futuro

Sábado, 12 de enero de 2008

NOTA DE TAPA

Nos tapó...

 Por Sergio Federovisky

“Arbolé, arbolé seco y verdé”
Copla popular española.

Lo políticamente correcto es defender los bosques. La realidad, en cambio, parece empeñada en demostrar que el progreso y la felicidad vienen de la mano de una topadora o una motosierra que nos limpiará el terreno para que llegue la buenaventura.

¿Qué se pierde cuando se cae un árbol?

La historia de los bosques en el mundo es la historia de la supervivencia o, en todo caso, de la batalla eterna por postergar el fin definitivo de esos ecosistemas y su reemplazo inexorable por campos de cultivo o, en el peor de los casos, por desiertos.

Desde que el hombre se asentó tecnológicamente sobre el planeta y, revolución industrial y petróleo mediante, dio un salto de calidad en la productividad, los bosques se redujeron a la mitad de su superficie original. Pero como toda tendencia asociada al medio ambiente es al empeoramiento en progresión geométrica de sus impactos negativos, en los últimos cuarenta años se concentró la mayor tasa de deforestación.

Y de esas cuatro últimas décadas, según los datos que provienen de los informes regulares de la “Situación de los bosques en el mundo” que elabora la Food and Agriculture Organization of the United Nations (Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación - FAO), lo más grave ocurrió entre 1990 y 2000.

Los ecólogos sostienen que defender un ecosistema, y más uno que tiene una riqueza y una variabilidad biológica única como los bosques nativos, no es un ejercicio de romanticismo sino de eficacia. El padre de la ecología en castellano, el español Ramón Margalef, decía que en última instancia defender un ecosistema es una forma de reconocer que el anclaje primario de la humanidad es la naturaleza: “La intelectualidad se niega a aceptar al hombre como vástago de la naturaleza y hay un desinterés total en la inserción de la actividad humana en el entorno”.

Resulta curioso que mientras el bosque es uno de los estadios de mayor complejidad y sofisticación en la evolución del mundo natural, esa “intelectualidad” a la que se refería Margalef insista en que el progreso es un campo arado, destinado a la siembra directa y condenado al escalón más bajo e inestable de la diversidad: el monocultivo.

Mi bosque por un reino

Cuando en Uruguay se daba, al comienzo de la historia del conflicto acerca de las papeleras, un modesto debate sobre el valor de los monocultivos de eucaliptos como sucedáneos de los bosques (o directamente como falsos bosques sembrados con una sola especie), el ministro de Agricultura, José Mujica, les respondió a quienes alegaban que esos sembradíos uniformes eran un aporte favorable al medio ambiente: “Nunca vi que la naturaleza haga el mamarracho de hacer un bosque de una sola especie. Eso es un invento del hombre. La naturaleza cree en la diversidad y en los equilibrios permanentes”.

Defender un bosque, claro está, es un camino a contramano del envión que arrastra a la economía de mercado. Como ocurre en todos los procesos de devastación del ámbito natural debido a la persecución de los recursos naturales, no se trata de maldad o perversión sino de la ley de gravedad (en el doble sentido del término) que impone el capitalismo.

El investigador uruguayo Eduardo Gudynas sostiene que la globalización “está por detrás de muchos de los problemas ambientales que padece América latina”. Y particularmente, por la forma en que la globalización impone los flujos, modalidades y productos de exportación, está por detrás del increíblemente acelerado proceso de deforestación.

Datos fríos

¿Por qué hay tanta presión sobre los recursos naturales? ¿Por qué tanta fruición puesta en mover más allá de lo razonable la frontera agropecuaria para plantar soja? ¿Sólo porque es buen negocio para los vendedores de semillas o para los productores que creyeron descubrir Eldorado en forma de poroto de soja?

