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Sábado, 2 de noviembre de 2002

El evolucionista menos famoso

Aunque toda la fama de la teoría de la evolución de las especies se la llevó Charles Darwin, justo es reconocer que la idea formaba parte de cierto “espíritu de época”, sobre todo desde que empezaron a encontrarse fósiles que hacían dudar del viejo fijismo. Uno de los naturalistas que estaba en el camino de la selección natural era Alfred Russel Wallace –descendiente de William Wallace, aquel de Corazón Valiente–, que llegó un año antes que Darwin a las mismas conclusiones y que incluso hizo que apurara la publicación de El origen de las especies. En esta edición de Futuro, el escritor y filósofo Pablo Capanna sostiene que Wallace perdió la batalla por la notoriedad porque su pensamiento incluía dosis de socialismo utópico, hipnosis y espiritismo, entre otras excentricidades que no lo hacían demasiado presentable.

 Por Pablo Capanna

Arthur Koestler decía que los grandes científicos se dividen en dos tipos. Unos, como Copérnico y Darwin, son aquellos que tuvieron una gran intuición y dedicaron el resto de su vida a probarla. Otros, como Kepler, Newton, Descartes, Faraday o Maxwell, tuvieron intereses muy amplios y bucearon en los campos más disímiles, a contrapelo de lo que indica la etiqueta académica de hoy. No hay duda de que Alfred Russel Wallace (1823-1913) estuvo entre estos últimos.
Si bien todos le reconocen un lugar junto a Darwin como coautor de la teoría de la selección natural, en la práctica la historia parece haberlo condenado a ser una suerte de segundón que apenas se menciona, como si fuera un vicepresidente argentino.
Al parecer, Wallace se volvió impresentable desde el momento en que comenzó a interesarse por el espiritismo y por el socialismo, lo cual acabó por enemistarlo con positivistas y conservadores a la vez. Más de una vez se atribuyeron esos intereses marginales a la senilidad y hasta se insinuó que sufría de alguna alteración mental. La Británica apenas le dedica dos piadosos renglones.
Hay que recordar que se trataba de ideas bastante comunes en la cultura de su tiempo, y que Wallace no fue el único en acercarse a ellas. Pero cuando lo hizo se pensó que ponía en peligro su prestigio intelectual y hasta comprometía el de Darwin. Donald Culross Peattie escribió que al evolucionismo quizás le hubiera costado más imponerse si su paladín hubiese sido un personaje como Wallace. Por su parte, Koestler lo describe como un especulativo que “tendió el puente antes de afirmar los pilares”, a diferencia de Darwin, que demoró la publicación de su obra hasta disponer de una importante base empírica para su teoría.
Teniendo en cuenta el impresionante volumen de sus colecciones y la cantidad de trabajos que publicó a lo largo de sus noventa años de vida, nadie diría que Wallace se haya quedado corto, si de investigación empírica se trata.
El hecho es que, antes de que Haeckel acuñara la palabra “ecología” Wallace adoptó una perspectiva sistémica y destacó la interacción de las especies con el medio, con lo cual llegó a ser reconocido como “el padre de la zoogeografía”. También fue el primero en proponer los dioramas, para que los museos permitieran mostrar el hábitat natural, destacando eso que hoy llamaríamos ecosistema. En 1903, propuso la primera versión de lo que hoy se conoce como “principio antrópico.”

