futuro

Sábado, 22 de diciembre de 2012

Los jardines del naciente capitalismo

 Por Rodolfo Petriz

Para las potencias europeas el continente americano se constituyó en una descomunal fuente de riqueza. Sin embargo, aunque la colonización en gran medida estuvo guiada por la codicia desmedida de conquistadores que estaban dispuestos a matar o morir en busca de El Dorado, como Lope de Aguirre y tantos otros, el tesoro que encerraba el nuevo continente no estaba formado sólo por metales preciosos. América ofreció a los conquistadores una biodiversidad que modificaría profundamente la vida de los europeos durante los siglos venideros.

ECONOMIAS DE JARDIN

A partir de fines del siglo XVI, comenzaron a desplegarse en los principales estados de Europa, con Holanda y Gran Bretaña a la cabeza, lo que W. Armytage en Historia Social de la Tecnocracia define como “economías de jardín”. Tanto estadistas como hombres de ciencia y nobles terratenientes –sectores que en ciertos casos estaban representados en una misma persona, como George-Louis Leclerc, conde de Buffon, célebre naturalista y poseedor de vastas propiedades– comprendieron la gran importancia que tenían para el desarrollo económico las nuevas especies vegetales encontradas en las recién descubiertas Indias Occidentales, así como también las plantas procedentes de las Indias Orientales (sudeste y sur de Asia).

Para la difusión y el cultivo a gran escala de estos nuevos productos naturales era necesario disponer, como paso previo e ineludible, de espacios en donde conservar, reproducir y estudiar cada una de las especies para conocer sus características y su posible aprovechamiento. Así nació el furor por los jardines botánicos.

RENACIMIENTO VEGETAL

Tomando la definición de jardín botánico en sentido amplio, se puede indicar que ya en la época romana había jardines dedicados al cultivo de plantas. Por lo general se trataba de pequeñas parcelas que albergaban principalmente variedades medicinales, tradición que continuó durante la Edad Media en el interior de los monasterios.

Sin embargo, en sentido estricto se suele ubicar el surgimiento de los primeros jardines botánicos, con las características que tienen en la actualidad, en ciudades del norte de Italia sobre el final del Renacimiento. En conexión con las universidades y para realizar investigaciones botánicas y médicas, en 1543 se creó el jardín de Padua, en 1545 el de Pisa, y posteriormente los de Florencia y Bolonia, entre otros.

Pocos años después, el modelo de los jardines botánicos italianos se exportó, con diversas modificaciones, a los demás estados europeos. Entre ellos, a aquellos que disponían de amplios territorios de ultramar.

Cuentan los cronistas que cuando a los habitantes de Leiden, en los Países Bajos, se les ofreció una exención impositiva durante una década o el establecimiento de una universidad en la ciudad, optaron por la casa de estudios y un jardín botánico. Fundado en 1590, el jardín de Leiden incorporó en 1599 un invernadero para cuidar las plantas procedentes de las colonias neerlandesas del Cabo de Buena Esperanza. Así, en poco tiempo se convirtió en un vivero mundial de ciencia y en uno de los puntos neurálgicos del imperio holandés de ultramar.

Algo similar sucedió en la vecina Francia. Como parte de su Escuela de Medicina, París fundó en 1579 el Jardin du Roi, al cual más tarde se le añadieron dependencias para enseñar química y astronomía. Y del cual fue intendente entre 1739 y 1788 el ya mencionado conde de Buffon, etapa en la que gozó de uno de sus momentos de máximo esplendor por el gran número de especímenes que incorporó. Tantos que Buffon habría tenido que abandonar sus habitaciones para dejar lugar a las nuevas colecciones.

La ciudad de Upsala, Suecia, sede de la famosa universidad que a principios del siglo XX dio nombre a uno de los glaciares más hermosos de la Patagonia, también dispuso de su propio jardín desde mediados del siglo XVII. Su fundador fue Olaf Rudbeck, un investigador formado en Leiden que creía que Suecia era el lugar original donde se encontraba el jardín del Edén y que la Atlántida había estado en una desaparecida prolongación de la península escandinava. Allí se formó y trabajó como encargado Carl von Linné, más conocido como Linneo, el padre de la botánica moderna y creador de la nomenclatura binaria que designa cada especie con un nombre doble.