La respuesta se encuentra en la balanza comercial de esta región. En Brasil, el país más industrializado de esta parte del mundo, el 60 por ciento de las exportaciones totales en el año 2005 fueron materias primas. Ese porcentaje crece en toda América latina hasta llegar al 85 o el 89 por ciento en países como Perú y Bolivia.

Como dijo Gudynas ante un auditorio en el que algunos tomaron la ironía como broma ácida y otros, como amarga fotografía de la realidad: “La sobrevivencia de un pedazo de bosque no depende de una ley en el Congreso sino de la cotización que ese día tenga la soja en el puerto de Chicago”.

La Argentina, que desde hace tiempo ha decidido liderar cuanta carrera de persecución de records negativos se disponga en el planeta, rápidamente se puso al frente del marasmo. Para acentuarlo, claro.

El informe de la FAO dice lo suyo

El informe de la FAO elabora una tasa de deforestación anual en la que contempla –como si fueran lo mismo– los bosques nativos talados y los monocultivos forestales plantados. No obstante, es una buena fotografía que refleja la cantidad de superficie cubierta por árboles que tiene determinado país.

El único índice positivo lo tiene Uruguay, aunque es discutible pues es resultado de las plantaciones destinadas a brindar troncos de árboles a Botnia para producir pasta de celulosa, materia prima sin elaborar que se exporta prácticamente en su totalidad sin valor agregado alguno.

El resto del continente se debate en una tasa negativa (es decir, una pérdida neta de superficie boscosa) del orden del 0,2 al 0,4 por ciento, éste último el valor de Brasil, un país con una insoportable presión deforestadora sobre el Amazonas.

Argentina campeón mundial

La Argentina presenta la nota más baja: 0,8 por ciento de pérdida de superficie de bosques de un año para el otro. Pero si se toma sólo la superficie original de las provincias en las cuales hay una presión directa sobre los bosques para talarlos y sembrar soja o poner ganadería (Chaco, Córdoba, Formosa, Santa Fe, Salta y Santiago del Estero), ese valor llega a 1,35 por ciento.

En valor contante y sonante, eso significa para esas provincias una deforestación de casi 1.200.000 hectáreas sólo entre 2002 y 2006.

Algunos, con cierto grado de complacencia respecto del accionar continuo de las topadoras, se consuelan registrando los manchones de bosque que quedan entre los campos lisos.

Esos espacios que supuestamente resguardan trozos de bosque deben ser representativos y contar con la extensión suficiente para garantizar la conservación del ecosistema. Caso contrario, actúa el efecto borde, en el que debido a la formidable parcelación de los bosques proliferan especies específicas de ese espacio y no representativas del ecosistema original.

No me peguen, soy un árbol

“Ya hay más bordes que bosques”, ironizó hace unos años Margalef en su crítica a la política de conservación de bosques, sobre la que el gobierno español de José María Aznar pretendía reconocimiento.

Hoy, claramente, los dos ecosistemas más amenazados del norte de la Argentina (las Yungas, en la faja que va vertical de Salta a Tucumán, y el conocido como “Bosque de los tres quebrachos” en el centro-oeste del Chaco) son virtuales islas de “bordes”.

Los expertos consideran que para que un ecosistema “siga existiendo” debe estar presente entre el 15 y el 25 por ciento de la cobertura original. En los ambientes ruralizados del Chaco, las pérdidas de masa forestal ya superan el 85 por ciento: aun cuando se haya votado una ley para protegerlo, el “Bosque de los tres quebrachos” no deja demasiado margen a la esperanza.

Y con la deforestación vendrán tempestades

Perder el bosque no es apenas dejar de tener el testimonio de un ecosistema. Hay una clara enumeración de consecuencias (malas) que aparecen al perder el bosque: erosión, inundaciones, mayor acumulación de gases contaminantes en la atmósfera, desertificación...

En Salta, nadie deja de asociar el literal derrumbe de Tartagal a manos de un río desbordado de agua que, en otro tiempo, hubiera sido absorbido por la selva.