El explorador
Al igual que su amigo Darwin, Wallace no tuvo estudios universitarios, aunque sí cierto currículum. Si bien descendía nada menos que de William Wallace –el de la película Corazón Valiente–, venía de una familia pobre. En su juventud aprendió algo de matemática, cartografía y dibujo de planos. Recién cuando estaba ganándose la vida como profesor de geometría, inglés y dibujo en una escuela de Leicester descubrió que lo que más le atraía de la agrimensura era trabajar al aire libre. Fue entonces que comenzó a interesarse por las ciencias naturales.
Por esos años, leyó a Lyell y a Chambers, que lo pusieron tras la pista de la evolución, una idea que venía abriéndose paso en toda Europa por lo menos desde los tiempos de Erasmus, el abuelo de Darwin. En el colegio,Wallace se hizo amigo del entomólogo Henry Walter Bates, y al poco tiempo ambos estaban planeando una expedición a Brasil, en busca de especímenes para vender a los museos.
Los dos veinteañeros emprendieron una aventura de cuatro años, durante los cuales remontaron el Río Negro y el Amazonas hasta llegar a lo que hoy es Belém de Pará. Se internaron en la selva amazónica explorando lugares que ningún europeo había visitado hasta entonces, y coleccionaron gran cantidad de especímenes. Sobre esta base Bates, que en total se quedó once años en Brasil, pudo establecer los principios del mimetismo.
En 1852, Wallace se dispuso a volver a Inglaterra, pero antes de partir se enteró de que gran parte de su colección se había perdido porque alguien la había despachado por error a otra parte. Logró embarcarse con lo poco que le quedaba, pero el buque en que iba se incendió y se hundió. Anduvo a la deriva en un bote durante diez días antes de ser rescatado y tardó casi tres meses en volver a Inglaterra. Cuando llegó tenía 29 años y tuvo que empezar de nuevo.
Establecido en Londres, logró publicar algunos trabajos y un relato de su viaje, aunque al poco tiempo ya estaba planeando otra expedición, esta vez hacia el “archipiélago malayo” (Indonesia) con el auspicio de la Royal Geographical Society.
Wallace anduvo ocho años por las islas, durante los cuales recorrió un total de unos 22.000 kilómetros. En Indonesia cosechó la friolera de 125.660 especímenes de mamíferos, reptiles, pájaros, moluscos e insectos, entre los cuales había mil desconocidos hasta el momento. Sus minuciosas observaciones le permitieron trazar esa frontera conocida como Línea de Wallace que separa a las especies a ambos lados de la Gran Barrera de Coral y permite entender las rarezas de la fauna de Oceanía.
Todas sus experiencias en Indonesia habría de contarlas luego en El Archipiélago malayo (1869) el relato de viaje que le dedicó a Darwin. Ese fue el libro que más habría de influir en Joseph Conrad, el autor de El corazón de las tinieblas.

El regulador de Watt
A pesar de estar varado en remotas islas tropicales, Wallace se las arreglaba para mantener correspondencia con Lyell y Darwin, con demoras de muchos meses entre un mensaje y otro. En 1858 leyó un trabajo de otro naturalista sobre “la ley que regula la introducción de otras especies”, y se lo recomendó a Darwin. Pero a pesar de que Lyell también lo hizo, no lograron que Darwin lo leyera.
Ese mismo año, cuando estaba recuperándose de la disentería en la isla de Ternate, al oeste de Nueva Guinea, Wallace contrajo la malaria. Estuvo postrado muchos días tiritando de fiebre, tapado con frazadas y tragando quinina. Fue en ese estado cuando recordó haber leído algo sobre la lucha por la vida en el Ensayo sobre la población de Malthus (entonces no sabía que ese era el texto que había inspirado a Darwin) y se acordó de las máquinas a vapor. La conjunción era bastante extraña (hay que esforzarse en imaginar a alguien que tiene frío en la noche tropical y sueña con locomotoras), pero pronto todo pareció “cerrar” y la mente de Wallace estalló en un “¡eureka!”
El antropólogo Gregory Bateson, futuro inventor de la New Age, admiraba a Wallace por tradición familiar. No encontró nada mejor que definir ese momento como “una experiencia psicodélica”, aunque se olvidó de especificar qué otros descubrimientos científicos le debemos a la malaria. Lo que le ocurrió a Wallace fue una de esas extrañas circunstancias de ocio creativo que permiten tomar distancia de los hechos. Entonces una idea actúa como disparador, cruzando cadenas distintas de razonamiento que han ocupado la mente durante años.
Apenas restablecido de la fiebre, Wallace escribió un breve ensayo donde hablaba de la lucha por la existencia, la supervivencia del más apto y la selección natural. Se le ocurrió comparar su acción con la de eseregulador de presión que les había puesto James Watt a las máquinas de vapor. Al igual que el regulador automático, la selección natural era un servomecanismo que explicaba el surgimiento y la desaparición de las especies en función de su adaptación al medio, sin tener que recurrir a otras causas.
El resto de la historia es conocido. Cuando Darwin recibió el manuscrito de Wallace “Sobre la tendencia de las variaciones a apartarse indefinidamente del tipo original” se dio cuenta de que eso era precisamente lo que había estado tratando de decir.
Muchos años después, el ruso Victor Eusafiev pintaría la escena en que Hooker y Lyell le aconsejan a Darwin presentar un informe conjunto a la Sociedad Linneana, sin siquiera esperar la autorización de Wallace. El gesto ético que Darwin tuvo entonces sigue siendo bastante singular.
El trabajo fue publicado, pero curiosamente nadie reparó en él. La polémica recién se desató un año y medio después, con la aparición de El Origen de las Especies.

