futuro

Sábado, 2 de octubre de 2010

LIBROS Y PUBLICACIONES. ADELANTOS

Ciencia y periferia

Pablo Kreimer
Capítulo VIII
Una mirada de conjunto
Eudeba

¿Cómo se conformó el nuevo “campo” de la biología molecular en la Argentina?

Partimos de una pregunta inquietante: ¿por qué se creó en Buenos Aires el primer laboratorio de biología molecular, en una época tan temprana, cuando esta disciplina no estaba siquiera estabilizada en el plano internacional? Es decir, cuando sólo existían un par de centros de investigación en los países más avanzados y los pioneros de este campo ni siquiera se reconocían como pertenecientes a un mismo espacio social y cognitivo. Luego de diversas explicaciones, pudimos identificar el papel de algunos personajes particularmente relevantes para esta historia, como suele ser frecuente en el desarrollo de la mayor parte de los campos científicos. En efecto, las trayectorias personales deben ser observadas como inscriptas en las restricciones –o estímulos– de orden institucional, las redes de relaciones preexistentes y en un conjunto de articulaciones contingentes. Así, la innovación que implicó la biología molecular en el escenario de las disciplinas biomédicas en la Argentina se produjo a partir del doble juego de algunos personajes locales y de sus vinculaciones internacionales, en particular Ignacio Pirosky, entonces director del Instituto Malbrán de Buenos Aires, y César Milstein, joven químico egresado de la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales de la UBA. Como vimos en el capítulo 4, Pirosky había trabajado, durante los años ‘40, bajo la dirección de André Lwoff en el laboratorio que éste dirigía en el Instituto Pasteur de París. Milstein, por su parte, había trabajado con Frederik Sanger en el laboratorio de bioquímica de la Universidad de Cambridge, en Inglaterra. Estas experiencias habrían de ser determinantes para el comienzo de la historia que narramos.

Es necesario detenernos unos instantes en el análisis de este habitual mecanismo de innovación, cuya naturaleza se nos hizo evidente cuando comenzamos la investigación acerca de los orígenes de la biología molecular en la Argentina, como un ejemplo del desarrollo de campos científicos en contextos periféricos. Para responder esa cuestión debimos realizar una reconstrucción de la época, para que la pregunta tuviera sentido y, digamos, “suspender” el conocimiento que teníamos acerca del desarrollo exitoso que la biología molecular tendría en el mundo en las décadas siguientes. En términos metodológicos, estábamos siguiendo el principio de imparcialidad, formulado por Bloor (1976) y retomado por Collins (1981 a y b). Decía Bloor que “la explicación debe ser imparcial respecto de la verdad o falsedad, la racionalidad o la irracionalidad, el éxito o el fracaso”, y en este sentido era imprescindible establecer el alto grado de incertidumbre que se arrojaba, hacia los años ’50, sobre el futuro de la biología molecular como “nueva” disciplina.

De hecho, una parte significativa de los actores importantes de la época, incluidos algunos protagonistas fundamentales de su desarrollo, como Francis Crack, consideraban que la biología molecular no representaba más que un conjunto de técnicas y abordajes que vendrían a complementar el espacio disciplinario de la bioquímica y, adicionalmente, de otros estudios, como la cristalografía de proteínas y ácidos nucleicos. Es decir que se trataba, en esta mirada, a lo sumo de una subdisciplina subordinada. Digamos, además, que prácticamente todos los que trabajaban en bioquímica, que era entonces una disciplina hegemónica, compartían esta perspectiva. En nuestro país, su representante emblemático, Luis F. Leloir, avaló enfáticamente esta toma de posición hasta bien avanzados los años ’70.

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