futuro

Sábado, 23 de noviembre de 2002

ENCUENTROS Y DESENCUENTROS DE DOS CIENTíFICOS REVOLUCIONARIOS

Marx y Darwin: dos buenos vecinos

Por Esteban Magnani

Los puntos en común entre Karl Marx y Charles Darwin van mucho más allá de haber sido dos revolucionarios de las ciencias (se entiende que ciencia en sentido amplio...) y de haber compartido el primer nombre. Estos dos hombres contemporáneos, y casi vecinos durante buena parte de sus vidas, compartieron por separado varias experiencias similares: ambos fueron jóvenes bastante revoltosos y poco apegados al estudio sistemático, tuvieron muchos hijos (10 el inglés y 7 el alemán) y varios de ellos no sobrevivieron a sus padres.
También compartieron una salud delicada, aunque seguramente se hubieran referido a los síntomas sólo tangencialmente. Darwin por motivos aparentemente psicosomáticos sufría de vómitos, insomnio, palpitaciones y, ejem, “dolorosas flatulencias” (Enciclopedia Británica dixit) y se cree que su propia teoría le generó grandes conflictos morales con sus creencias religiosas.
Marx, por su parte, además de problemas en los pulmones, vómitos y otras delicias sufría de unos dolorosísimos forúnculos que lo obligaron, por ejemplo, a escribir las últimas páginas de El Capital de pie. Una vez terminada su gran obra, Marx comenzó a gozar por primera vez de una salud excelente, aunque poco duradera. Engels escribió en 1867: “Siempre tuve la impresión de que el condenado libro, con el que ha estado cargado durante tanto tiempo, era la causa última de todas sus desgracias”.
Estos dos revolucionarios de las ciencias con tanto en común, se rozaron pero nunca se encontraron. Charles Darwin vivía a sólo 25 kilómetros de Londres, donde residía Marx. En 1860 este último leyó El origen de las especies e incluso le hizo algunos comentarios –no del todo geniales– a Engels al respecto: “Aunque está escrito en el más puro estilo inglés, en este libro está la base de la historia natural”.
Finalmente, en 1873, intercambiaron algunas palabras que podrían haber auspiciado el gran encuentro: un ejemplar de El Capital recorrió las escasas millas que iban desde la casa de Marx hasta la del evolucionista. En su primera página se leía “A Mr Charles Darwin, de parte de su sincero admirador, Karl Marx”. El británico le agradeció la atención a su vecino con una fórmula de cortesía (“...ambos deseamos sinceramente la ampliación del conocimiento...”) que el destinatario exhibió orgulloso. Pero –hay que decirlo– la copia de la biblioteca de Darwin (en alemán, idioma que el agasajado no conocía muy bien), no tiene sus típicas notas al margen y probablemente nunca haya sido leído.
La otra carta
Todo hubiera quedado ahí si no hubiera sido porque en 1931 un diario soviético publicó una carta de Darwin de 1880 encontrada entre la correspondencia de Marx. En ella el británico declinaba amablemente la posibilidad de que le dedicaran un libro y de revisar las primeras impresiones del mismo. Muchos elucubraron infructuosamente durante décadas qué obra habría querido dedicarle Marx a Darwin, pero fallaron porque en esa fecha el primero no tenía ningún libro listo. Para colmo había varios cabos sueltos más que resultaban confusos en la carta.
Finalmente, en 1974, Margaret Fay, una estudiante de la Universidad de California, encontró un delgado volumen de 1881 llamado Darwin paraestudiantes de Edward Aveling, entre las cosas de Charles. El tal Aveling sería poco después el amante de Eleanor Marx, una de las hijas de Karl. Fay siguió la pista hasta encontrar entre los papeles de Darwin una carta de Aveling en la que le pedía permiso para dedicarle su libro. Es fácil suponer que en 1895 cuando éste ayudó a Eleanor a ordenar la correspondencia de su padre, traspapeló su propia carta. Es más, en 1897, Aveling escribió un artículo comparando a Marx y Darwin, en el que reconocía haberse escrito con este último.

Sin palabras
Los dos vecinos llegaron a la tumba con poca diferencia de tiempo y sin haber cruzado palabra. Charles Darwin murió en 1882 y el Parlamento inglés decidió enterrarlo con todos los honores en la Abadía de Westminster, cuando la Teoría de la Evolución ya era uno de los pilares de la ciencia moderna. Karl Marx fue enterrado el año siguiente en el cementerio de Highgate en una tumba casi anónima. Sus teorías llegarían con los años a ser menos el vaticinio esperado que una herramienta utilizada para torcer la historia. Entre los escasos presentes en su entierro (unos diez), había amigos comunes de ambos científicos. Y frente a ellos, Engels señalaba un último punto en común: “Del mismo modo en que Darwin descubrió la ley de la evolución de la naturaleza humana, Marx descubrió la ley de la evolución de la historia humana”. Seguramente, si se hubieran juntado, habrían tenido mucho de qué hablar.

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A pesar de estar separados por 25 km, Marx y Darwin nunca cruzaron palabra.
 
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