Mensajes del mas alla
El éxito de la obra de Darwin y la polémica del evolucionismo eclipsaron a Wallace, aunque no llegaron a afectar su prestigio como naturalista. Wallace y Darwin siguieron siendo amigos toda la vida, aunque adoptaron filosofías distintas.
Darwin, que se había embarcado en el Beagle siendo un fundamentalista, a partir de los treinta dejó de creer y perdió hasta la sensibilidad estética; desde entonces comenzó a definirse como agnóstico. Wallace tampoco dejó nunca de reivindicar su condición de agnóstico, aunque sin dejar de sentir cierto respeto por las grandes religiones y filosofías.
En 1866, sorpresivamente Wallace comenzó a interesarse por el mesmerismo (hipnosis), la frenología (una imaginaria topografía cerebral) y las sesiones espiritistas. Hooker opinó que, en un hombre como Wallace, esta conversión era algo “más asombroso que todos los movimientos de los planetas.”
Sería fácil atribuir este cambio a una supuesta senilidad, de no ser porque Wallace tenía recién cuarenta y tres años. Vivió hasta los noventa, y si bien en todo ese tiempo escribió un centenar de trabajos sobre espiritismo (muchos de ellos, minuciosos informes de experiencias realizadas en su propia casa), publicó muchos más sobre zoología.
Tampoco se diría que estaba obnubilado por alguna locura mística. En un momento de estrechez económica logró ganarle 500 libras en un debate público a un caballero que sostenía que la Tierra era plana. Ya septuagenario, criticó las ideas de Lowell sobre la vida en Marte y sugirió que los casquetes polares del planeta rojo no eran de hielo sino de dióxido de carbono.
Las discrepancias entre Darwin y Wallace eran de orden filosófico. Releyendo el texto que Wallace escribió en Ternate se ve que aparte de coincidir con Darwin en algunos tópicos como la supervivencia del más apto, el escocés parecía pensar más en el equilibrio ecológico. Veía a la competencia como lucha de la especie contra el medio (por eso comparaba la selección con un servomecanismo capaz de feedback negativo) y no como lucha entre individuos, tal como se complacería en interpretarla el darwinismo social.
Las raíces del “espiritualismo” de Wallace había que buscarlas en su idea de la evolución como proceso ascendente de perfeccionamiento. Para él, las facultades paranormales eran el paso siguiente en la evolución, y la selección natural debía continuar después de la muerte. No podía creer en un Dios, pero le atraía la comunicación con los muertos y con las “inteligencias sobrehumanas.” Sus ideas fueron apropiadas por la Teosofía de Madame Blavatsky, quien recicló la idea hinduista de la reencarnación interpretándola como un proceso de “evolución” universal. Wallace, por su parte, nunca se interesó por los teósofos. En su juventud, Wallace había participado de las sesiones hipnóticas de los mesmeristas, pero se había alejado al descubrir prácticas fraudulentas, para volver años más tarde. Si algo lo traicionó, fue precisamente su empirismo, como puede verse en su ensayo sobre los milagros, donde discute con David Hume contando historias de levitaciones; aporta “pruebas” irrepetibles e imposibles de refutar, pero ninguna hipótesis. La experiencia que acabó por convencerlo fue una sesión de “escritura automática” que contó en una famosa carta al Times. El hecho de que el médium deletreaba los nombres al revés le pareció (por algún motivo) una prueba definitiva.
Una condena radical de estas aficiones resultaría anacrónica. El espiritismo y las levitaciones del médium Douglas Home también habían seducido al filósofo William James y al físico William Crookes, el mismo que nos dio el tubo de rayos catódicos. En el ambiente cultural de la Sociedad de Investigaciones Psíquicas la exploración del más allá era vista entonces como una extensión del método científico.
Un siglo más tarde, en la década del ‘60, se hicieron varios intentos de integrar la parapsicología en el campo científico, pero la precariedad de los resultados y el subsiguiente auge de la “contracultura” terminaron por desacreditarlo todo. Aunque, en principio, la intención de someter a la metodología científica los fenómenos que en un momento se consideran “inexplicables” no deja de ser legítima, de manera que no hay que ser demasiado duro con Wallace.