En ese contexto se debatió durante los dos últimos años la Ley de Bosques que se acaba de aprobar. Debatir, en verdad, es una palabra exagerada.

Se expusieron de un lado (quienes defendían la necesidad de una norma que detuviera la barbarie) los argumentos dramáticos del apocalipsis boscoso y, del otro, el lobby más desenfrenado bajo la excusa de que no autorizar el desmonte del bosque para arar la tierra es postergar la llegada del progreso.

Jurisprudencia verde

Plantear la opción bosque versus agricultura, como si el primer término fuera sinónimo de hambre y el segundo de progreso, es una trampa. Máxime cuando proviene de provincias en las que la devastación de los recursos naturales y el empobrecimiento de la gente fueron siempre de la mano.

Adámoli reconoce que la región chaqueña tiene aún un inmenso potencial de tierras que puede aportar en este momento de demanda internacional en la producción de alimentos.

Pero hace dos salvedades. Por un lado, más desde el sentido común que desde la ecología, se pregunta si los recursos que se obtengan del actual boom sojero van a servir para disminuir o aumentar la brecha social en la Argentina.

Y, por otro lado, advierte que “hay una situación de descontrol; el actual proceso muestra diversos indicadores ambientales y sociales que cuestionan la sustentabilidad de la expansión”.

La ley de bosques: buena, pero tardía

La Ley de Bosques, por la que el ambientalismo militó durante dos años, es buena, pero tardía. Es sana, pero nacida del chantaje. Es buena porque impone una moratoria de un año durante el cual las provincias no pueden autorizar nuevos desmontes hasta que se elabore un plan de ordenamiento territorial que le otorguen al bosque categorías de posible o nula explotación futura.

Pero es tardía porque, a sabiendas de que cada tierra fiscal otrora marginal adquiere valor de mercado ante cada aumento del precio de la soja, los gobiernos y los productores se lanzaron a la caza del terreno virgen, postergando lo más posible el tratamiento de la ley: en el transcurso de 2007, sólo la provincia de Salta convocó a audiencias públicas para autorizar desmontes por un total de 280.301 hectáreas.

Estos desmontes resultan cuatro veces más que los autorizados el año anterior, y equivalen a 14 veces la superficie de la Ciudad de Buenos Aires. La ley es sana, pues su propósito no es mantener al bosque como una foto impoluta de un paisaje alrededor del cual se amontonan turistas maravillados y pobres de solemnidad, ambos impedidos siquiera de acercarse a un árbol.

Por el contrario, apela a una planificación del territorio que tienda a hacer convivir la producción con el bosque como ámbito de obtención de recursos naturales con modalidades productivas sustentables. Pero nació de la extorsión, pues las provincias que más desmontaron bestialmente, y que quedaron afónicas de tanto acusar al porteñismo de querer impedirles la agricultura en esas tierras para sumirlos en la miseria, fueron las primeras en votar la ley una vez que se les garantizó un absurdo fondo compensatorio de mil millones de pesos anuales.

Es como si, en caso de sanearse el Riachuelo, a los municipios del conurbano se les pagara para compensar la pérdida de dinero que les significa no contaminar.

Las convicciones acerca de que la agricultura era el progreso fueron depuestas por los senadores norteños, en el momento en que la ley incorporó un fondo compensatorio que englobará cerca de mil millones de pesos al año.

Una solución quizá práctica en la política si el objetivo era tener una ley, pero reveladora de un disparate conceptual: los habitantes de todo el país pagarán a los gobiernos y dueños de tierras de las provincias del Norte una cuota para que no destruyan recursos naturales que, más allá de leguleyos criterios de propiedad, pertenecen a la superficie de la Argentina.

Esa es la postal de un país que hace un siglo tenía el 30 por ciento de su superficie cubierta por bosques nativos. Un país donde los amantes del progreso creen que el árbol tapa el cultivo.

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