futuro

Sábado, 2 de agosto de 2008

Aristóteles...

Aristóteles fue amado, odiado, ensalzado, denigrado, leído como si fuera un dios, equiparado al mismísimo demonio... pero su figura en los comienzos de la epopeya científica, con sus espeluznantes errores y sus notables aciertos, sigue brillando en el Liceo de Atenas, donde el filósofo se propuso explicar el mundo, y en cierta forma lo hizo.

 Por Pablo Capanna

Hace apenas diez años, una topadora estaba nivelando el terreno para hacer una playa de estacionamiento en el centro de Atenas. Cuando se disponían a tapar todo con cemento por un siglo más, los obreros se toparon con unas ruinas que resultaron ser las del Liceo de Aristóteles, una de las dos primeras universidades del mundo occidental. La otra era la Academia de Platón, pero sin duda el Liceo se parecía más a lo que hoy entendemos por universidad.

Los griegos estaban buscando esas ruinas desde la independencia, pero nunca habían imaginado que estaban tan cerca de la Acrópolis, en un lugar que habían transitado griegos, turcos y turistas durante 2400 años. Las ruinas eran apenas dos tercios del basamento de algo que había nacido como un gimnasio donde se practicaban deportes y artes marciales. La diferencia con los de ahora es que ahí habían estudiado unos dos mil alumnos desde que Aristóteles fundó su universidad, en el año 336 a.C., y le puso Liceo, un apelativo del dios Apolo.

No se encontró esa recova donde el maestro paseaba dando clase: el Peripatós, del cual sus alumnos tomaron el nombre de “peripatéticos”. Pero sí estaba el aula donde enseñaba, con capacidad apenas para diez alumnos; allí seguramente habría estado aquel busto de Sócrates que siempre usaba como ejemplo para los silogismos.

En sus buenos tiempos, el Liceo había tenido una biblioteca, un zoológico y un jardín botánico. Tenía colecciones de mapas y de minerales, y varias aulas y talleres donde se estudiaba e investigaba. Una vez por mes se realizaban esos banquetes que seguimos llamando simposios, aunque ahora no se coma. En ese lugar se le puso nombre a la Física, la Meteorología, la Economía, la Poesía, la Etica y la Política. También se enseñaba lógica, biología, medicina, astronomía, historia y sociología.

Aristóteles dirigió el Liceo por trece años, y cuando tuvo que irse de Atenas por motivos políticos lo sucedió Teofrasto. Más tarde fueron dos discípulos de Teofrasto los que fundaron el Museo de Alejandría, la mayor institución científica de la antigüedad.

Contra lo que pueda suponerse, la filosofía de Aristóteles no fue muy popular en su tiempo; no pudo competir con escuelas más amigables, que enseñaban a ser feliz. El Liceo fue saqueado durante el siglo II y destruido cuando los romanos saquearon Atenas, un siglo antes de Cristo.

Las obras del filósofo fueron a parar a una cueva, donde quedaron escondidas sin que nadie las leyera por doscientos años. Algunos profesores del Liceo se llevaron el grueso de la biblioteca al Medio Oriente. Hasta que cayeron en poder de los árabes, cuando estaban en su mejor momento cultural y ellos fueron los que les sacaron el mayor provecho, entre los siglos XI y XII.

Europa “descubrió” a Aristóteles (de quien sólo se conocía algo de lógica) gracias a los árabes. Cuando los traductores de la escuela de Toledo dieron a conocer sus obras, los europeos quedaron deslumbrados, al encontrarse con un sistema de pensamiento mucho más complejo que todo lo conocido. Santo Tomás de Aquino adoptó el aristotelismo para hacer una síntesis de la teología cristiana con eso que parecía la filosofía más avanzada de entonces, y si bien al comienzo tuvo que enfrentar a los sectores más reaccionarios, logró imponerse.

DISPAREN SOBRE ARISTOTELES

A fines del Medioevo, Aristóteles ya era llamado “el Filósofo”, a secas. El aristotelismo no sólo había superado las resistencias, sino que se había convertido en el eje de la enseñanza universitaria, controlada por la Iglesia.

En todos los campos, Aristóteles encarnaba el sentido común, y costaba imponer cualquier otro planteo. Para superarlo, los humanistas del Renacimiento buscaron apoyo en la filosofía de Platón, recién redescubierta, y confiaron en el sabio imaginario Hermes Trismegisto.