El reformador social
Conforme a su filosofía “sistémica”, Wallace estaba más inclinado por la solidaridad que por la competencia; tendía a creer más en el bien común que en el mercado. En su madurez, no sólo se interesó por las ciencias ocultas, sino también por la economía y la política, ciencias que muchos se empeñan en presentar como ocultas. Cuando joven, ya se había vinculado con los seguidores del socialista utópico Robert Owen y también conocía su experimento americano, la colonia de New Harmony. Paradójicamente, el naturalista Owen iba a ser el más serio de los adversarios científicos de Darwin.
Wallace fue uno de los primeros en sostener que los “salvajes” no son inferiores a los “civilizados” ni moral ni intelectualmente. En consecuencia, propuso que la Iglesia anglicana alentara la formación de un clero nativo para respetar las culturas indígenas. Si recordamos el horror y el asco con que Darwin relata su encuentro con los indios fueguinos, se diría que Wallace fue mucho más cordial al describir el primer orangután con que se cruzó en la selva de Borneo.
En la segunda mitad de su vida Wallace no sólo se ocupó del espiritismo. Escribió sobre el sufragio, la justicia social y el urbanismo. Después de leer Mirando atrás: el año 2000 (1890) de Edward Bellamy, se hizo socialista.
A Wallace le debemos algunas ideas que tardarían muchos años en ponerse en práctica, desde la protección de los monumentos históricos hasta el proyecto de los “cinturones verdes” pensados para descongestionar las ciudades.
A fines del siglo XIX habló de salario vital mínimo, del pago de horas extras y la participación obrera en la empresa mediante la compra de acciones. Hizo suyo el lema de la “igualdad de oportunidades” y escribió contra los monopolios. Apoyó el voto femenino y la emancipación de la mujer, que a su criterio favorecía la “selección natural”. En ese tiempo, quien defendía esas cosas era llamado “liberal”. Pero Wallace fue un precoz crítico de la eugenesia de Galton, que habría de desembocar en el racismo.
Wallace fue estatista al punto de proponer la nacionalización de las tierras productivas y dio gran apoyo a las ideas del economista norteamericano Henry George, que auspiciaba el impuesto único progresivo.Para ser franco, también hay que decir que se opuso a la vacunación masiva y se ganó enemigos que aún no habían nacido cuando propuso disolver manifestaciones usando carros hidrantes. Lo cual, por cierto, no dejaba de ser un avance frente a las balas y los palos.
Muchas de sus propuestas reformistas no sólo no se diluyeron en la utopía, sino que con el tiempo llegaron a ser realidad, hasta que el reciente hiperliberalismo restaurara la ley de la selva y las empujara al olvido forzoso. Gente llamada Ronald, Margaret o Carlos Saúl impusieron una versión corregida y aumentada del crudo proyecto malthusiano: abandonar a los pobres a su suerte para permitir la supremacía, no ya de los mejores, sino de aquellos que tienen el poder. En términos evolutivos, una selección negativa que excluye todas aquellas “variaciones” que podrían llegar a enriquecer la especie, sin darle oportunidad de competir.
Si Wallace volviera, creo que hasta podríamos llegar a perdonarle todo eso de los espectros, las tablas Ouija y las mesas movedizas.

 

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las interacciones de las especies con el medio (ilustracion), en los colores protectores de los animales (1881), de Alfred Wallace.
 
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