática, la holopoesía y arte fractal, que con las múltiples y complejas capas de significación que atraviesan sus discursos y obras transforman las formas de presentación de su mensaje: ya no se valen únicamente de lienzos, cerámicas o el espacio potencial que abre la fotografía; ahora el bioarte usa la vida misma como nuevo medio de comunicación.

Mientras por un lado se ubican los bioartistas moderados (aquellos que no cortan mucho con el pasado y sacan fotos bonitas de microbios o crean máquinas que permiten –fotografía mediante– cambiar de raza, como la “Human Race Machine” de la estadounidense Nancy Burson), por el otro se levantan los bioartistas de avant garde, los bioartistas “en serio”, como el brasileño Eduardo Kac, director del Departamento de Arte y Tecnología de The School of Art Institute de Chicago (Estados Unidos), que se erige en algo así como el vocero de esta nueva rama artística. De hecho, fue Kac quien le dio nombre, aunque después particularizó más la cosa y se quedó con “arte transgénico”, como lo establece en su manifiesto, que reza: “Propongo que el arte transgénico sea una nueva forma de arte basada en el uso de las técnicas de ingeniería genética para transferir material de una especie a otra, o de crear unos organismos vivientes singulares con genes sintéticos. La genética molecular permite al artista construir el genoma de la planta y del animal para crear nuevas formas de vida. La naturaleza de este nuevo arte no sólo es definida por el nacimiento y el crecimiento de una nueva planta o un nuevo animal, sino sobre todo, por la naturaleza de la relación entre el artista, el público y el organismo transgénico. El público puede llevarse a casa las obras de arte transgénicas para cultivarlas en el jardín o criarlas como animales domésticos. No hay arte transgénico sin un compromiso firme y la aceptación de la responsabilidad por la nueva forma de vida creada así.”

Lejos de quedarse en las palabras, Kac enseña con el ejemplo. Es más, su obra “GFP Bunny” (2000) es tal vez la más estridente de todo el arte transgénico desde su nacimiento hasta la actualidad. En realidad, decir “obra” causa cierta consternación o amago de estupor, sobre todo si se la observa detenidamente y se advierte después de un rato que lejos de ser un artefacto, un objeto que se cuelga, que se emplaza en el medio de una galería, se trata de un ser viviente, un conejo albino modificado genéticamente llamado Alba que tiene el don –si así se puede llamar– de brillar en la oscuridad. Ocurre que cuando el conejo era apenas un embrión, Kac –en colaboración con los biólogos moleculares Louis Bec, Louis-Marie Houdebine y Patrick Prunnet– le microinyectaron un gen fluorescente aislado de la medusa Aequorea Victoria, a partir del cual el conejito adquiere cierto tono verde cuando se somete a cualquier emisión de luz azul. El blanco de ataque de Kac fueron los conceptos a veces tan arraigados en el sentido común como evolución, biodiversidad, normalidad, pureza racial, heterogeneidad, hibridismo o alteridad, un debate entre lo éticamente realizable y lo estéticamente factible. “Es fácil temer lo que no conocemos y decir que lo transgénico es monstruoso –afirma Kac–. Pero cuando ‘lo transgénico’ se sienta sobre tu regazo, te mira a los ojos, su significado cambia”. Alba y Kac produjeron un flor de revuelo que se acrecentó con prohibiciones y escándalos publicitarios. A tal punto fue el shock provocado por el conejo fluorescente que se lo llegó a comparar con el mingitorio de Duchamp o las latas Campbell de Warhol. Así como un objeto de uso común mutó en objeto de arte, un producto transgénico devino producto de creación.

Kac sabe que el bioarte (en realidad toda arte) vive de y por el impacto que sus obras provocan e instigan. Por eso no se plantó con Alba y volvió con otra obra transgénica, “Génesis” (instalación que hace poco estuvo en Buenos Aires) que acentúa las polémicas intrínsecas entre biología, ética, Internet y los sistemas de creencias. Para ello Kac “creó” un gen traduciendo una frase del libro del Génesis –que dice “dominad sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo y sobre todo cuanto vive y se mueve sobre la tierra”– al código Morse y convirtiendo el código Morse en una secuencia de ADN de acuerdo con un principio de conversión especialmente desarrollado para este trabajo (que se puede ver en profundidad en www.ekac.org o en www.genomicart.org).

POR UNA NUEVA POETICA

Kac, sin embargo, no está solo. Otro bioartista de reconocimiento internacional (y estremecimiento global) es Adam Zaretsky, que por medio de su instalación VivoArts (http://emutagen.com) mete mano en el material genético de bacterias, muta genes y corta tejidos para consternar y atraer la atención a este campo científico muchas veces visto con cautela y miedo. Y lo llevó a un extremo: llegó incluso a repetir durante 48 horas el álbum “Greatest Hits” de Elgelbert Humperdinck a un plato con bacterias E. coli para ver si las vibraciones o los sonidos influían en el crecimiento bacterial.

Brandon Ballengée, mientras tanto, sigue un camino similar pero intentando recrear casi desde la nada una especie desaparecida de una rana africana llamada Hymenochirus curtipes, al cultivar y mezclar selectivamente dos especies relacionadas.

Considerando la ciencia como la flamante poética del nuevo siglo, la artista portuguesa Marta de Menezes se entretiene creando mariposas adultas vivas con patrones modificados en sus alas con motivos artísticos. Otros van más allá –como si el bioarte no tuviera una frontera final– y aplican el arte en su propio cuerpo (o más bien, ven su cuerpo como obra de arte): un artista identificado como Stelarc llegó a implantarse una oreja de tipo orgánico –réplica de su propia oreja– en el brazo izquierdo, cuestionando así la estructura humana y la percepción que cada uno tiene sobre su cuerpo.

El bioartista Steven Kurtz no puede decir que corrió la misma suerte con su arte: el día que la policía halló muerta a su mujer en el suelo de su baño, encontró también el laboratorio del artista colmado de cultivos bacterianos y libros sobre ántrax. A Kurtz lo encarcelaron y hasta lo acusaron de terrorista, ante lo cual él se defendía diciendo que todo su equipo formaba parte de su arte. Finalmente, se comprobó que su mujer había muerto a causa de una falla cardíaca. Aun así, la duda y la persecución habían ensombrecido la obra del bioartista.

OBJETOS DE DISEÑO

Como era de esperar, el mercado no tardó mucho en fagocitar estas nuevas vías de expresividad y ya las comercializa como se advierte con “DNA 11” (www.dna11.co.uk) –una empresa de “arte ADN de diseño” que vende obras personalizadas a partir del código genético y huellas dactilares del cliente– y “Genpets” (www.genpets.com), promocionados como una especie de animalitos creados combinando genes de varias especies y destinados al divertimento infantil (el sitio web y el proyecto mismo son falsos, o mejor dicho, una instalación en sí misma).

En el vórtice mismo de una época transmutada por la ciencia y el imaginario que imponen sus creaciones, en la que se redefinen ideas hasta ahora inalteradas como “vida”, “desarrollo”, “ser” e incluso “obra de arte” y en el que los grupos ecologistas demonizan las biotecnologías desde el miedo y la paranoia, un colectivo de artistas se atrevió a subirse a la revolución y a hacerla propia, retornando el arte a su rol oracular: el de anticipar los sacudones perceptivos futuros golpeando a la percepción aquí y ahora.

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Conejos fluorescentes, ranas híbridas y extintas, genes artificiales, mariposas diseñadas: la materia viva se volvió el centro del bioarte, la nueva vanguardia del siglo XXI que busca impactar subjetividades y elevar preguntas en torno de las biotecnologías.
 
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