Del otro lado del Canal de la Mancha, en Gran Bretaña, también surgieron numerosos jardines botánicos. Además de aquellos ligados a variopintas sociedades científicas o a universidades, como el de Oxford, con el paso del tiempo hombres de fortuna, nobles y clero fundaron sus propios jardines botánicos bajo la consigna de satisfacer tanto inquietudes científicas, como económicas y estéticas. John Aubrey, un cronista de la época, refiere que sólo entre 1660 y 1691 se introdujeron más de 7000 plantas exóticas procedentes de las distintas posesiones del imperio.

El criterio sobre el que descansaba el accionar de esta “plantocracia”, como la define Armytage, y que sería asumido como propio por la gentry –la clase social terrateniente británica–, era el de utilidad y necesidad. Así, el estudio y cultivo de las nuevas especies vegetales brindarían nuevos alimentos, medicinas, fibras, combustibles y productos varios a una sociedad que estaba sufriendo impensados cambios socioeconómicos.

Esta eclosión verde, junto a la implementación de nuevas técnicas agrícolas, la rotación de cultivos y la utilización de fertilizantes como el guano, hizo su aporte a lo que se conoció como “revolución agrícola británica”. Entre los siglos XVIII y XIX se produjo un notable incremento en la productividad agraria, que propició un aumento de la población sin parangón con otras etapas históricas. Esto permitió la liberación de las tareas campesinas de una gran parte de la población rural que, también obligada por medidas de coerción como el cercado de las propiedades comunales, se trasladó a las ciudades y formó la mano de obra de la naciente revolución industrial.

PRESUPUESTOS FILOSOFICOS

Detrás de los grandes movimientos científicos suelen encontrarse profundas convicciones filosóficas y –por qué no– también religiosas. El desarrollo de los jardines botánicos estuvo animado por el convencimiento de que la naturaleza podía ser dominada si era estudiada paciente y disciplinadamente.

Francis Bacon (1561-1626), uno de los padres del empirismo, promovió la investigación científica como medio para aumentar la prosperidad de los estados y mejorar la vida de las personas. Para el filósofo inglés la botánica ocupaba un rol central en este cometido, ya que gracias a ella se podían acelerar los largos procesos de la naturaleza. Bajo este esquema, el científico no debía contentarse sólo con observar y seguir los compases que marca el metrónomo de la natura. En palabras de Bacon, “la naturaleza no puede ser conquistada obedeciéndola. Por consiguiente, esta doble meta, ciencia humana y poder humano, encuentra expresión en la acción”.

Bacon abogaba por aplicar todo el talento y la imaginación humana para obtener de la naturaleza aquello que ésta no brinda por sí misma. Así, los jardines tenían que ser semilleros de ciencia y convertirse en auténticos centros de investigación científica. Debían incluir laboratorios, máquinas, observatorios, bodegas, hornos y cualquier instalación que permitiera al hombre hacerse a sí mismo mediante la realización efectiva de todas las cosas posibles.

JARDINES DEL NUEVO MUNDO

No sólo se crearon jardines botánicos dentro de las fronteras europeas. El furor hortensis no reconoció límites continentales. En numerosas regiones de las colonias de ultramar también se establecieron semilleros de ciencia persiguiendo una doble finalidad. Por una parte, como forma de acelerar y favorecer el intercambio de las especies entre diferentes regiones; por otra, y estrechamente ligada a la anterior, para desarrollar grandes plantaciones en los territorios colonizados.

Fue así que franceses y británicos y, en menor medida, portugueses y españoles, fundaron desde el siglo XVIII hortus botanicus en tierras americanas, especialmente en el Caribe.

En 1763 los ingleses establecieron en Kingston uno de los jardines más grandes del nuevo mundo, gracias al cual introdujeron en la isla especies provenientes de otras regiones que encontraron en el clima tropical de Jamaica, un lugar propicio para su desarrollo. Así, el cultivo de azúcar, café, mango, canela y otras tantas especies enriqueció desmesuradamente a los plantadores anglo-jamaiquinos.

La ola verde también llegó al otro lado del mundo. Calcuta, Madrás, Ceilán, Java y otras tantas ciudades y regiones de las Indias Orientales tuvieron sus propios jardines. Gracias a ello, se introdujeron durante los siglos XVIII y XIX en la India y el sudeste asiático plantaciones de café, quina o caucho, y se desarrolló de forma intensiva el cultivo de otras especies locales.

De este modo, desde fines del siglo XVI, durante el período en el que se gestaron las bases para la expansión mundial de la economía capitalista que tuvo lugar a partir de la segunda mitad del siglo XIX, los jardines botánicos fueron un aliado imprescindible en la explotación intensiva de la riqueza vegetal de las posesiones coloniales europeas.

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