Pero mientras los anatomistas de Padua avanzaban apelando a lo mejor de la actitud científica de Aristóteles, los inquisidores pasaron a considerar enemigo a quien cuestionara su cosmología. Como consecuencia de la nueva alineación política, todos los disidentes, rebeldes o innovadores de la época hicieron un frente común contra Aristóteles y lo hicieron responsable del oscurantismo, el dogmatismo y la pereza intelectual. Precisamente lo que el griego nunca había hecho.

Una de las academias renacentistas, la Cosentina, se propuso como fin principal “descubrir los errores científicos de Aristóteles”. El matemático Petrus Ramus se hizo famoso porque en 1536 defendió públicamente una tesis radical: “¡Todo lo que dice Aristóteles es falso!”.

Más enfáticos fueron los reformadores protestantes, para quienes Aristóteles era el Papa de la filosofía.

Si Calvino despreciaba a toda filosofía mundana, Lutero fue mucho más tremebundo cuando calificó a los escolásticos de “langostas, gusanos, ranas, piojos”. Para Lutero, “el doblemente execrable Aristóteles” era “ciertamente un diablo, un espantoso calumniador, un perverso sicofante, un príncipe de las tinieblas, una bestia, el más horrible de los impostores de la humanidad, un mentiroso público y confeso, un chivo, un perfecto epicúreo...”.

Epítetos menos gruesos pero igualmente severos continuaron resonando durante siglos, mientras gente como Galileo, Kepler y Newton, sin retórica, pero con sólido trabajo teórico, demolía la física aristotélica, con su geocentrismo, sus “lugares naturales” y sus “cualidades”. Pero el hecho es que si Aristóteles había tenido vigencia por unos dos mil años, desde el siglo IV a.C. hasta el XV de nuestra era, no era sólo porque alguna autoridad había querido imponerlo, sino porque no se conocía nada mejor.

Aristóteles seguía dándoles trabajo a los románticos, cuando Víctor Hugo rompió con esas “unidades” que el griego había establecido para el teatro y otros habían convertido en dogmas. Desde entonces, se escribieron “dramas” que mezclaban tragedia y comedia, la acción dejó de desarrollarse siempre en el mismo lugar y pudo saltar de un tiempo a otro.

Luego les tocó el turno a Darwin y Freud, que vinieron a minar esa racionalidad que el griego le atribuía al hombre. La última disciplina aristotélica en resistir fue la lógica, que recién fue superada por Frege en el siglo XX.

La leyenda negra de Aristóteles ya estaba consolidada. Hace apenas unas décadas, el biólogo J.D. Bernal la resumía en un libro muy leído, La ciencia en la historia, de 1964. Para Bernal, que solía ser más indulgente con los crímenes de Stalin que con los errores de los filósofos, “Petrus Ramus tenía razón (...) La historia de la ciencia es la historia del derrocamiento de Aristóteles”. Bernal llegaba al punto de responsabilizar al griego por la muerte de Giordano Bruno y la condena de Galileo.

Como si alguien tuviera que responder por las tergiversaciones que pudieran sufrir sus escritos dos mil años después. Hay muy pocos libros capaces de sobrevivir siquiera una centésima parte de ese tiempo, y si llevó tanto tiempo superar a Aristóteles, mayor es el respeto que merece el esfuerzo que insumió construir su sistema.

ARISTOTELES Y LA CIENCIA

Una de las razones por las cuales el pensamiento aristotélico ofrecía tanta resistencia es porque fue el que más contribuyó a conformar la cultura occidental, desde la política hasta la teoría literaria. Quizá su mayor legado sea su actitud realista, empirista y racional.

Imaginar que Aristóteles hubiese podido tener una cosmología y una física más “modernas” no pasa de ser un anacronismo. Pensemos que su vocación era la biología pero se desempeñaba como rector de una universidad donde se cultivaban toda clase de disciplinas.

A ningún rector de hoy se le pide que sea autoridad intelectual en todas las facultades, aunque Aristóteles estuvo cerca. Hay que recordar que en su época no había instrumentos de medición, telescopios ni laboratorios químicos, y que la matemática griega estaba atada a un sistema numérico que le impedía crecer.

El geocentrismo y el sistema de las esferas planetarias ya los había impuesto la Academia de Platón. Aristóteles estimó erróneamente el diámetro de la Tierra, pero su error sirvió para que Colón se largara al océano. El propio Aristarco, que un siglo más tarde planteó el primer sistema heliocéntrico y se adelantó a los modernos, se había formado con Estratón, un director del Liceo.

No sería difícil hacer una lista de los errores de Aristóteles. Pero sólo es lícito hablar de “error” cuando quien lo comete no está en condiciones de acceder a la verdad. Los “errores” de Aristóteles se dieron cuando no supo innovar o trascender las “evidencias” de su tiempo.

No puso en duda la generación espontánea, consideró inferior a la mujer y llegó a afirmar que se era esclavo por naturaleza. Pero no dejó de observar que “el día que la lanzadera tejiera sola (...) no harían falta esclavos”. Claro que al fin llegaron las máquinas, y a la luz de lo que es el mundo actual se diría que aquí también se equivocó. Pero no fue el único.

El epistemólogo Robin Dunbar, para nada indulgente, se atrevió a decir que “los logros científicos de Aristóteles probablemente no tengan equivalente en la historia del pensamiento humano” (El miedo a la ciencia, 1995). Por supuesto, el mérito le cabe a la comunidad del Liceo, pues era común que se atribuyera al maestro la autoría de todos los apuntes de clases y seminarios.

Dunbar se tomó el trabajo de revisar las tesis del griego en todas las áreas de la biología, a la luz de lo que hoy sabemos. Encontró que la mayoría de los errores son aquellos que Aristóteles tomó de otros autores. Pero en los temas que estaba a su alcance resolver mediante la observación directa, fuera propia o de sus colaboradores, Dunbar encontró una relación de 32 aciertos contra dos errores.

Mucho antes de Newton, Aristóteles estudió cómo se producía un arco iris haciendo pasar la luz por un rocío de gotitas de agua. Como anatomista fue el primero en describir la trompa de Eustaquio. El erizo de mar tiene un órgano llamado “linterna de Aristóteles”. Su biología marina, basada en la sistemática observación del contenido de las redes de pesca, sigue siendo notable.

También escribió sobre la organización social de las abejas y observó cómo recogían el néctar. Determinó que los delfines eran mamíferos y que las hienas no eran hermafroditas. Describió a un raro tiburón vivíparo y la regeneración de los reptiles más de dos mil años antes de que los reconociera la biología moderna.

Milenios antes de que Harvey volviera a interesarse en hacerlo, observó el desarrollo del embrión de pollo y determinó que la yema no era el embrión, sino una reserva de alimento. También fue el primero en señalar que el feto de los mamíferos se alimenta por el cordón umbilical.

Su discípulo Teofrasto, que lo sucedió en la dirección del Liceo, fue el fundador de la botánica. Entre otras cosas, estudió el sexo de las plantas, milenios antes que Linneo. Su clasificación de los vegetales en árboles, arbustos, matas y hierbas es mucho más racional que otras que se usaron antes del siglo XVII.

Mucho se ha ironizado con su concepto aristotélico de “entelequia”, que los vitalistas quisieron rescatar a principios del siglo pasado. Sin embargo, en la concepción aristotélica la “entelequia” era una “forma” que dirigía el crecimiento de un animal o una planta, organizando una “materia” viviente. Si hace décadas parecía algo mitológico, hoy diríamos que se parece bastante a lo que entendemos por “genoma”.

Para disipar de una buena vez la caricatura del Aristóteles dogmático, hay que recordar lo que dijo en su Generación de los Animales: “hay que darle más crédito a la prueba directa de los sentidos que a las teorías”. Y en el tratado Sobre el cielo proclamó que “cuando alguien encuentre pruebas más exactas, tendremos que agradecérselo”.

Nuestra clase dirigente, que supo tener un discurso kantiano cuando hablaba de “trascendental” y “antinomia” e “imperativo”, parece haber vuelto a poner de moda los conceptos aristotélicos. Se ensalza a la “democracia”, se execran la “oligarquía” y la “tiranía” y en cualquier momento se empieza a hablar del “justo medio” o de la “tercera posición”. Son términos impuestos por Aristóteles, que era más republicano que democrático. Monarquía era el gobierno de uno, oligarquía de pocos (los ricos) y la república era para todos. Nadie, salvo los totalitarios, ha pensado en superarlo. Pero casi nadie se da cuenta de que tanto el cronista de espectáculos que habla de “catarsis” como el periodista que escribe “una golondrina no hace verano” están citando a Aristóteles.

No es poco.

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“ESCUELA DE ARISTOTELES”, FRESCO DE GUSTAV ADOLPH SPANGENBERG (1883-1888).
 
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